El corazón de Angkor Wat latía aquel día entre ruinas y selvas superlativas. Vi vacas errantes paciendo junto a altares ancestrales, esas sonrisas de Buda talladas en la roca, y enormes estructuras sagradas envueltas en muros de piedra de los que hoy brotan viejos árboles, musgo y flores.
Tras caer el sol, decidí caminar sin rumbo por las calles de la ciudad de Siem Reap hasta encontrar un bar en cuya terraza tres niños zambullían los pies en grandes tanques de agua salpicada de peces de colores. Justo al lado, había unas pocas mesas muy pegadas entre sí bajo los neones. Quizás fue al rozarle sin querer al sentarme. O tal vez por la monótona estampa de turistas con pantalones de elefante pasando frente a nosotros pero, en algún momento, él formuló la primera pregunta: “¿Cuánto llevas aquí?” Me dijo su nombre, pero no lo recuerdo. Era un hombre francés, atractivo, cuyos ojos azules eran tan brillantes como el colgante tumbado sobre su pecho descubierto.

Siem Reap , Camboya
Comenzamos hablando acerca de lo pequeñas que eran las porciones de los platos en Camboya y las maravillas de Koh Rong, unas bellas islas al sur del país.
Miré hacia el tanque de los niños bañando los pies en el agua: “yo no podría”. “Dicen que esos peces se llevan consigo todas tus células muertas”, me contó. Otra copa, un “a qué te dedicas”, seguido de un “opino lo mismo”, hasta que la conversación giró en torno a un nombre, Mildred. Así se llamaba la madre de aquel hombre que había venido a Asia, buscando huir tras su pérdida a causa de un cáncer. Me habló de su aroma, los trabajos de ganchillo que había dejado por hacer o su voz de terciopelo. No quise decirle que, con el tiempo, esa voz se le olvidaría. Podía entenderle porque yo había perdido a mi madre veinte años antes. “Es algo aquí”, dijo él, apuntando con el dedo índice a mi pecho. Y asentí, confundido, porque hacía demasiado tiempo que no compartía este tipo de reflexiones con nadie.
Durante horas hablamos de quienes se fueron, las altas rentas de Occidente, el amor, o cómo nos comportamos con los padres. Y debo reconocer que aquella conversación fue una de las mejores que he tenido en toda mi vida. Como dos brújulas que coinciden brevemente por accidente en el rincón más insospechado.
Puede que cuando viajemos, esa impermanencia nos permita sentirnos más presentes y libres
Decía el monje zen Thich Nhat Hanh que “las cosas que no duran mucho son las más hermosas”, una afirmación que comparten otras muchas doctrinas procedentes de Asia. Breves destellos que evocan esa gran paradoja que nos enseñaron Scarlett y Bill en Lost in translation: la necesidad en este mundo tan acelerado de sentirse comprendido y escuchado sin que nadie te juzgue.
Puede que cuando viajemos, esa impermanencia nos permita sentirnos más presentes y libres. O quizás, debamos encontrar la forma de trasladar esa filosofía a un mundo que necesita hablar más de sus problemas o reflexiones con los colegas del vermut en lugar de dar me gusta a textos de autoayuda en redes sociales.
Aquel hombre del colgante azul y yo cerramos el bar a las tres de la madrugada y caminamos juntos hacia nuestros hoteles. Cuando se apagó la luz, solo quedó un tanque lleno de peces garra rufa sin más pies que limpiar.
Nos despedimos con un abrazo. No volveríamos a vernos, no tenía su número ni sabía su nombre. Solo entonces, de camino al hotel, pensé que quizás todos seamos como esos templos de Angkor Wat: santuarios rodeados de murallas llenas de flores deseando brotar a la mínima grieta.