Daniel Defoe y el “coronavirus” del siglo XVII
Paralelismos
El autor de ‘Robinson Crusoe’ escribió una novela sobre la Gran Plaga en Londres con detalles que hoy suenan familiares
En estos días, muchos se han dirigido a las estanterías en busca de títulos como La peste, de Albert Camus, o Los novios, de Alessandro Manzoni. Hay otro libro quizá menos conocido, pero igual de interesante para comprender lo que vivimos hoy: Diario del año de la peste, una brillante crónica novelada de Daniel Defoe que describe el ambiente de Londres durante la epidemia de peste entre 1664 y 1666.
La obra de quien escribiera Robinson Crusoe no es una novela al uso, tampoco un relato histórico, un libro de memorias o una crónica periodística. Defoe –que tan solo contaba cuatro años de edad cuando la peste llegó a la capital británica– crea aquí un fascinante relato de “recuerdos inventados” escrito en primera persona, un collage literario que entremezcla datos estadísticos, presuntos testimonios, “leyendas urbanas”, anécdotas y, quizá, algunos vagos recuerdos de infancia.
Como apunta José C. Vales en la introducción a la estupenda edición de Impedimenta (2010), el libro, publicado en 1722, estaba destinado a “servir de advertencia y prevención ante la llegada de otra epidemia”. Defoe recurrió a tratados de divulgación médica sobre la peste, y aunque no aspiraba al rigor del documento científico o histórico, eso no impidió que su Diario acabara convertido en un referente para comprender el impacto de la plaga entre los ciudadanos de su tiempo.
La Gran Plaga terminó con la vida de 70.000 personas en una ciudad con una población estimada de 460.000
Con su visión heterodoxa, Defoe consiguió, de paso, derrocar los límites entre géneros y registros literarios. El resultado es una brillante pieza “híbrida” que parece anticipar en varios siglos las estrategias del “falso documental” popularizado por el medio cinematográfico.
La Gran Plaga
Como explica el escritor Peter Ackroyd en Londres: una biografía (Edhasa, 2002), la capital británica ha vivido a lo largo de su historia los estragos provocados por diversas epidemias. Tras la peste negra de 1348, en los siglos XV y XVI la enfermedad regresó a la ciudad hasta en seis ocasiones más. Pero la peor llegó en el XVII. Fue la Gran Plaga, una epidemia de peste bubónica que pudo llegar a través de unos navíos que portaban telas de Holanda. Esta brutal oleada terminó con la vida de 70.000 personas en una ciudad con una población estimada de 460.000.
Aunque la enfermedad se extendió a lo largo del país, se consiguió dejarla atrás en 1666. Entre los factores que se consideran determinantes para su erradicación destaca el Gran Incendio de Londres, que se originó el 2 de septiembre de ese año en una panadería de Pudding Lane, dejando sin hogar a unas 80.000 personas.
Ciencia y superstición
La lectura del Diario provoca inevitables paralelismos con nuestra situación. Al inicio del libro, cuando el desarrollo de la enfermedad es aún incierto, el narrador duda sobre si permanecer en la ciudad para seguir atendiendo su negocio o huir para tratar de preservar su vida. Su hermano intenta convencerlo para ir al campo, pero él opta finalmente por quedarse, pensando que cuenta con cierto favor divino; algo de lo que se arrepentirá en ocasiones posteriores.
Sus pensamientos oscilan con frecuencia entre la construcción de argumentaciones lógicas y las invocaciones a los designios de la Providencia. Pero, pese a sentirse protegido por Dios, enseguida empieza a encontrarse mal, lo que inevitablemente alienta sus aprensiones, que prefiere no revelar a su entorno. Como él mismo explica, “era una época muy mala para estar enfermo, ya que si uno se quejaba, inmediatamente decían que tenía la peste”. Por suerte, se recuperará poco después.
En los primeros días, los londinenses continúan discurriendo por la ciudad con cierta normalidad, como si no quisieran asumir del todo la nueva situación, pero poco a poco empiezan a llegar noticias preocupantes que provocarán el confinamiento, primero por decisión ciudadana y, más tarde, dictado por las autoridades. Los más adinerados huyen de la metrópoli sin pensárselo dos veces.
La confusión era patente entre los hombres de ciencia, lo que no contribuía a tranquilizar los ánimos colectivos
El narrador, por su parte, sigue atendiendo sus negocios como puede, y en sus desplazamientos empieza a descubrir un Londres cada vez más vacío, casi espectral, con todas las hospederías y las posadas clausuradas. Los rostros de los ocasionales transeúntes exhiben “aflicción y tristeza”; a medida que avance la plaga, esa desolación se convertirá, en algunos casos, en pura demencia.
Los hay que empiezan a dejarse llevar por las supersticiones. Según algunos testimonios de la época, un cometa apareció en el cielo meses antes de la Gran Peste. Una estrella brillante muy parecida regresó dos años después, justo antes del Gran Incendio. Para “las viejas, y los flemáticos e hipocondríacos del otro sexo, a los que casi podría llamar también viejas”, ambos eran claros presagios de un castigo ultraterreno.
La confusión era patente entre los hombres de ciencia, lo que no contribuía a tranquilizar los ánimos colectivos. La principal dificultad era identificar a aquellos “cuya respiración era letal y cuya transpiración era veneno”, pero cuyo aspecto era el mismo que el de cualquier otro. Algunos médicos sostenían que se podía reconocer a los enfermos por el hedor de su respiración, pero nadie quería estar lo suficientemente cerca de ellos como para hacer las comprobaciones.
Este clima de perplejidad científica propició que surgieran los embaucadores que ofrecían encantamientos, filtros, exorcismos o amuletos para librarse de espíritus malignos. La peste removió conciencias y forzó a los ciudadanos a recapitular sobre sus vidas: “Podía escucharse a la gente, incluso al pasar por las calles, implorando a Dios clemencia, diciendo: ‘He sido un ladrón, he sido un adúltero, he sido un asesino’, y cosas similares”, nos dice Defoe.
El confinamiento y otras medidas
Ya en la primera fase de la irrupción de la plaga se despertaron los temores, incluso entre los sacerdotes o los enterradores, “que eran los hombres más endurecidos de la ciudad”, a entrar en ciertos hogares. Cuando la enfermedad fue avanzando, el Colegio de Médicos publicó diversos consejos de salud para los más pobres, a fin de combatir las informaciones falsas de aquellos que querían sembrar aún más caos o aprovecharse de la situación. Los magistrados tomaron medidas públicas; la primera, el orden del cierre de los hogares , lo que ya entonces dio buenos resultados, consiguiendo que el número de infectados remitiera con cierta rapidez.
Se prohibieron los festejos y se ordenó detener a los mendigos para que no pulularan por la ciudad
Defoe explica que la obligación de cerrar viviendas se tomó por primera vez en la plaga de 1603, mediante una ley dictada por el Parlamento británico. Además, se publicaron órdenes para que una serie de figuras públicas ayudaran y dispusieran como fuera necesario de los infectados.
Entre esas figuras destacaban los “examinadores”, encargados de averiguar qué casas y personas habían sido infectadas, para que las autoridades tomaran medidas de restricción de circulación. Había también “vigilantes”, que se aseguraban de controlar los movimientos en dichos hogares, y mujeres “investigadoras”, que debían averiguar las causas de fallecimiento de cada parroquiano a su cargo.
Asimismo, hubo ordenanzas específicas sobre limpieza de las calles y los alimentos, se prohibieron los festejos y diversiones y se ordenó detener a los mendigos para que no pulularan por la ciudad.
El narrador confiesa que, al principio, “fue uno de estos irreflexivos que no acumularon provisiones”, pero cuando la peste se hizo presente en todas partes empezó a comprar víveres para atrincherarse el mayor tiempo posible en el hogar. Allí se dedicó a leer libros y anotar sus impresiones de cuanto sucedía, y también a encomendarse todos los días a Dios.
Finalmente, parece que las oraciones surtieron efecto. Al menos es lo que piensa el protagonista, que no duda en atribuir la erradicación de la peste a que, llegados a cierto punto, “Dios quiso desarmar al enemigo, arrancándole el veneno del aguijón”.
En el último tramo, el libro describe un momento al que todos ansiamos llegar lo antes posible, aquel en el que por fin los ciudadanos volvieron a tomar las calles. “Fue entonces –nos dice el narrador– cuando las gentes abandonaron todas las precauciones, y demasiado pronto”.
Esperemos que, en el caso de la Covid-19, sepamos graduar bien la desescalada y evitemos rebrotes graves. Solo así conseguiremos que esta epidemia acabe formando parte del pasado, como lo es esa Gran Plaga que tan bien supo describir Defoe.