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El fétido éxito del aceite de hígado de bacalao

En su tinta

La historia de un producto que triunfó a pesar de su mal sabor y su pésimo olor

Lee aquí el capítulo anterior de la serie: Homero y los gorrones del siglo VIII a.C.

Niños británicos tomando su ración de aceite de bacalao, en 1944 

IWM

La Vanguardia podía informar a finales del siglo XIX de la llegada a Barcelona del circo de Buffalo Bill y publicar un anuncio sobre el aceite de hígado de bacalao. Este producto milagro se usa desde la antigüedad, aunque sus beneficios como suplemento alimenticio no se confirmaron hasta hace relativamente poco. Solo dos cosas suscitaban y suscitan unanimidad sobre tal aceite: su sabor y olor nauseabundos.

Una publicidad añeja decía que los niños pedían esta sustancia “a gritos”. Si bien era cierto que los más pequeños berreaban en cuanto veían aparecer el frasco del hígado de bacalao, lo hacían porque trataban de huir. O de vomitar un mejunje que haría arrugar la nariz a una estatua. Y, sin embargo, ya se cantaban las excelencias de tan fétida solución en la Roma clásica (donde, no lo olvidemos, se blanqueaban las togas con orina).

Un anuncio de este diario del 17 de diciembre de 1889 

LV

También las comunidades pesqueras del norte de Europa recurrieron desde tiempos inmemoriales a esta sustancia como remedio curalotodo. Solo hay una explicación plausible para el éxito del producto: a pesar de sus malolientes características, funcionaba. La lista de dolencias que “este maravilloso reconstituyente” podía remediar era amplísima, según otro anuncio publicado a finales del siglo XIX por La Vanguardia

Deliciosos platos de bacalao

Los publicistas de la época señalaban que “era perfecto y eficaz para el alivio y la cura de la tisis, escrófula (una variedad de la tuberculosis), resfriados, toses crónicas y las afecciones de la garganta, además de las enfermedades extenuantes tales como el raquitismo y el marasmo en los niños (carencia grave de calorías y proteínas), la anemia y la emaciación (problemas de crecimiento), así como el reumatismo en los adultos”.

Las bondades del producto, según un añejo anuncio 

LV

Pero, claro, quedaba el problema del sabor y del olor. Por eso hemos reproducido los anuncios que hemos reproducido. No son los de una marca cualquiera de aceite de hígado de bacalao, sino los de la emulsión de Scott, que aún existe y se sigue comercializando. La firma, que hoy pertenece a la multinacional farmacéutica británica Glaxo-SmithKline, tiene una historia curiosísima y se remonta a la efervescente Nueva York de 1873. 

Dos avispados buscavidas de la megalópolis, Alfred B. Scott y su amigo Samuel W. Bowne, vieron aquel año posibilidades de negocio en el aceite de hígado de bacalao. No eran médicos, científicos ni farmacéuticos. Ni falta que les hacía: tenían olfato. En sentido metafórico y literal. Los primeros, se dijeron, que atenuaran un poquito el olor y el sabor de este producto se harían de oro. En 1876 fundaron su empresa, Scott & Bowne.

Anverso y reverso de una tarjeta publicitaria del siglo XIX 

BDH

Los dos socios también fueron dos adalides de la publicidad y pronto la emulsión de Scott, el nombre de su creación, era conocido en todo el mundo. El éxito fue inmediato. El negocio se expandió por América, Europa y Asia, al tiempo que crecían las fábricas en Canadá, Reino Unido, Francia, Italia y España, entre otros países. La imagen de un pescador con un enorme bacalao a la espalda se convirtió en el símbolo de la casa.

Alfred B. Scott aseguraba que ese pescador existió y que lo vio en un viaje de negocios en Noruega, como reconocían  algunos anuncios. El jarabe que  Glaxo-SmithKline vende en la actualidad se suministra en píldoras o en el formato original (o con sabor a cereza o naranja para los paladares más dubitativos). Un consumidor del siglo XXI se preguntará a qué sabían los otros aceites de bacalao, si este era el más agradable de entonces.

