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Yayoi Kusama, la artista favorita del mundo

Creadora excepcional

Es la artista más extravagante, fotografiada y cotizada y a sus 91 años expone en los próximos meses en Londres, Berlín, Basilea y en el Nueva York que la vio triunfar cuando fue Warhol antes que Warhol

A sus 91 años, Yayoi Kusama conserva su estética radical y colorista.

Jeremy Sutton-Hibbert

Yayoi Kusama tiene 91 años y ha vivido al menos cuatro vidas. La última empezó en 1977, cuando el trastorno obsesivo que le perseguía desde niña se le hizo insoportable y se recluyó voluntariamente en una institución psiquiátrica de Tokio. Renunciaba así al afán de notoriedad que tanto le había perturbado en su juventud. Pero no a su arte: su forma de afrontar y de liberarse de sus demonios interiores y única vía hacia la sanación. Cada mañana, desde hace más de cuatro décadas, se encamina al estudio, que está al otro lado de la calle, trabaja con su equipo diez horas al día y al atardecer regresa al hospital. Desde ese espacio de seguridad ha pasado de la oscuridad a convertirse en la artista favorita del mundo, la más codiciada en los museos y la que alcanza precios más altos en el mercado.

En los próximos meses, le aguardan exposiciones en el Jardín Botánico de Nueva York, la Tate de Londres, el Gropius Bau de Berlín, el Ludwig de Colonia o la Fondation Beyeler de Basilea. Y, como viene sucediendo en los últimos años allí donde se presenta, millones de personas volverán a hacer colas para quedar sensorialmente atrapados –y hacerse un selfie– en sus hipnóticas habitaciones de espejos, luces de colores, calabazas alucinatorias y lienzos de lunares infinitos.

Figura de cera de Yayoi Kusama en el museo Madame Tussaud en Hong Kong 

VCG

El triunfo tardío de Yayoi Kusama es doblemente emocionante si se tiene en cuenta que hubo un momento –finales de los setenta y comienzos de los ochenta– en que su nombre fue eliminado de la historia del arte, pese a que en la escena neoyorquina de los sesenta había conseguido ser más famosa que Andy Warhol. Pero al igual que su obra, tanto su vida como ella misma parecen puntos perdidos en medio de un universo de puntos infinitos. Nacida en 1929 en una familia adinerada de Matsumoto que poseía enormes extensiones de viveros en el Japón rural, de pequeña acudía con su bloc de dibujo a los campos de cultivo de semillas y se sentaba entre las flores. Hasta que un día las violetas se arremolinaron en torno a su diminuto cuerpo y comenzaron a hablarle.

Pensaba que solo los humanos podían hablar, así que me sorprendió que las violetas usaran palabras. Estaba aterrorizada

“Pensaba que solo los humanos podían hablar, así que me sorprendió que las violetas estuvieran usando palabras. Estaba tan aterrorizada que las piernas empezaron a temblarme”, recuerda la artista en el documental de Heather Lenz Kusama: Infinito. Fue la primera de una serie de alucinaciones y ataques de pánico que atormentarían su ya de por sí sofocante infancia, entre un padre mujeriego y una madre que la enviaba a espiar a sus amantes y luego descargaba sobre ella toda su rabia, destruyendo los dibujos con los que aliviaba el espanto de aquellas flores rojas que se escapaban del mantel y la perseguían escaleras arriba.

Kusama creció con el deseo de ser artista, pero tras el ataque japonés sobre Pearl Harbor, con 13 años, fue reclutada y movilizada para trabajar en una fabrica de confección de paracaídas y uniformes militares. Cuando tenía un minuto libre pintaba frenéticamente, con una urgencia que continúa aún hoy, como si en cualquier momento pudiera aparecer su madre y arrebatarle los dibujos. Después de exponer en varias galerías de Tokio, ella misma quemaría más de 2.000 dibujos cerca del río. “Me dije a mí misma que a partir de entonces pintaría mucho mejor”, recordaría más tarde. En 1958, con 27 años, se había trasladado a Nueva York huyendo de la perspectiva de un matrimonio amañado. Llevó consigo unos dibujos, 60 kimonos de seda para vender, unos cuantos dibujos y una recomendación de la pintora Georgia O’Keeffe, a la que había contactado previamente por carta: “Si vienes, lleva un cuadro siempre bajo el brazo y patea la ciudad”. Lo hizo. A veces regresaba tan exhausta que tenía que dormir varios días seguidos.

