Amuletos, pócimas y cuarentena: así se defendían antes de las pandemias
Salud pública
Los remedios para evitar contagios en los viejos tiempos iban del vinagre al opio, pasando por extravagantes “EPI” y flagelaciones
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Cuando ahora nos desesperamos por la falta de vacunas y la escasez de mascarillas eficaces, respiradores, guantes de látex y espacio en cuidados intensivos, debemos recordar también lo afortunados que somos en pleno siglo XXI. Las mascarillas no se universalizaron en los quirófanos hasta los años veinte, el primer respirador y las primeras vacunas contra el virus de la gripe no se descubrieron hasta los años treinta, las unidades de cuidados intensivos no existían antes de los cincuenta y la industria no produjo guantes de látex hasta 1964.
La Covid-19 habría resultado mucho más desesperante y letal tan solo décadas atrás. Era el mundo de nuestros abuelos. Y, sin embargo, ellos podían sentirse afortunados porque no habían nacido en un escenario tan precario como el de sus padres, en el siglo XIX.
Hasta 1896, únicamente podían recurrir a dos vacunas: la de la rabia y la de la viruela. Además, sus médicos solo habían empezado a profesionalizarse (se crearon unos registros oficiales que imponían requisitos mínimos de experiencia y formación para poder inscribirse), y sus cirujanos operaban, hacían cesáreas y amputaban sin guantes, sin mascarillas y hasta sin lavarse las manos .
La túnica de los médicos, de piel gruesa, se engrasaba para que resbalasen los fluidos de los enfermos
A pesar de siglos de plagas con decenas de millones de muertos, no existía ningún organismo internacional que ayudase a coordinar las respuestas de los estados frente a un brote infeccioso que traspasase fronteras. Se odiaban y temían demasiado.
Durante la mayor parte del siglo, la lucha contra las pandemias dependió de dos grandes fenómenos que nada tenían que ver, directamente, con ellas. El primero fue la prosperidad que trajo el apogeo de la Revolución Industrial , que permitió duplicar el PIB mundial y que millones de personas, sobre todo en los países desarrollados, accediesen a una dieta cada vez más saludable y variada. La población se defendió de las enfermedades comiendo mejor.
El segundo fenómeno fue el despegue de la limpieza de las ciudades. El historiador Roy Porter explica en su ensayo The Greatest Benefit to Mankind que las nuevas infraestructuras urbanas de alcantarillado y tratamiento de las aguas residuales, los sistemas de filtrado del agua potable o la renovación total de los barrios más deprimidos ayudaron a reducir las muertes por enfermedades infecciosas como el tifus, la tuberculosis, la tos ferina, el sarampión, la disentería y la poliomielitis. Las mejoras en la potabilización y el filtrado del agua redujeron las probabilidades de otro brote de cólera .
A pesar de esos sistemas de saneamiento, de la nueva nutrición y hasta de grandes avances científicos como la expansión de la asepsia hospitalaria o el descubrimiento de las vacunas de la última década del siglo XIX contra la peste , el cólera y el tifus, las sociedades no fueron capaces de evitar que, por ejemplo, la pandemia de la gripe española segase la vida de más de 50 millones de personas entre 1918 y 1921. Era evidente que la población del siglo XIX no había estado bien protegida.
Y, sin embargo, una vez más, esa misma población podía mirar con piedad y con horror las armas con las que habían combatido sus abuelos y bisabuelos las pandemias. Los nietos, al fin y al cabo, solo conocían a los siniestros “médicos de la peste” del siglo anterior por las historias que sus mayores les habían contado... Igual que conocemos nosotros la inconcebible devastación de la gripe de 1918 .
Un traje de “protección”
La túnica de aquellos médicos del XVIII era de piel gruesa y se engrasaba o enceraba para que resbalasen los fluidos corporales de los enfermos. Cubrían sus caras con unas máscaras siniestras de nariz picuda, que se rellenaban de hierbas aromáticas y paja, un aislante natural. Tenían dos agujeros con lentes de vidrio a la altura de los ojos.
Enviaban a los médicos a posibles focos de infección sabiendo que su formación quizá fuera insuficiente
Los médicos llevaban, además, un sombrero negro, botas y un bastón de madera para examinar a los pacientes sin tocarlos, para hacer indicaciones a la familia manteniendo la distancia o para defenderse de los desesperados. A veces daban fe de los testamentos y realizaban autopsias a los cadáveres para confirmar la causa del fallecimiento.
Los líderes de las ciudades los enviaban a posibles focos de infección sabiendo que su formación quizá fuera insuficiente (aunque podían practicar sangrías y ofrecer “remedios”, nadie tenía que cumplir ninguna condición para ejercer la medicina), que muchos de ellos enfermarían (la probabilidad de contagio, incluso con el traje puesto, era elevada) y que aterrorizaban a quienes pretendían salvar. Constituían una confirmación de la peste incluso antes de cualquier autopsia. No eran la imagen del remedio. Eran la imagen de la enfermedad y de la muerte. De una familia condenada.
Las hierbas aromáticas de sus máscaras delatan la penosa ingenuidad de estos médicos, que esperaban que la fragancia del ámbar gris o las hojas de menta los mantuvieran a salvo. Creían que el olor putrefacto –y no, por ejemplo, las picaduras de las pulgas infectadas– era lo que transmitía la muerte negra. No nos sorprende demasiado, porque Daniel Defoe ya nos había enseñado en el Diario del año de la peste (1722) que algunos de sus protagonistas “se protegían” mascando ajo y tabaco, y “perfumándose” el pelo, la ropa e incluso los pañuelos que se llevaban a la boca con vinagre.
