Epidemias y política: la peste que acabó con el poder de Atenas
Antigua Grecia
Como ha ocurrido con el coronavirus, las aglomeraciones en la Atenas de Pericles espolearon la propagación de una plaga que sentenció a una polis en su mejor momento
En el verano de 430 a. C., Atenas había alcanzado su apogeo. Aquella polis, que apenas dos siglos antes era tan solo una más del Ática, había efectuado un laborioso ascenso gracias a las iniciativas políticas de personajes como Solón, Pisístrato y Clístenes.
En el siglo V a. C. ya era uno de los estados más pujantes de la antigua Grecia. Democrática, intelectual y mercantil, afianzó su hegemonía en el ámbito heleno gracias a su protagonismo en las guerras médicas contra los persas.
Pericles quería imprimir en la sociedad ateniense la mesura, la armonía y la belleza
En estas contiendas encabezó la Liga de Delos, cuyos recursos económicos y navales terminó absorbiendo. Pocos años después del conflicto subía al poder el hombre que llevó a Atenas a su cúspide histórica. Sus conciudadanos lo llamaban ”cabeza de cebolla” por tener el cráneo alargado...
El siglo de Pericles
Alto, esbelto, de pelo tirando a rubio y barba bien recortada, Pericles democratizó aún más la polis, incrementó la supremacía ateniense en la coalición de Delos, acordó la paz con los persas y debilitó a Esparta, la gran rival.
Se dedicó, además, a un ambicioso programa de edificaciones. En el campo de la defensa, reforzó las murallas urbanas en previsión de contiendas que, en efecto, se desencadenaron. Algunos de estos muros se extendían hasta el puerto de El Pireo. Conectaban la capital con la fuente de su prosperidad, una flota de 300 naves con que Atenas dirigía el universo egeo.
Sin embargo, el esplendor constructivo tuvo escenario en la ciudadela alta, la Acrópolis. Allí, a partir de la paz con los persas –que habían arrasado el promontorio ceremonial durante las guerras médicas–, Pericles, amigo personal de filósofos, escritores y artistas, encargó al escultor Fidias y al arquitecto Ictino una completa reconstrucción.
Tres conceptos debían primar en estos trabajos: la mesura, la armonía y la belleza. Los mismos que el estratego buscaba imprimir en la sociedad. Hubo quien se quejó de que los esfuerzos constructivos eran extravagancias, un empleo abusivo del erario de la ciudad y la confederación. Pero es probable que incluso estos detractores quedaran perplejos al contemplar los proyectos concluidos.
El sobrio y monumental Partenón, con frisos esculpidos, como el de las Panateneas, por la mano inspirada de Fidias. O la entrada de mármol al complejo, los Propileos. Era la apoteosis del estilo clásico griego. Otros artistas, por entonces, perfilaban estatuas igualmente paradigmáticas, como el magistral Discóbolo de Mirón.
Una ciudad bulliciosa
Pericles también fomentó viejas festividades (como las Panateneas de verano, las Dionisias primaverales o los arcaicos misterios de Eleusis). Los símbolos de Atenas brillaban como nunca. En festivales sagrados como estos, algunos panhelénicos, concursaban creaciones teatrales. Por ejemplo, las del anciano Esquilo, que presentó en aquella época la trilogía La Orestíada.
También destacaban escritores revolucionarios como Eurípides, con Alcestes y Medea, o el más sosegado Sófocles, futuro autor de la serie sobre Edipo. Durante las tres décadas del denominado siglo de Pericles, podía vérselo por las calles, plazas y jardines de la ciudad hablando con dramaturgos, escultores como Fidias y Mirón y filósofos como Anaxágoras.
No tenía una relación tan estrecha con el hombre más sabio de Grecia, un picapedrero considerado como tal porque reconocía, mientras proliferaba la charlatanería de los sofistas, que no sabía nada. Se trataba de Sócrates, un vago, según su esposa, que sin embargo marcaría un antes y un después en la filosofía.
