Yo no lo sabía aún, pero el día en que tu cuerpo decidió comenzar a marcharse, tropecé con un reloj antiguo tirado, sin agujas. El encuentro me produjo un escalofrío, lo sentí como una especie de augurio nada amable. No encontraba sentido a ese artefacto desprovisto de toda utilidad arrojado ahí, en medio de un camino, en el campo. Más tarde, ahora lo recuerdo, fui feliz. Salió el sol y me puse a tender la ropa. Mientras, un jilguero empezó su canción demasiado cerca, como si yo no representase ningún tipo de peligro. En ese momento te pensé, riéndote, así hacías siempre que hablábamos por teléfono, y soñé con algún mecanismo mágico para que pudieras verme desde la distancia así, arranchaíta en esta aldea del norte, cómo quizás dirías. He de confesarte que he tardado mucho en permitirme llorarte, en verbalizar el dolor de convertirse en huérfana de la última abuela que me quedaba. Que volveré al pueblo y tu casa no estará abierta y que tú ya no estarás.
La noche en que te fuiste del todo yo estaba lejos, en una gran ciudad de esas a las que tú nunca quisiste ir. Me decías ¿tienes mucha costura, niña?, y a mí siempre me encantó que equiparases escribir a coser, aunque luego no terminaras de entender las puntadas y retales entre los que se perdía tu nieta. No te lo dije, pero siempre que hablo en público te llevo conmigo, abuela, para romper la nostalgia y esa envidia peligrosa que algunos dicen tener de sus antepasadas. Me gusta imaginar que, si hubieras tenido la misma vida o parte de los privilegios que yo, podrías haber sido la primera escritora de la familia. ¿Sabías que Max Porter se apropió maravillosamente de un verso de Emily Dickinson para escribir un libro precioso, El duelo es esa cosa con alas? Así me viene el dolor desde que no estás. Un aleteo incesante, un jabardillo de pequeños pájaros que alzan el vuelo y siempre regresan a mi cabeza para quedarse, como muchas de tus manías y cosas quedan conmigo.
En Tierra de mujeres quise escribir tu historia. La de una niña que iba sola todos los días al campo a llevar el almuerzo a los hombres. En unas ollitas, en un ataero, hiciese frío o calor. Cómo te reías recordando que a veces metías la mano y cogías muy poquito para que nadie se diese cuenta. Eras mujer de pocas palabras, pero siempre certeras. Te encantaba comer y no te gustaba conversación a la mesa: oveja que bala, bocao que pierde. Golosa como nadie, no temías a nada mientras que hubiese para llevarse a la boca. Tenías pasión por la cocacola, y te enfadabas cuando te decíamos que no era bueno para la salud. Tú pedías tu refresquito cada tarde, quejándote de que ahora que podías tomarlo no te dejábamos. No perdías ojo de algún que otro amigo especial, y un día soltaste de ese infeliz que, ese contigo vivía mejor que un gallo capao.
No esperaste a una boda para regalarme un ajuar de mujer independiente: yo te preparo y te regalo el ajuar, pero no hace falta que te cases, que tú te apañas muy bien sola. Siempre te negaste a llamar al gallego novio, para ti siempre fue el amante, porque decías riéndote que era mucho más bonito así. Con la edad empezaste a medir el tiempo por el desayuno de los domingos. Me preguntabas el sábado qué día era, y con una sonrisa de niña decías: ea, pues mañana churros por fin.
De ti, en el pueblo, heredé el nombre. Tú lo heredaste de tu abuela Dolores, porque nació gordita en un tiempo de hambre y escasez en el que era signo de salud y felicidad. Dame gordura, dame hermosura, me reprendías cuando me veías más delgada y me mandabas a comer y a callar.
Con el primer frío de octubre regresó el jilguero que fue y trae vivo lo que no pudiste dejarnos en ningún cuaderno, porque no sabías escribir: tus recetas. Quise hacer el cardito que tanto te gustaba y que no perdonabas ni un solo día, y llamé a mamá. Me reconoció que desde que ya no estás había sido incapaz de prepararlo. Los rituales están para romperlos y elaborarlos de nuevo, o simplemente para inventarlos. Quizás por eso mi madre y yo, sin hablarlo previamente, nos pusimos manos a la obra, y llenamos nuestra conversación de whatsapp de ingredientes y pasos para tu sopa favorita. Sigo siendo la misma niña a la que le decías que fuera al patio a por un poquito de yerbabuena para el cardo, pero aquí crece fuera de casa, en un huerto algo salvaje cerca de los alcauciles que aún no son, y que tanto te gustaba preparar rellenos. Sé que volverá el ave, y yo querré replicar tu huerto, también algunos de tus platos y dulces, aquí, con hijos de tus rosales que espero traer la próxima vez que viaje al sur. Entre flores te convocaremos juntas en la cocina, y disfrutaremos de lo que —decías— era lo que más te gustaba de la vida: comer.