Educación de élite para el futuro Carlos V
520 aniversario
Hace 520 años nacía Carlos de Gante, futuro emperador. Su padre, Felipe el Hermoso, iba a dejarle pronto, pero no sin disponer que se le formara como potencial monarca
El 17 de octubre de 1506, los Estados Generales de los Países Bajos se aprestaban a reconocer a su nuevo soberano. Lo sorprendente era que el cargo recaía en un niño de poco más de seis años, serio y un punto melancólico, que presidía la sala ataviado como un adulto y adornado con el Toisón de Oro. La muerte inesperada de su padre, Felipe el Hermoso, en la lejana Castilla le había hecho acreedor de los títulos de conde de Flandes, de Artois, de Namur, de Hainaut, de Holanda y de Zelanda; duque de Brabante, Limburgo y Luxemburgo; señor de Malinas; y marqués de Amberes.
En sus manos quedaba el gobierno de este conjunto de territorios, regidos por diferentes estatutos y administrados por esos Estados Generales que le reconocían ahora. Por suerte, no estaba solo en la tarea. Tenía como regente a su abuelo, el emperador Maximiliano de Austria, aunque renunció a los pocos meses. La ceremonia se repitió entonces para asignar el cargo a su tía Margarita, hija de Maximiliano. Carlos recibió a su lado, en Malinas, ciudad donde se instaló la corte, el homenaje de los príncipes de la sangre, los altos cargos, los miembros del Consejo y los caballeros del Toisón.
Con Margarita hizo su aprendizaje en los saberes de la época y se instruyó en la práctica del buen gobierno. Una compleja trayectoria, corta en el tiempo, pero decisiva, que comenzó cuando escuchó las palabras de ritual en el deceso de su padre: “El Rey ha muerto, ¡viva Monseñor!”. Desde ese momento, Carlos de Gante se supo poderoso. Lo que aquel niño con modales de adulto no podía entonces suponer era que llegaría a tener bajo su mando uno de los mayores imperios de la historia.
Lo cierto es que el parto fue rápido y sin dificultades, como si la criatura ya tuviera prisa por conocer el mundo
Carlos había nacido en Gante el 24 de febrero de 1500, hijo de Juana la Loca y Felipe el Hermoso y, por tanto, nieto de los Reyes Católicos y del matrimonio formado por Maximiliano de Austria y María de Borgoña. Era el segundo vástago –y primer varón– de una unión apasionada y compleja que pasaría a la historia por sus amores legendarios. Incluso su nacimiento precipitado en las letrinas del palacio de los condes de Flandes estuvo marcado por el amor desenfrenado de su madre hacia su padre: según la tradición, pese a hallarse a punto de dar a luz, Juana se negó a dejar que su esposo asistiera solo a un baile de corte.
Lo cierto es que el parto fue rápido y sin dificultades, como si la criatura ya tuviera prisa por conocer el mundo que acabaría por estar a sus pies. Nada hacía prever el destino que aguardaba al recién nacido, que crecería en compañía de sus hermanas Leonor, Isabel y María. Los avatares de la Corona de Castilla obligaron a sus padres a viajar hasta la península ibérica en varias ocasiones, la última en 1505, donde había nacido su hermano Fernando (1503) y donde nacería Catalina (1507).
Aquel último viaje de sus padres para hacerse con la Corona de Castilla representaría una despedida definitiva de Felipe, que murió en Burgos inesperadamente. Juana, perdida en las brumas de la locura, fue recluida en Tordesillas. Carlos y Leonor no se reencontraron con su madre hasta doce años después. Quedó, pues, junto con sus hermanas, al amparo de su tía Margarita de Austria. Margarita fue para ellos, además de una verdadera madre, la mejor amiga y consejera.
En la corte de Margarita
Los cuatro pequeños crearon entre sí unos lazos estrechísimos que jamás se romperían. Posiblemente fue el hecho de saberse huérfanos de padre y alejados de su madre por la distancia y la sinrazón lo que hizo que los cuatro hermanos formaran una piña en torno a su tía, a la que llamaban “ma bonne tante” (mi buena tía). Bajo su tutela estudiaron, jugaron y crecieron.
Es un detalle simpático ver cómo en los libros de cuentas de la corte figura anotada la compra de una muñeca para Leonor y diversos juguetes para Carlos, o cómo la regente se retrató con ellos con el mismo orgullo con que lo haría una madre. La corte de Malinas sería un excelente caldo de cultivo para el desarrollo de los cuatro muchachos. Para empezar, mientras la vida de palacio hacía del francés su primera lengua, el flamenco hablado por el pueblo se les impuso.
De ese bilingüismo en la niñez de Carlos derivó la extraordinaria facilidad para los idiomas que tan útil le resultaría a lo largo de su vida. Pese a mantener una estricta rigidez protocolaria y un bellísimo aunque incómodo ceremonial, la corte de Malinas era un espléndido foco de cultura presidido nada menos que por Erasmo de Róterdam.
Por otra parte, la alegría de vivir del Flandes del joven Carlos se pintaba con los colores de la paleta de los grandes maestros, como Rogier van der Weyden, Hans Memling, Thierry Bouts o los hermanos Van Eyck, autores del bellísimo retablo del Cordero Místico, bajo el cual se había bautizado al futuro emperador en la catedral de San Bavón de Gante.
Y mientras los maestros flamencos ponían el color, el espíritu que rodeó la niñez de Carlos nació de los espléndidos hombres de letras que poblaron la corte de Margarita de Austria, porque Malinas fue a los Países Bajos lo que Florencia a la Italia renacentista. De ellos el futuro emperador aprendió el amor por el arte que le llevó a hacer de Tiziano más un consejero y un amigo que un simple pintor de cámara, o el espíritu de tolerancia que se ejemplificó en la Institutio Principis Christiani (Educación del príncipe cristiano) que Erasmo le dedicó en 1516, cuando supo que había de tomar posesión de las Coronas de Castilla y Aragón.
