La dictadura de la mayoría

La dictadura de la mayoría

Es sabido. Tucídides planteó bien el dilema de la democracia ateniense durante la guerra del Peloponeso: mientras la clase dirigente sirvió al interés general, la democracia prevaleció, pero cuando el poder recayó en dirigentes volcados en sus intereses, el régimen quebró y Atenas fue derrotada. Por su parte, Carl Schmitt diagnosticó la crisis de la democracia liberal en términos análogos: la debilidad de una Constitución procede de la primacía del interés privado, que erosiona la unidad democrática. Esta misma crisis llega hoy otra vez a su clímax cuando, por ejemplo, una sociedad contempla al más alto guardián de su constitución –el Tribunal Constitucional– fracturado en dos facciones enfrentadas por razones espurias, y constata, día tras día, que este Tribunal dicta sus sentencias según el interés de su facción mayoritaria (conservadora o progresista), que es el mismo interés de quien la “colocó” allí y, a su vez, ha sido investido presidente del Gobierno por la mayoría parlamentaria: la auténtica, la única fuente del poder.

La conclusión es clara: el imperio de la voluntad mayoritaria en una democracia representativa deriva hacia una forma insidiosa de dictadura, cuando en sus decisiones: 1) No prevalece el interés general, sino el personal o de partido. 2) No se cumple la ley bajo la jurisdicción de jueces independientes. 3) No se respeta el normal juego de las instituciones, ni la reglada observancia de los procedimientos. 4) Se limita la libertad de prensa. 5) Se coarta la libertad de expresión.

Tribunal Constitucional Felix Bolaños

  

Dani Duch

Fue Alexis de Tocqueville quien primero y mejor lo diagnosticó: “Fuera de la mayoría, en las democracias, no hay nada que resista”, pues su imperio moral se funda en la idea “de que hay más luz y sabiduría en muchos hombres reunidos que en uno solo”. Por eso Tocqueville utilizó la expresión “despotismo democrático”, al decir: “Yo no me opongo a las democracias (…) Lo que me entristece no es que nuestra sociedad sea democrática, sino que (sea) tan difícil para nosotros obtener o conservar la bien ganada libertad”, cuando la voluntad mayoritaria se conforma, expresa y ejecuta con infracción de la ley, menoscabo de las insti­tuciones, inobservancia de los procedimientos, quebranto de la libertad de prensa o merma de la libertad de expresión. La conclusión es tan clara como tremenda: ¿Puede haber una democracia sin libertad? Sí, cuando se impone la dictadura de la mayoría­.

En democracia debe prevalecer el interés general, el imperio de la ley y la libertad personal

Tras un proceso de fuerte polarización política, un hecho denota si existe o no una dictadura de la mayoría. La hay si quien ejerce el poder opta por dividir la sociedad en “nosotros” y “ellos”, en “buenos” (nosotros) y “malos” (ellos), en dos bandos separados por un “muro” que se dice infranqueable. Y si la hay, es decir, cuando la dictadura de la mayoría se ha consolidado, dado que casi todos los diputados son simples gregarios apacentados por sus respectivos partidos, el poder absoluto parece desplazarse, en principio, al partido o coalición que está en el gobierno, es decir, al poder ejecutivo. 

Pero, habida cuenta también de que los partidos están en manos de unos dirigentes sin más control democrático interno que el de unos militantes entusiastas y beneficiados por la situación, todo conduce a que el poder, todo el poder, se concentre exclusivamente en las manos de un solo líder. Un líder que, cada vez más, ha llegado a la cima, no por unos méritos decantados tras una larga carrera de servicio público, sino por su elección en unas primarias resueltas por el voto exclusivo de unos militantes carentes de representatividad. De ahí el precario nivel ético, intelectual y político de algunos mandatarios actuales.

Lo que antecede no es un ataque a la democracia representativa. Al contrario, es una defensa de su excelencia como único sistema de gobierno respetuoso con la dignidad de toda persona, sujeto único e irrepetible de su propia historia. Pero la democracia es también tan delicada, que precisa, para arraigar y subsistir, unas condiciones que solo se dan cuando prevalecen en su ámbito el interés general, el imperio de la ley y la libertad personal.

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