Ábalos sin consentimiento

El escaparate

El sábado, en La Sexta, José Luis Ábalos se defendió enérgicamente de los que exigen su dimisión. El lenguaje no verbal del acusado era de resistencia peleona: solo le faltaba ir con la camisa por fuera y retar a su entrevistador a salir a la calle para confrontar opiniones a puñetazo limpio. La historia, sin embargo, se acelera, y ayer, en la Ser, Àngels Barceló lo sentenció con una homilía programática en la que pedía al presidente Pedro Sánchez que fuera coherente –e implacable– con su promesa de no tolerar el más mínimo indicio de corrupción.

Desde el punto de vista de la verosimilitud narrativa, Ábalos puede parecer convincente: no le da la gana de ser el cabeza de turco más idiota de la concurrida tribu de cabezas de turcos salpicadas por remotas responsabilidades. En la competición de aspavientos que pretende aplacar este incendio por la vía del linchamiento exprés, echo de menos que se recuerde más con qué gentuza tuvieron que tratar las democracias para conseguir mascarillas en la peor fase de la pandemia. ¿Eso justifica la voracidad y la avaricia delictiva de los comisionistas, que tuvieron que negociar con gángsters? No, pero sí explica el contexto de una historia que a la fuerza tenía que acabar mal.

Alsina mantiene su propósito de protegerse de veleidades intimistas

Acabe como acabe el episodio Ábalos, el exministro habrá ofrecido una mínima resistencia contra la unanimidad que pretende aplicarle el castigo de una escabechina selectiva. En Els matins de Catalunya Ràdio, el ministro Jordi Hereu, que está en Barcelona para unirse al desfile berlanguiano del Mobile World Congress, sitúa el conflicto de Ábalos “entre la razón judicial y la responsabilidad política”. Pero tras desarrollar esta idea, queda claro que Ábalos tiene las horas –incluso los minutos– contadas (escribo este artículo a las 9 h).

El exministro José Luis Ábalos, hace unos días en el Congreso

El exministro José Luis Ábalos, hace unos días en el Congreso

EFE/Chema Moya

También en La Sexta, entrevista de Jordi Évole a Carlos Alsina. Comentan los peligros de la promiscuidad entre periodistas y políticos y la pervivencia de cenáculos en los que la línea entre información e intoxicación es, más que fina, inexistente. Con una habilidad muy evidente, Évole le transmite a Alsina impresiones, intuiciones y percepciones de oyente que el radiofonista debe asumir con deportividad porque, aunque sean críticas, no son ni afirmaciones documentadas ni observaciones fiscalizadoras. La estrategia del entrevistador: halagar al entrevistado para no romper el clima de confianza y, de repente, cambiar de ritmo o el sentido de una pregunta. Entre obstinado y pudoroso, Alsina mantiene su propósito, largamente trabajado, de protegerse de cualquier veleidad intimista. Y cuando Évole locodelacolinea y le pregunta cómo era de pequeño, Alsina se refugia en el humor (el mismo que demostraba en la época de La cultureta, con David Gistau, Rosa Belmonte y Sergio del Molino) y responde: “Bajito”. La esgrima entre el que lo intenta y el que no se deja funciona porque, también en periodismo, el consentimiento –no es no y sí es sí– es importante.

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