Van der Weyden: cómo pintar las emociones
Rogier van der Weyden fue el primer pintor que imprimió emoción a la pintura flamenca primitiva.
En el siglo XV se produjo el milagro. Nunca se habían derramado lágrimas como las que Rogier van der Weyden hizo resbalar por las mejillas de la Virgen en sus descendimientos, lamentaciones y demás escenas de la Pasión. Lágrimas de perfecta apariencia cristalina que, como escribió un poeta, humedecían los ojos de los que las contemplaban.
No es de extrañar que, un siglo después, Felipe II, siempre a la búsqueda de lo más fuerte en mística pictórica, prácticamente se obsesionara con su obra. Los primitivos flamencos, en parte gracias a su maestría con la técnica del óleo, que perfeccionaron pero no inventaron, revolucionaron la historia del arte: encerraron fragmentos de realidad en la bidimensionalidad de una tabla. Jan van Eyck, con sus triquiñuelas ilusionistas, es quizá hoy el más popular. Van der Weyden, sin embargo, puede reclamar haber sido el más influyente. Inventó un lenguaje plástico, el de la emoción, imitado en toda Europa durante dos siglos.
Creó composiciones, como la de La Piedad, con un sublime despliegue de drama. Las lágrimas que se trasvasan desde la faz de la Virgen a la de Jesús, las inertes manos de este, los dedos de san Juan, que acarician compasivamente la cabeza de María, o la infinita aflicción de María Magdalena. Van der Weyden pintó para Lovaina su gran obra maestra, El descendimiento de la cruz (c. 1443). La tabla permanece en el madrileño Museo del Prado, por su fragilidad y porque, sencillamente, es de esos tesoros que ni se piden ni se prestan.
De Roger a Rogier
Nuestro protagonista nació hacia 1400 con el nombre de Roger de la Pasture en Tournai, hoy una ciudad de la demarcación valona de Bélgica y por entonces una villa francesa que se iba quedando rodeada por las posesiones de Felipe el Bueno, duque de Borgoña.
Van der Weyden no solo ejecutó encargos públicos para la ciudad o para la corte borgoñona, sino también para grandes familias italianas, como los Medici o los Sforza.
Durante los primeros compases del siglo XV, Tournai era un importantísimo foco artístico, porque allí tenía su taller Robert Campin, el pintor que rompió con el hieratismo gótico en las tierras del norte, padre de la escuela primitiva flamenca de pintura. Bajo sus órdenes efectuó con toda probabilidad su aprendizaje el joven Roger, que en 1432 abrió su propio taller.
Tournai, sin embargo, no dejaba de ser una villa pequeña que, además, estaba aquejada de continuos conflictos gremiales. El futuro de Roger estaba en el norte, en los territorios de habla flamenca, inmersos en un crecimiento demográfico y económico que obraba maravillas sobre la demanda de artistas. En 1435 nuestro pintor se instaló en Bruselas, ciudad de la que era oriunda Elisabeth Goffaert, su esposa desde mediados de la década de 1420. Bruselas era la capital del ducado de Brabante, recién heredado por Felipe el Bueno, y las autoridades estaban empeñadas en conseguir que la deambulante corte de éste pasara el máximo tiempo allí. Se habilitó un campo para torneos y justas, se agrandaron parques y no se reparó en gastos (y préstamos) para reformar el palacio ducal según el gusto del aristócrata.
Otra de las medidas fue crear el puesto de pintor de la villa, que fue a parar a Roger en 1436. Así fue como Roger de la Pasture aflamencó su nombre a Rogier van der Weyden. Desempeñó el cargo toda su vida, y para el más allá –la muerte le visitó en Bruselas en 1464– se ganó una tumba en la catedral de Santa Gúdula de la actual capital belga.
No solo ejecutó encargos públicos para la ciudad o para la corte borgoñona (que, ante tanto lujo ofrecido, recaló bastante en Bruselas). Gracias al cosmopolitismo mercantil de los Países Bajos, la reputación del pintor se extendió y recibió encargos de todo el continente. Juan II de Castilla, por ejemplo, le encargó en 1445 el Retablo Miraflores para la cartuja burgalense del mismo nombre. También pintó para las grandes familias italianas, como los Medici o los Este, con las que pudo entrar en contacto cuando viajó a Roma para el Jubileo de 1450. Los milaneses Sforza incluso le enviaron a un joven para que lo formara como aprendiz. Por otra parte, Van der Weyden nunca cerró su taller original de Tournai, que supervisaba un sobrino. Arte y empresa iban de la mano sin reparos.
Mares de dudas
El catálogo de Van der Weyden es un laberinto de atribuciones. Las obras en aquellos tiempos no se firmaban ni databan y, en muchos casos, se han perdido los marcos originales, que podrían contener valiosas inscripciones. Si un maestro tenía bien enseñados a sus ayudantes y aprendices, ni las más modernas tecnologías son capaces de desentrañar con exactitud cuál es una pieza del maestro y cuál del taller.
De las tres tablas que consiguen el mayor consenso como auténticos Van der Weyden, dos están en España, compradas en su día por Felipe II: El Descendimiento del Prado y La Crucifixión de Scheut, pintada para la cartuja homónima en Anderlecht y hoy ubicada en el Monasterio de El Escorial. La tercera es el Retablo Miraflores , un encargo español, pero hay que viajar a Alemania para verlo, en el Staatliche de Berlín.
Cuando se organizan grandes exposiciones es habitual que vayan respaldadas por el trabajo de un comité científico que, en muchas ocasiones, puede darle un giro al catálogo de un artista. Estos cambios de autoría, dicen los académicos, no rebajan o degradan una obra: pensar así es un garrafal anacronismo. Por aquella época se hablaba sin tapujos de talleres, y no de artistas. De hecho, la figura del asistente o ayudante, pese a esa idea romántica que progresivamente fue rodeando a la figura del artista, nunca dejó de existir en los siglos posteriores: ¿cómo si no iba Rubens a embellecer una iglesia con más de treinta pinturas de una tacada? ¿O cómo podría Tintoretto decorar un edificio veneciano sin dejarse allí media vida?
Este texto se basa en un artículo publicado en el número 500 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .