Con la comida no se juega
Control alimentario
La lucha por establecer mecanismos de control para garantizar la higiene alimentaria representaría la gran revolución civil del siglo XIX
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Fue un punto de inflexión electrizante y definitivo. Desde finales del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial emergieron en Estados Unidos los grandes lobbies empresariales y las mujeres como protagonistas del debate público, se configuró una sociedad civil masiva e indignada ante los abusos que reveló el periodismo de investigación y se debatieron por primera vez las fake news. La comida y la bebida reflejan como ningún otro asunto estas enormes transformaciones.
Los grandes lobbies empresariales ascendieron cuando influyentes negocios privados vieron con alarma que las regulaciones recortaban sus beneficios, que los nuevos competidores segaban frenéticamente la hierba bajo los pies de los operadores tradicionales con conexiones políticas y que buena parte de la población sospechaba que sus productos estaban adulterados.
Los economistas Marc Law y Gary Libecap ponen como ejemplo la “guerra de la margarina”. La margarina, apuntan, era más barata que la mantequilla, y empezó a triunfar entre la clase media baja a finales de 1870.
La era de los grupos de presión, que llega hasta hoy, había comenzado
En consecuencia, los lobbies del sector lácteo americano la llamaron “falsificación grasienta”, y presionaron a los políticos para que forzasen a los productores a cambiarle el color, de modo que nadie la confundiese con la mantequilla. También consiguieron restringir su uso haciendo que se prohibiera en pensiones, restaurantes y prisiones..., e impulsando la creación de distintos impuestos que aumentasen su precio de venta.
Los consumidores y las empresas perdedoras aprendieron una lección: había que organizarse en lobbies para defender sus intereses. La era de los grupos de presión, que llega hasta hoy, había comenzado. Lo de la “falsificación grasienta” tenía su aquel. En Estados Unidos, igual que en muchos países avanzados en Europa, cundía a finales del siglo XIX la sospecha de que los alimentos estaban adulterados, porque la opacidad sobre su procesado era total y no se respetaban las más elementales normas sanitarias.
Los lobbies de la industria láctea sugerían que la margarina era la falsificación adulterada de la mantequilla, cuando eran ellos los que adulteraban la mantequilla con margarina para reducir costes. Sabían que no era una acusación menor. Hablamos de una época en la que los fabricantes de comida en lata incorporaban glucosa y sustancias químicas en sus alimentos sin avisar a nadie ni conocer con certeza las consecuencias. El objetivo era que durasen más.
Las parejas de muchos de los soldados estadounidenses que participaron en la guerra de 1898 contra España denunciaron que sus novios y maridos se habían intoxicado con conservas en mal estado. Aquello resultaba verosímil, y el escándalo fue monumental.
Mujeres y líderes
En la mayoría de las democracias avanzadas, no se pueden separar el ascenso del protagonismo de las mujeres como consumidoras y su avance hacia la igualdad y el derecho a votar. Tanto la General Federation of Women’s Clubs como la Women’s Christian Temperance Union fueron esenciales en la lucha por la higiene y la salubridad de la comida y la bebida en Estados Unidos. Sin ellas no se entendería la posterior regulación de la ley seca.
Empinar el codo, decían, no solo era malo para la salud, sino que también destrozaba la armonía de los hogares y reducía a los seres humanos a criaturas estúpidas y manipulables en manos de populistas. Las mujeres activistas utilizaron la bolsa de la compra y su posición como administradoras de los hogares, convertidos en pilares de la incipiente sociedad del consumo, como arma política.
Su influencia organizada podía doblegar a las empresas, y su indignación condicionaba las decisiones de los políticos, a los que, por el momento, no podían elegir. En parte gracias a ellas, el Senado estadounidense tuvo que publicar un informe en 1902 que resumía todas las evidencias hasta la fecha de la adulteración de los alimentos.
