El lado oscuro de los supermercados: esclavitud laboral y productos envasados
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Una investigación periodística se cuela en la trastienda de las grandes cadenas de supermercados de EE.UU. para descifrar el oscuro milagro que hace posible que abran las puertas a diario
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¿Qué es lo primero que hicimos como sociedad occidental al ser conscientes de la magnitud de la pandemia del coronavirus? Vaciar los estantes de los supermercados. Ese acto de llenar el carro de la compra por encima de nuestras posibilidades provocó la derrota de un sistema alimentario supuestamente invencible, porque mucha gente se empezó a cuestionar por primera vez cómo se logra abastecer diariamente a las grandes cadenas de supermercados sin que nunca falte de nada. Las imágenes de las colas eternas con gente esperando turno para comprar alimentos y la falta de suministros fueron portada de todos los medios de comunicación, generando una extraña sensación de inseguridad colectiva. Si fallaban los supermercados, ¿fallaba el sistema alimentario?
Así lo creímos de manera casi instintiva. Porque aquí no hay conjeturas, todo es el resultado de matemáticas exactas. Si la esperanza de vida en los Estados Unidos es de 78,54 y los adultos pasan un 2% de su tiempo dentro de un supermercado, significa que cada estadounidense pasa una media de 1,57 años de su vida comprando en los supermercados. A vista de pájaro son unos números abrumadores que, posiblemente, generarían otro comportamiento de compra si alguien los avisara de antemano. Es decir, si todas estas personas supieran que pasarán un año y medio encerradas voluntariamente en un mismo lugar para llenar el carro de la compra, ¿no levantarían la cabeza y se fijarían un poco más en lo que están haciendo para dejar de resquebrajar al maltrecho sistema alimentario?
Después de una larga investigación de 5 años focalizando toda su atención en las diferentes fases de producción de las grandes cadenas de supermercados, el periodista Benjamin Lorr se ha ganado a partes iguales el respeto y el odio del sector. En las páginas de The Secret Life of Groceries: the dark miracle of the american supermarket (El secretos de los supermercados: el oscuro milagro de los supermercados americanos) logra añadir altas dosis de pensamiento crítico que confluyen a la perfección con entrevistas en profundidad a CEO’s de los mega grupos empresariales que mueven los hilos, emprendedores obsesionados en colocar sus productos estrella en la primera línea, consultores que cobran miles de dólares por colaborar a ciegas con los grandes supermercados, activistas que se cuelan en granjas avícolas para entender la verdad oculta en cada etiqueta “eco” y conductores de camiones con jornadas maratonianas para que todo esté en su debido lugar a primera hora de la mañana de lunes a domingo.
Con miles de horas de material a sus espaldas, Benjamin Lorr llega a la conclusión de que estos centros de compra de alimentos son “las interfaces más familiares de la cultura norteamericana y, a la vez, las menos transparentes y comprendidas de todo el sistema alimentario”, llegando al extremo de la invisibilidad. “El tipo de invisibilidad que ocurre cuando algo es tan grande que no puedes ver una parte significativa del todo”, subraya en un capítulo. Así pues, si pasamos 1,5 años de nuestras vidas en los supermercados, ¿por qué conocemos poco o nada de sus mecanismos internos?
Benjamin Larr ha contestado con éxito a cuatro grandes preguntas capaces de provocar un cortocircuito en el futuro de los grandes supermercados tal y como los conocemos. “La gran lección de todo el tiempo que he pasado investigando a los supermercados es que tenemos el sistema alimentario que nos merecemos. No es que seamos lo que comemos, es que comemos como somos. Y los supermercados son un fiel reflejo”. Así pues, estas son los interrogantes que los magnates de los grandes supermercados prefieren que sus clientes no se formulen nunca. En primer lugar, para no perder millones de dólares en beneficios, y en segundo lugar, para que no se expanda más de lo cuenta la noción de que el sistema alimentario funcionaría mejor sin su existencia.
¿Quién puede abrir un supermercado?