El globo ‘El amor vuela hasta el cielo’ de la artista durante el desfile anual de Acción de Gracias, de Macy’s, en Nueva York, en noviembre pasado

Roy Rochlin / Getty Images

En su autobiografía, Infinity net, recuerda también que al principio tenía que sobrevivir de restos de comida, como las cabezas de pescado que encontraba en la basura y que ella utilizaba para hacer caldo. “Sufría a menudo una angustia que era como tener los huesos ardiendo”. Nueva York era una plaza difícil para una mujer japonesa. Pero su determinación para abrirse paso en un mundo dominado por hombres era insobornable. Aspiraba a convertirse en una estrella, y le sobraba descaro y ambición para ello. Las estrellas no nacen sino que se crean. Y se empleó a fondo en ello. Por la noche pintaba cuadros gigantescos de redes infinitas subida a una escalera de mano en un apartamento sin calefacción. Superaban en tamaño a la mayoría de las obras del expresionismo abstracto, que por aquel entonces dominaba la escena artística. Estaban cubiertos de unas delicadas y laboriosas pinceladas curvas de un solo color que repetía hasta la saciedad, sobre un fondo de contraste. El esfuerzo debió ser abrumador.

La obsesión sexual y el miedo al sexo se sientan en mí uno a cada lado

Consiguió exponer y vender algunos de aquellos cuadros a artistas amigos como Frank Stella y Donald Judd, que pagaron por ellos 75 dólares. En 2014, uno de ellos la convirtió en la arista viva más cotizada del mundo al alcanzar la cifra de 7,1 millones de dólares. Pero a comienzos de los años sesenta se había pasado a las esculturas blandas, objetos cotidianos como sillas, sofás o zapatos en los que cosía multitud de penes y protuberancias fálicas. Trataba así de exorcizar los demonios sexuales que la poseyeron en la infancia. “La obsesión sexual y el miedo al sexo se sientan en mí uno a cada lado”. “La sola idea de que algo tan largo y feo como un falo me penetre me aterra. Es por eso por los que he creado tantos. Los hago y los hago una y otra vez, y sigo haciéndolo hasta que termino por hundirme y sepultarme en el proceso”. Ella lo ha llama obliteración.

‘Infinity mirrored room-Love forever’, parte de la muestra dedicada a la artista en la capital federal estadounidense, en Washington en 2017

Bill O'Leary / ‘Washington Post’, via Getty Images

Su primera exposición individual, en la galería de Gertrude Stein fue una instalación en cuyo centro mostraba un bote con remos cargado de falos de peluche pintados de blanco. Empapeló las paredes, el suelo y el techo de la sala con 999 pósters con la imagen del bote visto desde arriba. Tres años después, Warhol retomaba la idea en Leo Castelli y multiplicaba por 100 la cabeza de una vaca rosa sobre un fondo amarillo. Desesperada por cómo los hombres se apropiaban de sus ideas, Kusama se refugió en su estudio y cubrió las ventanas para que nadie pudiera robarle. Más tarde, angustiada y rota, trataría de quitarse la vida saltando por una de ellas (le salvó una bicicleta aparcada en la calle) cuando vio que su primera habitación llena de espejos, el germen de sus celebradas Infinity Mirror Rooms, era en cierto modo replicada por Lucas Samaras en una galería mucho más prestigiosa.

