Salsa tártara frente a una mezquita en Polonia

Postal desde Kruszyniany

Salsa tártara frente a una mezquita en Polonia

Allí, justo enfrente, el paso de frontera bielorruso corta la carretera. Mi destino se encuentra en este lado, en territorio polaco, pero la ruta está poco clara y solo veo una pista que se interna en el bosque.

Se puede relativizar el trazado de estas fronteras. Han llegado a desplazarse centenares de kilómetros. En el siglo XVII, por ejemplo, la frontera oriental de la Confederación de Polonia y Lituania se encontraba a más de ochocientos kilómetros al este. En cambio, a finales del siglo siguiente tal frontera había desaparecido, como toda la confederación. Rusia, Prusia y Austria-Hungría se la habían tragado. Polonia solo reaparecería después de la Primera Guerra Mundial, para desaparecer de nuevo con la invasión alemana que desencadenó la Segunda Guerra Mundial. Y reaparecería, por fin, en 1945. Eso sí, con el país desplazado hacia el oeste, y no poco, hasta trescientos kilómetros en su frontera oriental. Y esto váyaselo a contar a un guardia de frontera bielorruso. Dígale que sí, que al fin y al cabo está pisando tierra que hace dos días se consideraba polaca, cuando lo único que quieres es alcanzar un pueblo cuyo acceso natural crees que pasa unos kilómetros por el país vecino. Y, puestos a apabullarlo con datos, podría alegar la composición étnica de estas poblaciones, que suman -más bien sumaban- bielorrusos, polacos, judíos, gitanos, ucranianos, pongamos también unos cuantos lituanos, alemanes y rusos, y hasta otras procedencias sorprendentes que espero descubrir.

Alcanzo un pueblo de casitas de madera copiado de un cuadro de Chagall (aunque sin violinista ni cabra) 

En cualquier caso, no ahondo más en los argumentos. Los dejo a disposición de quien guste, que yo -llámenme gallina, aunque sensato sería más adecuado- pongo el intermitente, reviso los retrovisores y, con un golpe de volante, tomo la pista que se interna en el bosque hacia el norte siguiendo la frontera por el lado polaco. Alcanzo un pueblo de casitas de madera copiado de un cuadro de Chagall (aunque sin violinista ni cabra) y pregunto a una señora mayor sacada de un cuento.

Sonríe y señala, y me pregunto si nos habremos entendido cuando hundo el coche en un barrizal. Cuando consigo salir marcha atrás, con la dignidad un poco pringada, vuelvo a cruzar el pueblo, saludo a la señora y deshago la ruta hasta la ciudad de Białystok, para intentar otro acercamiento a mi objetivo.

De nuevo hacia el este, por fin alcanzo las casas de Kruszyniany y me detengo ante lo que pasaría por una iglesuela. De madera pintada de verde, a cada lado del frontón que corona la fachada, se alzan dos torrecillas, como dos campanarios. Se podría pasar por delante sin que levantase ninguna sospecha, si no fuese por las dos medias lunas que coronan los campanarios. Es una mezquita de la segunda mitad del siglo XVIII. Se conserva otra en Bohiniki, treinta kilómetros más al norte.

Mezquita tártara de Kruszyniany, en el este de Polonia

Mezquita tártara de Kruszyniany, en el este de Polonia

Arkadiusz Fajer

Me descalzo al entrar. Su interior es acogedor, madera y alfombras. Consta de una sala y un coro. Abajo, los hombres; arriba, las mujeres. Todos orientados hacia La Meca, claro.

Su historia es un compendio de los vientos que han batido la estepa asiática. Guerreros temibles, los tártaros llegaron con las hordas mongolas, lucharon en uno y otro bando, y recibieron escudos y privilegios. Dice la leyenda que el coronel tártaro salvó la vida al rey Jan III Sobiesk en la batalla de Párkany. El rey, el 12 de marzo de 1679, les cedió estas tierras para que se pudiesen asentar. Y aquí siguen, unos pocos. En su pequeño cementerio, entre pinos y musgo, las estelas lucen la media luna. Han conservado su religión, algunas costumbres y su cocina.

En el restaurante que se encuentra frente a la mezquita, me sirven patatas con carne, que se acompaña con salsa tártara, claro.

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