El mismo anuncio en España, Francia y Reino Unido 

DP
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Jara Atienza

La misma imagen publicitaria ensalzaba en español sus beneficios contra “la tisis y las afecciones de pecho”; en francés decía que “los médicos recomiendan su uso”; y en inglés, que la escena del pescador estaba “extraída de la vida de la costa de Noruega”. El anuncio apareció por primera vez en 1884 y su logo se convirtió en marca registrada en 1890, como acredita el archivo de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.

Otro dato avala la longevidad del símbolo. Pocos libros sobre la historia de la gastronomía son tan amenos y rigurosos como El bacalao: biografía del pez que cambió el mundo, de Mark Kurlansky. La obra, muy apetitosa, ha conocido varias ediciones en español. Una de ellas, la de El Gallo de Oro, utilizó para su portada la archifamosa imagen con ligeras variaciones (abracadabra, el sombrero original se transformó en una boina). 

El registro del logo y la portada del libro 

DP

¿Dónde hubiera llegado el aceite de bacalao si su olor y sabor se parecieran a los de, digamos, la miel? ¿Hubiera tenido techo? No valoraremos su palatabilidad; su aroma, sí:  está entre el pescado poco fresco y el podrido. Su fama, sin embargo, no menguó. “Da fuerzas a los débiles, carnes a los raquíticos y cura la tisis”, proclamaba la publicidad del siglo XIX. Y, ya se sabe, hay que dudar de la publicidad tanto como de las panaceas.

El milagro de esta sustancia radica en su valor como suplemento alimenticio y su aporte en ácidos grasos omega 3, calcio, fósforo y vitaminas A y D. Estos componentes son muy saludables para el crecimiento y el desarrollo de los huesos, tanto en adultos como en niños. Pero, como en todo, conviene no exagerar. Los pediatras de Estados Unidos daban a las madres a principios del siglo XX controvertidos consejos para su suministro. 

Una furgoneta de reparto de aceite de bacalao en Reino Unido, hacia 1944 

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Esas recomendaciones consistían, por ejemplo, en “apretar las mejillas del bebé para obligarle a tragar y no escupir”. Aunque su consumo sea beneficioso, los excesos son malos y una ingesta descontrolada puede causar hipervitaminosis, una situación muy perjudicial y tóxica para el organismo. Tonterías, dirían Alfred B. Scott y su amigo Samuel W. Bowne, que murieron con dos años de diferencia, en 1908 y 1910, inmensamente ricos.

La producción de vitaminas sintéticas (a veces con la forma de apetecibles píldoras recubiertas de azúcar o glicerina) y el enriquecimiento vitamínico de otros alimentos podrían haber sido la puntilla para la sociedad que crearon en Nueva York estos dos amigos. Pero su revolucionaria emulsión sigue en el mercado, casi un siglo y medio después. La fórmula apenas se ha modificado, aunque hay variedades más edulcoradas.

"Los niños la piden a gritos" 

LV

Los aceites de hígado de bacalao de la competencia también se comercializan. La emulsión de Scott ha perdido su pujanza en países como España y Estados Unidos, aunque no en Asia y buena parte de América. El pescador con su bacalao a la espalda aún es el símbolo del producto, que ya no se publicita como la curación de todos los males imaginables, pero sí como un buen remedio tradicional. No hace milagros, pero ayuda a la salud.

En el pasado estuvo a la venta “en todas las farmacias y droguerías”. La mayor parte de las ventas actuales se realiza a través de internet. Glaxo-SmithKline, que ofrece la emulsión en su catálogo, también ha eliminado los lemas más cuestionables que tuvo en su día. Ya nadie asegura que “los niños la piden a gritos”. Y, aunque su sabor ha mejorado, tampoco nadie osa pregonar que “es tan agradable al paladar como la leche”.