Cada equis meses, un contingente de becarios entra en la redacción. Los hay de todos los colores. Tímidos, echaos p’alante, preparados, confundidos, maduros o muy verdes. Da igual: quieren ser periodistas.
La última promoción me dispensó el honor de ejercer de tiet la noche de su despedida, convencidos de que soy un periodista relicario y trasnochador.
Y allí quedamos, en el Makinavaja del Raval, bar irreverente y ochentero, con música en directo, croquetas caseras, golfos –va por ti, Albert– y un cancerbero que se pasa la noche pidiendo que hablemos bajito. Entre copa y copa, afloró su curiosidad por el oficio. Como el día en que llamé al despacho de Ibáñez Escofet en Pelai 28.
– Vols el consell de la puta vella.. .
Confraternizar es guay: nos arrojaron un tarro de cristal, nos dieron abrazos, propuestas...
Tras cerrar el Makinavaja, un vecino anónimo nos arrojó un tarro de salsa de tomate desde las alturas cuando lo suyo era un huevo, porque los cristales dejaron perdida la calle Carretes, en cuya esquina con Lleialtat aguardamos la llegada de un padre que iba a recoger en coche a una camarada becaria.
–Mi padre es siciliano.
Periodísticamente, nos pareció un dato relevante. En la espera comentamos las señales de algunos balcones: abierto por trapicheo.
Otro becario desertó porque vive en el extrarradio y tenía autobús cada hora. Quedábamos cuatro así que nos fuimos en un taxi al Slow de la calle París, que linda con un local de alterne y donde los vecinos no arrojan tarros.
Refugio de tarambanas y extranjeros bien informados –licencia de discoteca, coctelería, buena música y etiqueta de clubbing –, el Slow es una caja de sorpresas, como el periodismo que les espera. Allí estaba un cineasta ilustre, un grupo de navegantes y un hincha de Peñarol proselitista de la abrazoterapia (al tercer abrazo en corro, dedujimos que lo suyo era abrazar a la única becaria del grupo). Cerramos el local y a la salida un francés libertino –son muy educados– invitó a la colega becaria a intimar con su esposa, cosa que a ella le pareció estrambótico.
Y allí les dejé, entrañables, el porvenir por delante y la ilusión de que algún día sean periodistas que trasnochan aunque solo sea por mantener leyendas del oficio.