Plaza de los Naranjos, Marbella, Churrería Ramón. Desde 1941, hacen y sirven churros. Cierran a las nueve y abren a las diez. En medio, toneladas de churros. A Churrería Ramón no le importa que haya gente a la que no le gusten los churros ni que todos los churros se parezcan entre sí.
Hoy, día de Sant Jordi, se venden libros y rosas, pero hay quien desearía vender el mismo churro a millones de adictos al churro. En realidad, hay editoriales que lo hacen. Personajes que escriben o les escriben sus churros. Quien los empaqueta y vende como besugo al horno.
A los escritores se les paga una parte en dinero y el resto, en vanidad. Todos los escritores se creen mejor que el resto, aunque se autolesionan aceptando a regañadientes que cada autor es cada quien. De ahí el armisticio y la falsa modestia. Es el ego hinchado, malherido, humillado o estimulado el que hace que hoy no se pueda ir por rambla Catalunya.
A los escritores se les paga una parte en dinero y el resto, en vanidad
Entre esos escritores hay algunos que hacen una y otra vez un churro. Malo, aceitoso, con mucho azúcar, que al enfriarse es un engrudo. Algunos venden una barbaridad de churros y, debido a eso –sus jefes, sus lectores– les animan y jalean llamándoles genio, Stephen King, tendencia, agitador, superventas o presentador.
Al contrario que en Churrería Ramón, hay churros estándar y churros con ínfulas. Estos últimos están llenos de traumas sexuales, mensajes generacionales, chamanes infalibles, niños perdidos en bosques, prótesis y regresos al campo, curas pederastas, perros y padres ausentes, bicicletas y violaciones de fontaneros, recetas de cocina y citas de bandas en inglés. Estos churros se venden menos que los otros, pero sus autores tienen becas, premios y una pareja con un trabajo de verdad.
Y luego está el resto de escritores. Los reconocerán porque hoy, en su cubículo fingirán mirar el móvil. Suelen estar despeinados, soñar con churros y fingir llamarse Ramón.
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