Dignificar la cocina cotidiana

Opinión 

Tendemos a relacionarnos con el mundo mediante ideas preconcebidas, categorías generales de las que nos cuesta desprendernos: los nuestros son los buenos y los demás se equivocan; los estadounidenses son de determinada manera, los franceses de otra y las mejores croquetas son las de nuestra madre. Esto, que en el día a día nos ayuda a navegar sin muchas complicaciones, nos lleva de vez en cuando a simplificaciones excesivas que van moldeando nuestra realidad sin que nos demos apenas cuenta.

La gastronomía no se queda al margen de esta manera de pensar. La hemos ido cargando de tópicos y sesgos que condicionan nuestra manera de relacionarnos con ella. Y aunque esto sea inevitable hasta cierto punto, quizás deberíamos pararnos a pensar en los porqués y, sobre todo, en de dónde nacen esas ideas a las que hemos ido amoldando nuestra realidad.

Por un lado, hemos construido una idea de una cocina innovadora, creativa, marcada por nombres excepcionales, por momentos puntuales de revelación; por la competitividad, por la búsqueda del logro y del reconocimiento. Por otro, en paralelo, hemos definido una cocina discreta, doméstica, fundamentalmente anónima, esforzada. La primera esencialmente masculina, mayoritariamente femenina la segunda.

Hablo, es fácil adivinarlo, de nuestra concepción de la cocina de restaurante, de determinado tipo de restaurante, de la que hemos dado en definir -injustamente- como gastronómica frente a la cocina cotidiana, del día a día, de casa. Y aunque en parte esta división pueda responder a una realidad, lo cierto es que encorseta, que simplifica y me atrevería a decir que con frecuencia excluye.

Es justo que reconozcamos los logros, las novedades y los avances, pero no tanto que los convirtamos en la única medida del éxito y del progreso. Porque el progreso, en gastronomía, también está lejos de esos focos que hemos definido: está en una producción agroalimentaria de calidad, en cocinas de colectividades dignas e interesantes, en el mantenimiento -a veces heroico- de un recetario local que poco a poco se nos escurre entre los dedos; está en lograr alimentar a diario, a veces desde recursos exiguos. O en algo tan simple como mantener la afición por la cocina, por la gastronomía, en tiempos en los que esas cuestiones están en retroceso, en los que las viviendas cuentan cada vez con menos metros cuadrados de cocina y en los que las horas para dedicar a estas cuestiones escasean.

Vengo del mundo de los blogs. Hace dos décadas, cuando todo aquello comenzaba, nos empeñamos en distinguir entre blogs de gastronomía -los buenos- y blogs de cocina, que solían entenderse como menos interesantes y a los que a veces, incluso, de una manera tan clasista como injusta se calificaba como “blogs de recetitas”.

Es cierto que hubo mucho blog de cocina malo, como antes hubo libros malos de cocina y después vídeos de TikTok absolutamente prescindibles, pero también es verdad, puestos a decirlo todo, que hubo mucho blog de reflexión gastronómica absolutamente vacío, destinado a la mayor gloria de valores que ya entonces aparecían como caducos y que, sin embargo, siguen ahí, en perfiles de redes sociales que continúan a vueltas con lo mismo.

Es verdad, también, que además de muchos blogs prescindibles, de los unos y de los otros, hubo algunos de aquellos blogs de recetas tan ninguneados que aún hoy siguen atesorando las poquísimas referencias que se pueden encontrar online a algunas elaboraciones tradicionales de carácter local o a libros de tirada limitada, convirtiéndose así en pequeños tesoros, mientras mucho de lo que publicaron aquellas bitácoras que consideramos en su momento -todos, yo también me incluyo- como más serias perdió vigencia al poco tiempo y hoy es absolutamente irrelevante.

Simone Ortega, gastrónoma

Simone Ortega, autora de '1080 recetas de cocina' (1972), uno de los recetarios más vendidos en España

CLV

Todo esto viene, en buena medida, de nuestra historia: de una escritura gastronómica que, en España, durante décadas surgió de una esfera claramente conservadora, marcadamente elitista y esencialmente masculina -salvo si hablamos de recetarios para el hogar, donde el papel de la mujer se mantuvo. La crítica gastronómica nace, en España, en el ámbito del conservadurismo ideológico y, en sus primeros años estuvo en manos exclusivamente masculinas lo que marcó un enfoque, un tono y un discurso que hemos heredado sin darle demasiadas vueltas.

Por su parte, la cocina del día a día se despojó de cualquier épica, pero también de cualquier connotación creativa y se relegó, como se relegó el rol de la mujer y el de lo doméstico, a un papel secundario, callado, alejado de lo mediático y, de rebote, de lo digno de ser reconocido.

De esa manera heredada, todos reconocemos el papel de Simone Ortega o de Elena Santonja, pero muy rara vez los situamos a la altura de los logros de un restaurante Zalacaín, por ejemplo, que conseguía sus tres estrellas en la misma época. Me pregunto, sin embargo, con el casi medio siglo de perspectiva que nos separa, cuál de esas aportaciones ha tenido una mayor trascendencia para la mejora de la alimentación, las condiciones de vida y la curiosidad gastronómica de la mayoría del público y me cuesta creer que hayamos sido totalmente justos.

No hace mucho coordiné las inscripciones de un concurso de empanadas, uno de los platos icónicos de la tradición gastronómica local, que se celebra en Galicia. En la categoría profesional la cosa estaba bastante más repartida: empanadas innovadoras, otras basadas en el recetario de siempre, algunas variedades locales, recetas e ingredientes recuperados…

En la categoría de estudiantes, sin embargo, la apuesta por lo creativo fue abrumadora, cercana al 80%. Mientras los profesionales en ejercicio tienen aún, en cierta medida, la tradición, la excelencia en lo cotidiano o la transmisión de generación en generación como valores importantes en su trabajo, los jóvenes, criados en esos iconos, en esas ideas tipificadas de las que venimos hablando, ven la innovación, la creatividad -quizás no siempre bien entendida- como el valor fundamental al que conviene aferrarse en una competición de este tipo.

Esa actitud, que está bien cuando está bien, cuando se desarrolla desde el conocimiento y el sentido común y, sobre todo, cuando se combina con un bagaje anclado en la tradición, condena a la receta de siempre a la desaparición, rompe la cadena de transmisión de conocimientos a través de platos y técnicas y premia el más difícil todavía frente al bagaje gastronómico. Es una pena. Y lo es, sobre todo, porque sabemos de dónde viene y no hacemos nada por corregirlo.

Tenemos la responsabilidad de romper esa corriente, de apreciar y reconocer la excelencia, el trabajo en la punta de la pirámide y la creatividad, pero también lo cotidiano, la búsqueda de la calidad en el día a día, la puesta en valor del legado. La gastronomía como transmisión cultural y como pertenencia.

Debemos romper con la exclusividad de valores que en muchos casos están superados. Y valorar la innovación y la creatividad, sin duda, pero también la transmisión, la raíz, los aspectos de cohesión y de agregación de una cocina que, de lo contrario, vamos convirtiendo en algo cada vez más alejado de la mayor parte de la sociedad de la que surge.

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