Cuando Manuel Vázquez Montalbán, que asociaba al jamón al imaginario español de la abundancia, lo describía como “algo más que una pata de cadáver momificada y comestible, e incluso algo más que una pata momificada de glorioso cerdo ibérico”, lo hacía desde la devoción por un manjar que consideraba fetiche y que nunca faltaba –¡esa pata espléndida!- sobre el mármol de la cocina de su casa en Vallvidrera.
A su hijo, el escritor Daniel Vázquez Sallés, no le gusta que se escriba o se discursee sobre lo que opinaría su padre sobre política o sobre tantas otras cosas sobre las que la gente se permite elucubrar –“¿Cómo se puede saber lo que opinaría alguien que no está aquí desde hace años?”. Pero le pedimos que haga una excepción para imaginar qué le hubiera parecido probar jamones que han resistido heroicamente el paso del tiempo -¡hasta 18 años de curación!- en una cata como la que el pasado martes celebró la firma Joselito en el mismísimo Museo del Prado. “No tengo la menor duda de que a Manolo le hubiera entusiasmado estar ahí. Y a mi también”, responde escueto, con la heredada ironía paterna.
No fue sencillo, nos explicará José Gómez padre, conseguir el permiso para la cita en el bellísimo Claustro del Prado, donde en el momento en que se cierre la puerta a los visitantes del museo, los invitados a la cata irán entrando y se encontrarán ante una gran mesa en forma de U. A un lado, los expertos cortadores, con todo dispuesto para laminar delicadamente esas joyas que Joselito ha ido guardando. La sala, ambientada con iluminación de los tonos rojos de la firma (más de 150 años de trayectoria y dos generaciones en activo que conviven: la quinta y la sexta). En el perímetro, las esculturas que custodian el imponente Claustro. En una esquina, una artista toca el arpa. En otro extremo, la mesa con los vinos que acompañarán la cata:. Dom Perignon Vintage 2015, Capellania Marqués de Murrieta 2019, Único Vega Sicilia 2012, además de un té Budha de Hierro 2024 que se aconseja tomar entre jamón de una y otra añada para limpiar el paladar.
Uno de los jamones del 2006 se vendió el año pasado en el mercado asiático por entre 60.000 y 80.000 euros
Junto a una gran pantalla, José Gómez hijo, sexta generación y actual brand manager de Joselito, explicará el empeño de la firma en la investigación (están implicados en 14 proyectos, en su mayoría vinculados a la sostenibilidad y mantienen colaboraciones con 6 universidades); su trabajo en la reforestación (545.589 árboles hasta el momento). Nos hablarán de su presencia en 56 países, de la fascinación de las fortunas asiáticas por los jamones Vintage, esos que superan los ocho años de curación en condiciones naturales (el año pasado llegaron a pagar entre 60.000 y 80.000 euros por una pieza como la que hoy se catará con 18 años, casi 19). De la importancia de las dos montaneras, de los alcornoques y las encinas, que son un tesoro, con cientos de años de vida… Se hablará de la grasa como lo más preciado del jamón (“No habría jamón sin esa grasa saludable”). O de los 42 mohos clasificados con que cuenta la firma, que posee una fungoteca. Cuenta José Gómez que hay uno, "lo llamamos el moho violeta, que viene de una bodega de mi bisabuelo y que estuvo a punto de desaparecer”.
Empieza la cata, y mientras José Gómez hijo va contando los detalles de cada una de esas piezas que se probarán a lo largo de la noche, José Gómez padre observa, satisfecho, y acaricia una de las primeras lonchas entre los dedos índice y pulgar… “¿Lo véis? La grasa se va fundiendo entre los dedos. Hay que coger el jamón con las manos, tocarlo”. Estas piezas con tantos años, explica, son efímeras. "Han aguantado magníficamente, son joyas, pero hay que comer el jamón en el momento de empezar a cortarlos”.
Abrir uno de estos jamones curados durante tantos años, nos cuenta, “es como descorchar un vino de 150 o 200 años: nos descubre texturas y sabores que no tenemos registrados porque no hemos probado antes jamones tan antiguos”.
La antigüedad
Según José Gómez, abrir un jamón del 2006 equivaldría a descorchar una botella de vino de 150 o 200 años
Empezamos con la añada del 2017. Explican que hubo una montanera tardía, de “hierba con flores de la mostaza en el otoño, lluvias irregulares y unos meses de enero y febrero fríos; año de bellota bien conservada con muchos ácidos grasos monoinsaturados y antioxidantes”. El color de la carne es oscuro, la grasa infiltrada se derrite en la boca; el aroma es de hierba secada y el sabor muy marcado. El sabor umami está presente en todas las piezas Vintage que probaremos, e irá a más, cuanto más longevas.
Pasamos al 2015 (un trocito de jengibre y un sorbo de té para limpiar el paladar entre añada y añada). Cuentan que fue un año de temperaturas suaves y húmedas; la grasa, sedosa, se funde en la boca. La textura es suave y el músculo firme, con una infiltración que se fusiona bien. Apuntan las notas de cata “aroma relajante, fondo vegetal con manzana verde, muy sutil, penetra en los cinco sentidos”.
Sigue el 2013, espectacular, se rumorea que es el favorito de Pablo Álvarez, de Vega Sicilia. Al parecer hubo aquel año temperaturas suaves y lluvias regulares en la dehesa. Es un jamón consistente pero con frescura. “De sabor suave, alterna dulce y salado con un aroma que recuerda al bosque mediterráneo.
El año 2009, el del penúltimo jamón que cataremos, estuvo marcado por precipitaciones irregulares entre diciembre y marzo y hubo temperaturas suaves que propiciaron la conservación de la bellota, que llegó madura, en tonos tierra y anaranjados. Todo eso se refleja en un jamón que llega a este final de 2024 con una concentración intensa de aromas, frutos secos, avellana (“el sabor a avellana es pura bellota, nos cuenta José padre”) y heno secado al sol. Notamos sabores dulces y salados que se alternan con armonía.
Y por fin el más antiguo de esa colección Vintage que se cata: probamos algo único que nos presentan como “el jamón más viejo del mundo”, del 2006, y no nos viene a la mente la pata momificada sino la sensación de estar probando un jamón muy vivo, con grasa untuosa y blandita, con carne que va de los tonos rojos intenso al rosáceo. Su sabor, describe el propio Gómez hijo, “es ligeramente dulce en el ataque y la grasa untuosa se funde en el paladar de forma sublime. Personalidad y persistencia”. Aquel año, explican, fue de temperaturas suaves y lluvias moderadas. Han transcurrido 18 años, casi 19, de curación natural. Un desafío y un reflejo de la evolución que solo se logra con un jamón natural. Arte efímero que desaparecerá en cuanto abandonemos el museo, sin extraer ninguna pieza prohibida. O, si se prefiere, llevándonosla puesta.