Instalado junto a su tía Margarita, era un adolescente de mediana estatura, ojos azules y nariz aguileña
Es más, del espíritu caballeresco que reinaba en la corte de Margarita de Austria nació la extraordinaria afición del futuro emperador a las novelas de caballería –especialmente a Le chevalier délibéré (El caballero resuelto), de Olivier de La Marche, prácticamente su libro de cabecera–. De esa vida cortesana poblada de justas y torneos procedería también su gusto por las mujeres y la buena mesa.
Educando a un emperador
La educación del joven Carlos es reveladora. De entrada, Felipe el Hermoso quiso facilitarle las herramientas necesarias para la potencial ocupación de las Coronas de los Reyes Católicos procurándole la compañía del castellano Luis de Vaca, a quien se le encomendó en 1505 la tarea de enseñarle las primeras letras; un ayo también castellano, Anchiera; y, como capellán mayor, a Juan de Vera, obispo de León.
Felipe no iba desencaminado: las muertes sucesivas de Juan e Isabel, hijos de los Reyes Católicos, y la del príncipe Miguel, único vástago de esta última, convertían automáticamente a Juana la Loca en princesa de Asturias y, una vez muerta Isabel la Católica, a Carlos en heredero. No se descuidaron por ello los intereses flamencos y, junto con los españoles, Roberto de Gante procuró por la educación del príncipe. Ellos formaron el primer plantel de profesores empeñados en enseñar al futuro emperador las materias principales que recomendaba el saber humanista.
Es decir, la historia, a la que se tenía como maestra de vida, y el latín, que le abría las puertas de todos los saberes, puesto que era la lengua usada en la religión, las cancillerías políticas, los tratados científicos y filosóficos y las artes de la guerra (en las que, desde luego, el muchacho se mostró como alumno aventajado).
Si a ello se añadían los mejores artistas, escritores, músicos y humanistas que, junto a los profesores, brillaron en el entorno del joven príncipe durante su estancia en Malinas, no es de extrañar que se le considerara uno de los estadistas mejor preparados de su época.
Por entonces, instalado junto a su tía Margarita, Carlos era un adolescente de mediana estatura, ojos azules y nariz aguileña y larga. Su mirada lánguida se correspondía con un carácter algo melancólico, extremadamente religioso, tímido y emotivo. Un conjunto de rasgos que dejaban entrever al hombre firme pero no cruel, enérgico pero no autoritario y altivo pero no vanidoso en que se convertiría.
Ya entonces manifestaba un gran interés por lo que, años después, fueron sus máximas aficiones: los relojes y los mapas. Posiblemente intuyera que el tiempo y el espacio iban a ser dos coordenadas definitivas en un imperio que abarcaba las más diversas latitudes geográficas.
Dos personajes decisivos
En 1511, Margarita de Austria decidió reforzar la educación del ya conde de Flandes instituyendo en el cargo de preceptor a un clérigo seguidor de la teoría de Erasmo: Adriano de Utrecht. Le precedía su fama de teólogo de prestigio y hombre de fe sincera y honesta. Deán de San Pedro de Lovaina, estaba muy vinculado a su universidad y, como discípulo de Erasmo, supo inculcar en el futuro emperador los principios de una fe libre y tolerante, así como un acendrado sentido de la responsabilidad.
La elección de la regente tal vez pretendía contrarrestar otra presencia no tan deseable: la de Guillermo de Croy, señor de Chièvres. Este, paradigma del político corrupto, permanecía junto a Carlos de Gante desde 1509 y no se separaría de su lado hasta doce años después. Había entrado al servicio de Maximiliano de Austria sustituyendo a su primo, el príncipe de Chimay, como primer chambelán de la corte.
Hombre persuasivo y ambicioso, supo hacerse imprescindible para el futuro emperador. Tanto que hasta se instaló en la cámara principesca con la excusa de que, si el joven se despertaba a medianoche o al rayar el alba, tuviera con quien hablar si así lo deseaba. Aunque sus intereses no fueran del todo altruistas, sí que supo dar a su discípulo los instrumentos necesarios para gobernar con acierto.
Fue el mismo Guillermo de Croy quien instó a Maximiliano a que adelantara unos meses la mayoría de edad de su nieto. Carlos debía hacerse cargo del gobierno de los Países Bajos en 1516 al cumplir los 16 años prescritos por la ley. Pero Chièvres recibió una sustanciosa compensación de los Estados Generales por conseguir que el emperador decretara el fin de la regencia de Margarita, en la pretensión de que la juventud del príncipe le convertiría en una marioneta de sus intereses.
Se equivocaron. Desde que era un niño, Chièvres le había instruido en temas políticos y acostumbrado a asistir a las sesiones del Consejo y a informarse previamente de los asuntos a debatir. No iba a ser una presa fácil.
Así lo demostró en Bruselas el 5 de enero de 1515 con motivo de su solemne proclamación como señor de los Países Bajos. En el salón del Palacio Real, Carlos pronunció las palabras que sentenciarían toda su trayectoria política: “Os agradezco el honor que me otorgáis. Sed buenos y leales súbditos y yo seré un buen príncipe para vosotros”. Lo cumplió, aunque lejos de los paisajes que conoció en su infancia. En 1517, Carlos I partía hacia la península ibérica; Castilla y Aragón esperaban a su soberano.
Este artículo se publicó en el número 453 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.