Casi nadie, o mejor dicho, las élites. Si el lector piensa en la imagen de un supermercado, lo más probable es que visualice esos pasillos infinitos con el suelo bien encerado y con estantes repletos de comida procesada y empaquetada a diferentes niveles, una serpiente multicolor que ilumina con luz artificial las ofertas del día. Todo muy limpio, todo bonito, todo muy bien puesto, todo impoluto. Y seguramente muy pocos son los que entienden los secretos que permiten que un supermercado abra sus puertas en base a las leyes de la oferta y la demanda del sistema capitalista.
La mayoría de las cadenas de supermercados en EE. UU. son negocios familiares heredados, que siguen la progresión prototípicamente estadounidense del fundador inspirador, emprendedor y traicionero
Costco, Walmart, Whole Foods y Trader Joe’s, por citar los supermercados favoritos de los norteamericanos, o Mercadona, Bonpreu, Lidl, Condis o Eroski en España, siguen a rajatabla un esquema contradictorio que exigimos como consumidores. “La gente se vuelve un poco loca y asustadiza cuando se trata de su comida. No solo quieren, exigen, a través del poder del acto de compra, opuestos completamente imposibles e insostenibles -precios bajos y alta calidad, disponibilidad inmediata y diferenciación personalizada- y luego no actúan ante las soluciones a menudo 'frankensteinianas', que la industria alimentaria crea para rellenar la brecha. El resultado es el actual lío de leyes con secretos agrícolas, certificaciones podridas de terceros y el silencio de la prensa. Todo perfectamente simbolizado en esos bunkers de hormigón sin ventanas denominados supermercados, que componen los mataderos de nuestra nación”.
Por lo que respecta a Estados Unidos, históricamente sólo las familias blancas bien posicionadas a nivel político han podido abrir supermercados para luego expandirse como grandes negocios nacionales. “La mayoría de las cadenas de supermercados en EE.UU. son negocios familiares heredados, que siguen la progresión prototípicamente estadounidense del fundador inspirador, emprendedor y traicionero, pasando por la ansiosa expansión científica en la descendencia inmediata hasta llegar a una complacencia lenta y casi hostil de la tercera y cuarta generación”.
¿Cómo llega la comida a los estantes?
Katrina Nakamura, una experta en marisco y pescado con una cadena de suministro ética en Tailandia le dijo al investigador: "Si eliges un producto del mar con el que creciste, como una lata de atún o una bolsa de gambas congeladas, mantendrá la misma apariencia del producto que comías cuando eras un niño. O cuando tus padres eran niños. Pero la forma en que se produce como mercancía es completamente diferente".
Lo cierto es que muy pocos consumidores se preguntan cómo ha llegado hasta el carro de la compra su tableta de chocolate favorita, una bolsa de gambas congeladas, el paquete de café molido, los cuatro chuletones ecológicos o decenas de alimentos con azúcar y aceite de palma. Aún menos las razones por las cuales esos productos mantienen unos precios ridículamente bajos. “Nuestra percepción de los supermercados debería cambiar para entender que no son comida, nunca se ha tratado de comida -la comida es el negocio de comer- comestible. Esto es completamente diferente; los supermercados son el negocio del deseo”, escribe Lorr. “Piensa en tu idea de artículo bueno y tírala a la basura. Estos artículos que se venden en los supermercados son productos envasados. No son alimentos, más bien son productos alimenticios (...) El departamento de compras del supermercado busca mercancías simples. No es que no quieran buenos productos, lo que sucede es que tienen otras prioridades y lo que tú crees que es 'bueno' quizás es lo último de su lista de prioridades”.
¿Quién fija los precios?
“Gastamos sólo el 10% de nuestro presupuesto en comida, comparado con el 40% de nuestros bisabuelos en 1900, o el 30% de nuestros abuelos en 1950. Es un porcentaje que se va disminuyendo durante todo el último siglo con el auge de las cadenas de suministro masivas”, escribe. Una retrospectiva que sólo se entiende a través de la economía global y sus tentáculos. Todos hemos escuchado barbaridades sobre la esclavitud en países como Tailandia o India, pero pocos son los que descartan un producto en el supermercado después de leer la letra pequeña. “Esta mano de obra (esclava) es 100% necesaria en todo el mundo. Todo el sistema depende de ello. Nos da los precios que la gente espera. Y las ganancias", le confiesa uno de los grandes proveedores asiáticos que trabaja para los supermercados estadounidenses.
