Nubes ligeras corren por el cielo. Corren o escapan, porque la montaña las caza y cubre sus cimas con un paño tupido. Algo oscuro se esconde allá arriba, algo que no sé cómo es ni dónde termina, y, sin embargo, acepto el envite. Ataco el escalonado camino de Pyg. Asciende entre un edredón de hierba hasta alcanzar un collado. De allá parte la arista del Crib Goch, pero hoy el ánimo no está para aventuras aéreas. Así que flanqueo la vertiente sur hasta la encrucijada con el camino de los mineros, que sube del lago Glaslyn donde mora el monstruo Afranc, donde sir Bedivere arrojó Excálibur y, de entre las aguas, salió una mano que cazó la espada al vuelo. Un último rayo de sol peina las aguas y me tienta con una promesa de hadas y nereidas, y de aquella roca mágica bajo la cual se amanece loco o poeta. Pero no consigue doblar mi afán, por dura que sea mi encomienda. Y me encaramo por el camino que se empina entre bloques de piedra desnudos. Y la niebla diluye la visión del lago.
Entro en la nube. Y al rato un viento glacial me golpea. Se me empañan las gafas. Ya no encuentro una piedra más alta en la que poner el pie y deduzco que he coronado la cresta. Estoy en Bwich Glas, donde se nos une el camino de Llanberis, y oigo un zumbido, y algo se acerca entre la bruma. Es un trasto, un armatoste, un ingenio. Estoy por hincar la rodilla, levantar los brazos y soltar algún juramento mayúsculo, cuando distingo el coche fantasma y dos niños en manga corta se pegan al cristal y me observan con la perplejidad de los naturalistas que descubrieron al ornitorrinco.
Desde este monte se ven tierras de Irlanda, Escocia, Inglaterra y la isla de Man: 24 condados, 29 lagos, 17 islas
Intento olvidar la visión. Todavía no he culminado mi reto, aunque ya lo tengo al alcance. Quedan unas últimas escaleras, que me dejan en la cima y corono Yr Wyddfa (Snowdon para los ingleses). Desde este monte galés se ven tierras de Irlanda, Escocia, Inglaterra y la isla de Man. Así recitan las vistas: 24 condados, 29 lagos, 17 islas. Y, sin embargo, yo apenas distingo mis dedos.
Pero debo considerarme afortunado. He evitado esa cola que puede estirarse hasta cincuenta minutos para sacar una fotografía desde esta cima. Este es “el monte más ocupado de la Gran Bretaña”, apuntan en la página del Equipo de Rescate de Montaña de Llanberis. Aquí asciende más de medio millón de personas al año. Y yo estoy solo, con mi niebla y esa muchacha en chanclas y camiseta de tiras, que deja un soplido antes de descender los escalones tambaleándose.
Será el mal tiempo, será la soledad y este viento helado, pero me siento más cerca de George Mallory, que aquí realizó sus primeras escaladas. Pedaleaba sesenta kilómetros, con la cuerda de escalar a cuestas, para encaramarse por este macizo e inventarse nuevas vías. De monte en monte, terminó en el Everest, el 9 de junio de 1924. Le faltaban menos de trescientos metros para alcanzar la cima cuando se le vio por última vez. Faltaban casi treinta años para que se documentase la primera ascensión al techo del mundo. La firmó Tenzing Norgay, junto a Edmund Hillary, quien probó aquí sus equipos de oxígeno.
Inspiro, me limpio las gafas y lo doy por terminado. Y bajo noventa, cien escalones, hasta el centro de visitantes donde se amontonan decenas de turistas sorprendidos por el helor que les aguardaba después de ascender novecientos metros en el tren cremallera de Llanberis. Los que se atreven a salir para pisar coronar el monte regresan rojos como camarones. Yo, mientras tanto, me pido un té y un scone con mermelada y nata, y me lo tomo con la discreción de una heroína de Jane Austen. Mi gesta es discreta. Nada que ver con los caballeros de la mesa redonda, con J. R. R. Tolkien o los alpinistas insignes. Y, sin duda, este es el mejor scone que probaré nunca.