Ellen Richards, la primera mujer que entró en el MIT (Massachusetts Institute of Technology), publicó estudios devastadores sobre la penosa higiene y salubridad de la industria. Se coronó como una de las primeras científicas de la historia que, además, fue líder de opinión. Y no es casualidad, porque fue entonces cuando surgió una hornada de mujeres admiradas, temidas e influyentes gracias a la revolución de los hogares y la higiene.
Richards se convirtió en la fundadora de la Economía Doméstica en Estados Unidos, una disciplina académica con su propia asociación de investigadores universitarios, que había contado con precursoras como Ida von Kortzfleisch en Alemania o Isabella Beeton en el Reino Unido.
En este contexto, tampoco es extraño que otra mujer, Alice Lakey, se erigiera, a principios del siglo XX, en una de las grandes activistas americanas por la salubridad de los alimentos y la mejora de las condiciones de los que los procesaban. Después se incorporó a la Academia Nacional de las Ciencias Sociales de Estados Unidos.
Gracias a líderes de opinión como ella, Harvey Wiley, legendario químico y alto funcionario del Departamento de Agricultura, alcanzó una inmensa popularidad. Wiley fue el gran promotor de las investigaciones institucionales sobre los alimentos adulterados y uno de los padres de la regulación (Pure Food and Drugs Act) que nació para acabar con los abusos.
La comida sana era imposible sin profesionales sanos, y los periodistas ya se estaban encargando de demostrarlo
Con un talento fabuloso para las relaciones públicas, llegó a crear un “escuadrón del veneno”, en el que un grupo de jóvenes voluntarios probaban, como cobayas humanos, los alimentos y las sustancias químicas que se utilizaban para fabricarlos. La estadounidense Linda Civitello cuenta en Cuisine and Culture que llegaban a ingerir hasta ácido sulfúrico, y que los experimentos tenían más ideología (contra la supuesta maldad de las empresas) que ciencia.
Ha nacido una estrella
Es interesante la conversión de Wiley en héroe romántico contra el mal, a pesar de los pies de barro de sus estudios, porque eso demuestra que los funcionarios estelares –sean meros burócratas o jueces– no son ni una cosa exclusiva de nuestro tiempo ni un subproducto de la era de la televisión. Seguramente, Oliver Wendell Holmes, magistrado del Tribunal Supremo americano, es el mejor candidato a juez estrella de principios del siglo XX.
Y en parte lo es por su voto particular en contra de la sentencia Lochner vs. Nueva York. Allí se opuso, sin éxito, a que sus compañeros declarasen inconstitucional la limitación por ley de los horarios de los panaderos neoyorquinos a diez horas al día y sesenta a la semana. La sentencia, ya mítica, revela que los activistas como Alice Lakey habían logrado uno de sus cometidos: vincular la salubridad de los alimentos con las mejoras laborales de los trabajadores implicados.
La comida sana era imposible sin profesionales sanos, y los nuevos periodistas de investigación ya se estaban encargando de demostrarlo por tierra (hechos), mar (exageración) y aire (ficción). El origen de Lochner vs. Nueva York en 1905 fue la denuncia de la decisión de unos reguladores locales que, presionados por la prensa y la población, habían limitado por ley las jornadas de los panaderos.
En 1894, el New York Press inició la alarma social al denunciar que los panaderos trabajaban cien horas a la semana en sótanos mal ventilados, donde a veces tenían que dormir, y sin cuartos de baño. Fue el principio de más revelaciones en otros medios. No se podía obviar que cualquier ser humano en esas condiciones no podía garantizar la limpieza y la calidad del pan, alimento básico para la mayoría. La primera edad de oro del periodismo de investigación es producto de este contexto.
Por lo general, eran noticias tan adulteradas como los alimentos que denunciaban
Hablamos de una sociedad en la que más del 80% sabe leer y escribir y en la que millones de personas tienen derecho a votar. Estas personas renovarían o tumbarían a sus gobernantes apoyándose muchas veces en lo que leían en unos periódicos que ya no solo eran diarios, sino que lanzaban varias ediciones al día gracias a las novedades que recibían mediante el telégrafo. Los ciudadanos también se dejarían influir por revistas con tiradas cada vez más fabulosas, que se podían repartir por todo el país a gran velocidad en tren, como McClure’s y Cosmopolitan.