La población también intentaba defenderse de otras formas. Los alcaldes reclutaban grupos de gente con escasos conocimientos médicos para irrumpir en las viviendas de los sospechosos de infección que no querían ir a morir o dejar que sus hijos murieran solos en los hospitales. Las familias se negaban a separarse y, a veces, los grupos confundían a los enfermos con los sanos.
Durante la arremetida de las pandemias, también se combatía el “olor fétido” (la pestilencia) de animales y cosas. Para ello, sacrificaban gatos y perros callejeros (también ratas), prestaban atención a la limpieza de las calles, los comercios pedían a sus clientes que las monedas de los pagos se depositasen en recipientes con vinagre y echaban, por ejemplo, cal viva sobre todo lo que hubiera podido tocar un infectado.
En ocasiones, se perfumaban los muebles y las casas, se limpiaba y sacudía la ropa con más frecuencia y se desconfiaba del aire nocturno, que podía embozar la pestilencia en la oscuridad. Como la falta de higiene era una de las causas naturales del mal olor, algunos creían que eso justificaba el acoso de colectivos “sucios”, como los vagabundos, las prostitutas y los judíos. A estos últimos se les atribuía un hedor repulsivo de origen, probablemente, diabólico.
Más de la mitad de los pacientes de los hospitales se contagiaba de una enfermedad que no tenía al entrar
Veneno contra veneno
El médico español Pedro Castaño popularizó durante la pandemia de peste de Ferrara en el siglo XVII una solución que, supuestamente, prevenía la enfermedad. Algunos de sus ingredientes eran la mirra, el azafrán y el veneno de víboras y escorpiones. Según sus instrucciones, había que aplicársela así: primero, se encendía un fuego de maderas aromáticas con el que se calentaba la ropa, se acercaba el torso a la llama y se frotaban el pecho –sobre todo la parte del corazón– y la garganta. Después de aquello, advertía Castaño, había que lavarse las manos, y a veces también el resto del cuerpo, con una solución de agua y vino o vinagre macerado con pétalos de rosas.
Tal vez los médicos de la peste que visitaban a los infectados llevasen consigo soluciones “preventivas” como la de Castaño, pero las más utilizadas y extendidas en Europa eran las triacas, algunas de las cuales se suponía que curaban. Estas fórmulas, dispensadas por un farmacéutico, se producían a base de opio y hierbas aromáticas y gozaban de popularidad, porque acumulaban siglos de vida (¡Galeno les había dedicado todo un tratado!) y muchos de los ingredientes se podían variar. Juan Francisco Capello incluyó las triacas en 1721 en su interesante y estrambótico Epílogo de maravillosos, y experimentados antídotos contra la peste .
Las figuras solitarias de los médicos de la peste también sugieren otro de los frágiles escudos que utilizaban las poblaciones contra las pandemias en la antigüedad: el aislamiento. Las cuarentenas , que aparecieron en los barcos de ciudades portuarias a finales del siglo XIV, fueron ganando sofisticación con el paso del tiempo.
En el siglo XVII en Ferrara, por ejemplo, se internó a los infectados y sospechosos de infección en hospitales, que no eran mucho más que campos de internamiento de enfermos plagados de fosas comunes. Los cuerpos de los fallecidos no se recuperaban.
Los ferrarenses instalaron esas miserables instituciones hospitalarias (llamadas lazaretos) fuera de los muros de la ciudad. Después, sellaron esos muros con una vigilancia permanente que incluía personal sanitario y, para entrar, se exigían unos documentos que acreditasen que el viajero provenía de una región sin peste. Los vigilantes se fijaban en cualquier posible manifestación de la enfermedad que se quisiese esconder.
Pero la soledad del médico de la peste dice algo más sobre los riesgos y la precariedad de su oficio. Entre los años 1500 y 1800, según un análisis reciente de tres investigadores de la Universidad de Nebraska, en los hospitales británicos y luego estadounidenses, a veces, parte de los cuidados los proporcionaban otros enfermos, presos de una cárcel o pobres que no tenían donde ir.
Y eso solo es el principio. Casi el 10% del personal sanitario no sobrevivía, las epidemias eran comunes, más de la mitad de los pacientes se contagiaba de una enfermedad que no tenía al entrar y el 25% de los que llegaban terminaba muriendo. Era milagroso que una mujer no falleciese por una cesárea. El instrumental médico no se limpiaba, y algunos facultativos lucían las manchas de sus atuendos como lo haría un general con sus medallas.
Algunas aglomeraciones para pedir la clemencia de Dios se convertían en grandes focos de muerte y contagio
Indudablemente, la defensa tradicional más popular, antigua e íntima contra las pandemias es la religión. Por eso, en lo más profundo de sus embestidas, las víctimas rezaban con tanta devoción ante sus imágenes y amuletos bendecidos para no perder la esperanza.
A veces organizaban procesiones multitudinarias para pedir la clemencia de Dios. Aunque, como sucedió con la que emprendió el papa Gregorio Magno en el siglo VI, algunas aglomeraciones se convertían en grandes focos de muerte y contagio, no faltaron los grupos de penitentes que desfilaban, vestidos de blanco, dándose latigazos y portando pesadas cruces.
Quizá el ejemplo más triste de esa desesperación fuese el de esos enfermos que, según cuentan algunos autores, esperaban que los doctores de la peste les golpeasen con sus bastones para pedir perdón por sus pecados. ¿Qué habrían hecho para merecer semejante castigo? ¿Qué?