El Ática invadida
No todo era ideal en la polis del Ática. Aunque Pericles asistía a la población desfavorecida mediante el reparto gratuito de trigo, subvenciones diversas e incluso abonando la asistencia a las fiestas y asambleas públicas, el bienestar no llegaba a vastos sectores.
Había unos 30.000 ciudadanos atenienses. Estos participaban en la administración del estado, fueran propietarios de tierras, barcos, minas y factorías o pequeños comerciantes, artesanos, obreros y campesinos. Hasta los zetas, el peldaño más bajo de los hombres libres, podían intervenir en el gobierno, y los extranjeros, los metecos, estaban amparados por las leyes.
Sin embargo, la floreciente Atenas albergaba además una ingente cantidad de esclavos, cerca de medio millón. Vivían en la miseria, en barriadas hacinadas, sin derechos, aunque se los tratara en general con humanidad. Fue en esta población marginal, que multiplicaba por diez el censo electoral, donde prendió con mayor saña una tragedia no escénica, sino espantosamente real, en el verano de 430 a. C.
Atenas, durante la guerra, se había superpoblado con los evacuados rurales y con las tropas aliadas
Hacía un año que había empezado la gran guerra del Peloponeso, en la que Atenas luchaba contra Esparta. Arquidamos, rey de esta última, había invadido el Ática. Convirtió la región en un infierno. Masacraba a los habitantes, incendiaba las viviendas, destruía las cosechas.
Las multitudes, despavoridas, marcharon a la capital. Necesitaban protegerse tras las murallas, pues la táctica de Pericles consistía en abandonar los campos al enemigo hasta que este, escaso de suministros, tuviera que retirarse.
Era un plan inmisericorde, pero el más sensato. Porque las escuadras de la Liga de Delos, entretanto, bloqueaban los puertos del Peloponeso, región dominada por Esparta. Los espartanos, sin víveres, tendrían que abandonar. Lo hicieron en un mes. Pericles había acertado. Sin embargo, se avecinaba una calamidad más letal que las armas.
Pánico
Atenas, acuartelada, se había superpoblado con los evacuados rurales y con las tropas aliadas de la Liga de Delos. Se alojaba a estos civiles y militares en barracas, templos, tiendas, a la intemperie. Si se suma a estos contingentes el medio millón de esclavos en condiciones insalubres y los miles de ciudadanos que se amontonaban también en una capital caótica, se adivina la delicada situación social latente a los pies del Partenón. Todavía quedaban reservas de alimentos, pero aumentó la criminalidad y se resintió la salud pública.
Fue en este momento crítico cuando, por sorpresa, se abalanzó sobre Atenas la mayor catástrofe imaginable. Llegó al vecino puerto de El Pireo oculta en barcos de Oriente o de Egipto, invisible y mortífera. Era la peste.
Hubo tres brotes de esta enfermedad fulminante. El primero, aquel verano; el segundo, al verano siguiente, y el mal reapareció en el invierno de 427 a. C., cuando parecía erradicado, para prolongarse un poco más y por fin desvanecerse.
Aunque se conoce por peste de Atenas a este horrible episodio de la Antigüedad, la enfermedad concreta sigue siendo un misterio. Los historiadores actuales de medicina aventuran que pudo tratarse de tifus, peste bubónica, escarlatina, una fiebre hemorrágica como la del ébola o una combinación de las anteriores.
Sin salud ni moral
El único beneficio que deparó la plaga fue que los espartanos, por miedo al contagio, detuvieron inicialmente la guerra. Entretanto, Atenas no solo soportaba la mayor epidemia de la Grecia clásica, que acabaría con un tercio de la población. La enfermedad también eliminó la moral.
No había cura para la peste. Hipócrates ensayó unas fumigaciones eficaces, pero eran una gota en el mar. Caían hombres y mujeres, fuertes y débiles, ricos y pobres, jóvenes y ancianos.