Estos artículos que se venden en los supermercados son productos envasados. No son alimentos, más bien son productos alimenticios
En el otro lado de la balanza, Benjamin Loor explica el caso de Whole Foods. El periodista llega a entablar una interesante charla con Errol Schweizer, el que fuera jefe responsable de compra, precios y asignación de estantes de decenas de miles de productos de la cadena de supermercados. Y lo describe en pasado porque abandonó su puesto después de 14 años en el cargo de dirección. Fue él quien le explicó el cambio de mentalidad empresarial de una de las cadenas de supermercado del mundo mejor valoradas después de fusionarse con Amazon para crear el gran supermercado de Internet que todo lo puede.
“Whole Foods era una empresa altamente descentralizada. Cedieron su autoridad a cada una de sus regiones, que actuaba con un nivel único de autonomía a la hora de decidir qué vender y cómo fijar el precio (...) Y en Whole Foods la estructura descentralizada fue fundamental. Acercó a los compradores, lo que les permitió vigilar mejor la calidad, lo que le valió a la cadena una merecida reputación entre los emprendedores como el mejor lugar para estrenar marcas jóvenes; lo que valió a los compradores locales ejercer su autoridad para renunciar a tarifas promocionales y apostar por productos que personalmente amaban y creían que ayudarían al planeta”, dice.
Todo era demasiado bonito hasta que la competencia se puso las pilas. “El gran éxito de Whole Foods permitió que sus productos estrella aumentaran su producción proporcionalmente al ritmo de ventas y, una vez entraron en la cadena a gran escala, entraron en otras cadenas de supermercados más masivas que operaban con un poder adquisitivo y una eficiencia que la estructura descentralizada de Whole Foods no podía igualar. Y cuando de repente estás jugando al mismo juego contra todos los demás, lo juegas en sus términos. Lo que significa que debes competir en precio y conveniencia. Para hacer eso, tienes que hacerte más grande. Y no te vuelves más grande que Amazon”. Un proveedor lo resumió aún de manera más sucinta. “Un gigante te jode los estándares de calidad”.
¿Quién sufre las consecuencias de nuestras exigencias de eficiencia máxima?
Para que las grandes cadenas de supermercados puedan mantener unos precios imbatibles, alguien en lo más bajo de la cadena de producción está siendo exprimido hasta la esclavitud laboral. Benjamin Lorr ilustra el tema con malas prácticas acontecidas en países asiáticos, pero no hay que ir tan lejos para encontrar trabajos que borran la línea de la ética laboral. Es el caso, por ejemplo, de los conductores y conductoras de camiones de gran tonelaje que reparten los lotes de alimentos a los diferentes puntos de venta. “Hay algunos trabajos en los que es casi imposible tener éxito porque son muy difíciles. Luego están los trabajos en los que todo está diseñado para que falles. Los programas de arrendamiento con opción de compra de los camiones cumplen con ambos requisitos. La industria del transporte por carretera es estructuralmente vampírica. Es una industria que se arrastra por los márgenes de la sociedad y seduce a los más vulnerables, alimentándose con aspiraciones, persuadiéndolos de que presten una pizca de sus vidas a cambio de una promesa que casi nunca se cumple: un trabajo estable y el control sobre su propio destino”, escribe Lorr.
En este punto destaca su investigación sobre una de las figuras más desconocidas (y perversas) de todo este tinglado: los reclutadores de camioneros y camioneras. “Viajan en busca de conductores a sitios insospechados. Desde refugios para personas sin hogar, a comedores del servicio social, salas de recuperación de adicciones o programas de ofertas de trabajo en las prisiones. Otros provienen del comercio minorista con salario mínimo, de la construcción y de varios períodos de servicio en el extranjero”. Una vez se acepten las peculiares condiciones, los nuevos trabajadores tratarán desesperadamente de cumplir con su parte del trato, “gastando sus próximos seis meses descifrando los recibos de pago, tratando de entender por qué conducir cientos de horas a 0.30 dólares por milla nunca da más de 100 dólares a la semana”.