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Al poco de su regreso a Japón, escribió su primera novela (en la actualidad cuenta con una veintena, además de numerosos poemas). La tituló Adicta al suicidio en Manhattan. Kusama encontró consuelo en Joseph Cornell, artista obsesivo y tímido, creador de cajas surrealistas de objetos encontrados, que nunca se mudó de la casa de su madre. Le llenaba el buzón de cartas de amor y la sometía a interminables monólogos telefónicos. Tenía 50 años y era un hombre difícil. “A él no le gustaba el sexo y a mí tampoco, así que no tuvimos sexo”, explica la artista en el documental. Tampoco debía gustarle a la madre de Cornell, que hizo todo lo posible por sofocar la relación. En una ocasión les arrojó un cubo de agua helada mientras se besaban bajo el membrillo del jardín trasero. “Él nunca se disculpó. En lugar de decir ‘lo siento, Yayoi’, lo que dijo es ‘lo siento, mamá’”.

Una chica hippy, Martha Melnyk, se deja pintar por Kusama en el Body Festival de la localidad de Provincetown, en Massachusetts.

Bettmann Archive / Getty Images

En una fotografía de la época, se la ve entrando desnuda en MoMA para oficiar una “gran orgía para despertar a los muertos”. “Mientras los artistas muertos exponen arte caduco, los artistas vivos mueren”, denunciaba. En pleno auge de la cultura hippie (vio en los revolucionarios de las flores una suerte de almas gemelas), se erigió en una sacerdotisa del flower power, organizando happenings en los que bandas de seguidores reclutados a través de anuncios en los periódicos retozaban desnudos mientras ella embadurnaba sus cuerpos de lunares. Ofició la primera boda homosexual, para la que creó un traje para dos, vendía diseños de moda de lunares en una boutique, con agujeros en los senos y las nalgas, y ofreció servicios sexuales a Nixon a cambio del alto el fuego en Vietnam. “¡Calma tu espíritu de lucha viril!”, le escribió en una carta.

Modernidad y sexo

Sus provocativas performances le trajeron fama y su nombre se transformó en sinónimo de sexo, hasta el punto de que fue registrado por la revista pornográfica 'Kusama’s Orgy'

Las provocativas performances le trajeron fama y su nombre se transformó en sinónimo de sexo, hasta el punto de que fue registrado y utilizado para dar nombre a una revista pornográfica Kusama’s Orgy. El eco de los escándalos llegó hasta Japón. Su familia, avergonzada, acudía al quiosco cada vez que aparecía una noticia suya y compraba todos los diarios para que nadie pudiera leerlos. Pero cuando ya entrados en los setenta cambiaron los aires del clima cultural y político, su notoriedad empezó a decrecer. El éxito se le escapaba de las manos.

Instalación ‘Narcissus garden 1966’, durante el Frieze New York, en la isla Randall, en Nueva York, en 2019

AFP via Getty Images

La muerte de Cornell fue otro duro golpe. Cada vez más deprimida y angustiada, regresó a Japón. Volvió a sufrir las alucinaciones y tenía ataques de pánico. Finalmente decidió buscar cobijo en el hospital psiquiátrico. Y en ese entorno seguro, encontró la paz para volver a hacer arte. Siguió trabajando y en 1993 fue la primera mujer en representar a Japón en la Bienal de Venecia, de donde había sido expulsada en 1966, cuando se plantó como si fuera una vendedora ambulante ante el pabellón japonés con su Narcissus Garden, un mar de 1.500 bolas de plástico bruñido y reflectante que vendía a 2 dólares la pieza. “El arte no puede venderse como quien vende helados o perritos calientes”, le dijeron. Pero ahora de pronto todo empezó a rodar, sus calabazas se venden por muchos miles de dólares y el mundo se llenó de lunares.

En 2010 escribió un poema titulado “Quiero seguir viviendo, pero...” Acababa así: “Hago acopio de esperanzas para una vida/ En medio de esta desesperación,/me pregunto si mañana aún seré capaz de vivir./ Interrogo todos los días a mi corazón en busca de una respuesta/. De cuando en cuando y con la mayor sinceridad”.