Debido al hacinamiento, se contagiaban unos a otros, morían por miles, sobre todo en los barracones de los refugiados y los esclavos. Reinaban la confusión y el desánimo. Los cadáveres se apilaban en casas y templos. Los agonizantes se arrastraban por las calles o se desmayaban en las fuentes, ansiosos de agua.
Las víctimas eran abandonadas por los suyos por miedo. Los pocos que atendían a los enfermos no tardaban en sucumbir. Muchos médicos fallecieron en la primera oleada. Solo quienes habían sobrevivido a la epidemia eran inmunes a sus efectos letales, pero no a una dolorosa recaída.
Con la plaga física llegó otra de escepticismo. Dejaron de observarse el decoro y la ética en Atenas
Los atenienses perdieron la fe en los dioses y en la humanidad. Con la plaga física llegó otra de escepticismo. Dejaron de observarse el decoro y la ética. Algunos quemaban a sus difuntos en la pira del vecino, en la de cualquiera. Ni siquiera los perros y las aves carroñeras se acercaban a Atenas. La ciudad estaba podrida.
Maldito Pericles
¿Qué sacrilegio había cometido la polis para merecer ese odio de los dioses? Debía existir alguna culpa. O, mejor, un culpable. ¿Quién podía ser el responsable de tanto horror? Los dedos de los oligarcas y los demagogos, es decir, de los extremistas, señalaron al demócrata Pericles. La guerra, la invasión, la devastación, la superpoblación y ahora la peste. Eran infortunios causados por decisiones suyas, decían.
La campaña de derribo del estratego comenzó cebándose en sus allegados. Su esposa, la libre Aspasia, fue acusada de impiedad. Luego llegó el turno de Fidias, el artífice del Partenón. Se lo procesó por desfalcar a la polis con sus obras. El noble Pericles, anciano, defendió a ambos consternado por la incredulidad y la indignación.
Finalmente, el propio estratego, que siempre había antepuesto los intereses de su polis a los suyos, fue llamado a declarar en defensa propia. Fundamentó como el gran orador que era cada una de sus medidas. Sin embargo, fue multado con cincuenta talentos, una suma totalmente desproporcionada. Humillado, dimitió.
Pero la guerra continuaba y llegó el segundo rebrote de la epidemia. El pueblo, angustiado de nuevo, recapacitó y solicitó al viejo Pericles que volviera a asumir el control. Este accedió feliz. Atenas era su vida. Sin embargo, el mandatario falleció en pocos meses. Como tantos otros, a causa de la peste.
El ocaso de un ideal
Después llegó la hora de gobernantes como el demagogo Cleón, que prolongó el conflicto armado hasta el desastre; del brillante pero egoísta Alcibíades, que cambió de bando según el viento; de numerosos líderes que hundieron a la polis ática en una decadencia que culminó con la derrota definitiva ante Esparta. Hacía tiempo que la peste había pasado. No obstante, sus secuelas seguían presentes.
No se acabó la cultura con la muerte de Pericles. Se erigió en la Acrópolis el templo de Atenea Niké y la joya de estilo jónico llamada Erecteion, santuario de Atenea y Poseidón. Eurípides continuó escribiendo tragedias innovadoras como Electra o Las bacantes. También Sófocles, en cuyo Edipo rey, estrenado poco después de la epidemia masiva, proclamó la necesidad de mantener la fe en los dioses y las instituciones, en la civilización, ante el misterio del destino. Aristófanes escenificó comedias y Platón tomó el testigo filosófico de Sócrates.
Pero Atenas estuvo sentenciada desde la peste. La guerra del Peloponeso en primer lugar y las hegemonías macedónica y romana después la relegaron en la historia. Se convirtió en un recuerdo, en la añorada evocación de cuando una generación, el siglo de Pericles, quiso dar vida a un estado ideal. Lo regían la prosperidad, el afán de verdad, equidad y justicia y, ciertamente, el amor por la belleza.
Este artículo se publicó en el número 443 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.