Los editores de los medios supieron aprovechar (y alimentaron) las nuevas preocupaciones con contenidos ciertos y sensacionalistas. Por lo general, eran noticias tan adulteradas como los alimentos que denunciaban. A veces incurrían directamente en la mentira, y, por eso, la hoy venerable Associated Press (AP) se ganó el apelativo de “factoría de fake news”.
Precisamente, a finales del siglo XIX arrancó por primera vez el debate sobre las fake news en Estados Unidos, y una de las principales preocupaciones de los periódicos serios era que muchas cabeceras reproducían sin más los cables de AP. Esa publicación masiva les proporcionaba una apariencia de verdad a la que miles de lectores daban crédito. En ocasiones, las mentiras procedían directamente del gobierno, de las presiones de los lobbies empresariales y de los anunciantes.
Otras veces, eran los medios los que las inventaban –y aquí destacaban los del magnate William Randolph Hearst– para conseguir sus objetivos políticos o para vender más ejemplares.
La astucia de los editores
Los editores fueron muy hábiles anticipando y provocando las necesidades de anunciarse de las empresas.
En ausencia de regulaciones estrictas sobre los alimentos y con una marea de escándalos, Heinz, el imperio del kétchup, tenía que anunciarse para posicionar sus salsas como un producto sano y no adulterado. Aquello, por supuesto, permitiría que sus salsas se consumieran más y que sus clientes pagasen (con gusto) más por ellas.
La empresa aseguraba que les había declarado la guerra a las bacterias y que sus trabajadoras, en un alarde de limpieza, disfrutaban de duchas calientes y manicura en sus instalaciones. Heinz también fue una de las compañías que más presionaron para que la Pure Food and Drugs Act saliera adelante.
Naturalmente, la primera edad de oro del periodismo de investigación no se debía en exclusiva a la existencia de un público masivo que podía condicionar a los gobernantes, noticias de gran actualidad, revistas y periódicos de grandes tiradas y grandes anunciantes. Hacían falta libertad de expresión e información y un diluvio de profesionales de talento excepcional y convicciones dignas de un cruzado.
Ellos eran los que estaban detrás de la revelación del New York Press sobre los panaderos y, sobre todo, de la publicación de La jungla, la novela con la que Upton Sinclair denunció, después de una cuidadosa investigación, las escandalosas condiciones higiénicas de las factorías del procesado de carne y la terrible explotación de sus trabajadores.
La denuncia del cruzado Sinclair también incendió a otros cruzados, como los que integraban los primeros lobbies vegetarianos, asociaciones nacionales nacidas en el siglo XIX que en 1908 se agruparon en la Unión Internacional Vegetariana, con sede en Berlín.
Promovían la desconfianza en la “industrialización” de la comida (reivindicaban los alimentos orgánicos, aunque no los llamaran así), poseían sus propios departamentos de propaganda para defender las alternativas a la carne y sugerían a veces que esta alimentaba la lujuria del ser humano y que a los hombres los hacía más agresivos. Asociaciones vegetarianas, asociaciones de mujeres activistas, asociaciones de empresas, asociaciones de profesionales...
El espacio público se estaba configurando como una demarcación propia de la que emergería una sociedad civil masiva y organizada. Las noticias ciertas y las fake news, cada vez más difíciles de distinguir y a lomos del tren y el telégrafo, espolearían los cambios de opinión de auténticas riadas humanas y determinarían el auge y la caída de los responsables políticos. Los tribunos de la plebe dejarían paso a los héroes populares que el mismo pueblo sabría encumbrar y sacrificar entre gritos y aplausos. Todo sería más caótico, más interesante, más rápido.
Este artículo se publicó en el número 610 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.