Cuando empezó la reapertura poscovid, escribí algunos artículos animando a que abarrotáramos esos restaurantes, bares y casas de comida que tanto habían sufrido las repercusiones del cierre. Era esa, entonces, una acción urgente en defensa propia, puesto que los necesitamos tanto en lo personal como para la salud de nuestras calles, barrios y pueblos.
Bueno, pues, puesto que la inteligencia es la capacidad de adaptación y considerando las actuales circunstancias… donde dije digo, digo Diego. Pero antes de que los del gremio envíen a alguien a romperme las piernas, permítanme que me explique. Porque lo que digo es que igual ahora toca ir un pelín menos, pero mejor.
La situación es esta, una concatenación de circunstancias de las que ya hemos hablado en otras ocasiones nos ha llevado al actual periodo de inflación, con la consecuente pérdida de poder adquisitivo. Por si la desgracia fuera poca, tanto o más que los nuestros han subido los costes de la hostelería. A saber; alquiler, energía, alimentos…
Los suministros son más caros y la mayoría podemos gastar menos, pero, con el encierro pandémico aún en la memoria, los datos revelan que continuamos queriendo salir más. El resultado de la ecuación da necesariamente un menor presupuesto por persona que repartir entre más consumiciones. Abundar por ahí creo sinceramente que no beneficia a nadie.
Comer lo mismo por menos y que los restaurantes continúen siendo viables es la cuadratura del círculo. Y la solución de optimizar costes ofreciendo igual calidad es a veces difícil, pero otras, imposible.
Quiero decir que siempre hay alternativas, substituyendo por ejemplo platos hechos con productos igualmente excelentes, más económicos. Por mucho que hayan subido los huevos, una tortilla fetén continúa siendo mucho más abordable que un mal solomillo.
Pero lo que no puede ser y además es imposible, repito, es comprar igual a menor precio. Los mismos huevos de gallinas bien criadas y el mismo aceite de oliva virgen extra de proximidad cuestan ahora más. Y eso no es culpa ni del restaurador, ni del agricultor, ni del granjero.
La consecuencia, en muchos casos, puede llevar al consumidor, conscientemente o no, a ofertas seriadas de establecimientos sin personalidad que no tengan en cuenta valores como la procedencia de los ingredientes o la calidad del servicio, con lo que se empobrece tanto el sistema productivo de proximidad como el prestigio general del lugar, además de la experiencia gastronómica.
Porque cuando nos da igual comer peor, salimos perdiendo todos, pero los principales perjudicados son el cuerpo y el espíritu de aquellos a quienes no importa la grasa con la que se han frito las bravas con salsa de bote de marca blanca en las que se basa su dieta.
Entonces ¿No podemos disfrutar? Al revés, de eso se trata, en lugar de bravas chungas diarias con postre de acidez sin cargo, equis días de lujosas ensaladas variadas en casa preparadas en un santiamén y aliñadas con aceite de oliva virgen extra por cada uno de bravas memorables -pero no por la ulterior digestión- en el local que lo merezca. Menos es más.
Pero en casa no socializamos, pensarán. Y socializar es vital. Efectivamente, salgamos cada día, no nos encerremos. Tomemos algo con los amigos en el bar, paseemos y acudamos a espectáculos con ellos. Si trabajamos fuera, busquemos las mejores casas de menús económicos cerca del curro. Sepamos valorar cada aperitivo, cada tapa, cada helado y cada bocata. Por popular que sea lo que tomemos, considerémoslo, saboreémoslo y paguemos lo que vale. Cuidemos nuestros gustos y nuestra salud reconociendo el trabajo del camarero, la cocinera, el pescador o la artesana quesera.
De lo que se trata ahora es de evitar que cierren los buenos, también en defensa propia, porque la cosa no es comer más, sino mejor.
De eso iba la gastronomía, ¿no?