Las elecciones gallegas, donde Génova –a través de Alfonso Rueda– se ha impuesto a la coalición (tácita) entre el BNG y el PSOE, más el añadido del batacazo de Sumar, cuya situación muestra el efímero porvenir de todos los experimentos políticos cocinados en los cuarteles generales de los partidos en Madrid, enuncian una doble circunstancia. Por un lado, el PP sostiene su cuota de poder territorial, a excepción de Euskadi, Catalunya, La Mancha, Canarias, Asturias y Navarra; por otro, el retroceso de los socialistas en las autonomías donde existe una pulsión nacionalista o propuestas políticas abiertamente independentistas.
La investidura, incluida la incierta amnistía, desplazó al PSOE de Sánchez de la centralidad del tablero político. El coste electoral del viraje es la regresión de la marca socialista en toda España, hasta el punto de sembrar dudas sobre su viabilidad como organización a largo plazo. Sin una estructura territorial eficaz un partido puede, en determinadas circunstancias, alcanzar el poder o acariciarlo. Es dudoso, en cambio, que pueda conservarlo durante mucho tiempo.
Basta repasar la historia de Cs y Podemos –que en Galicia han cosechado menos votos que el Pacma– para tomar distancia de la obstinación madrileña de relativizar el factor local a la hora de diseñar sus estrategias. La organización liberal, al saltar desde Catalunya al ámbito estatal, construyó candidaturas de aluvión, con sobreros venidos de otras fuerzas políticas. La falta de implantación territorial real deshizo la organización cuando los vientos soplaron en su contra.
Podemos, en cambio, creció desde su núcleo madrileño a través de una serie de franquicias y coloniales –Compromís, los Comuns, el PCE– que nunca respetaron los términos propios de una verdadera confluencia. El tiempo los ha convertido en extraparlamentarios en muchas autonomías; en otras, donde todavía forman parte de candidaturas que ya no controlan, lo serán en cuanto vuelva a votarse. La lectura que desprenden las elecciones gallegas –a más nacionalismo, menos socialismo– tiene sin embargo una lectura divergente en Andalucía, donde el PSOE vive instalado en una decadencia que dura ya un lustro y que desde lo político se ha extendido al ámbito social, como muestra la reciente anécdota de la pérdida de su caseta en la Feria de Abril por haberse olvidado pagar las tasas municipales.
El episodio, que supone que los socialistas ya no contarán con un espacio social en el Real de Los Remedios hasta dentro de tres décadas, que es la demora de la lista de demandantes de casetas, sólo puede salvarse si el PP –que gobierna el Ayuntamiento de Sevilla con mayoría simple– les concede una amnistía. Pero, incluso en este supuesto (irónico), el coste político que los socios de la Moncloa están provocando en casi todas las autonomías no se diluirá.
Nadie lo ha formulado en público, pero muchos de los veteranos del PSOE andaluz, otrora dueños y señores de Andalucía, plantean la encrucijada con estos términos: o Sánchez deja al partido convertido en un erial o los dirigentes territoriales, que cada vez tienen menos fuerza, poder y autonomía, se rebelan contra el presidente, igual que en su día sucedió con Zapatero.
La segunda no parece, al menos a día de hoy, una posibilidad viable. La primera, en cambio, ya es un hecho, aunque en el caso de Andalucía la fórmula gallega es de conjugación imposible. En la autonomía del Sur los escasos partidos políticos de inspiración nacionalista, que son los que ahora parecen avanzar en perjuicio del PSOE, son irrelevantes o, como sucede en el caso concreto de Adelante Andalucía, una suerte de CUP a la meridional, residuales.
La ausencia de un nacionalismo de izquierdas en el Sur pudiera dar ciertas esperanzas a los socialistas andaluces de que su situación va a ser diferente. Su tesis es que su electorado sólo tiene como alternativa para consumar un hipotético trasvase de votos a la marca situada a su izquierda: Por Andalucía, una franquicia de Sumar creada antes de la ruptura con Podemos
Es un magro consuelo, pues su quebranto electoral es de otra índole. Primero, porque tras casi cuarenta años de hegemonía absolutista, que ya no volverán, los socialistas andaluces no sólo han perdido el Quirinale (San Telmo), sino todo su poder local –salvo las diputaciones de Jaén y Sevilla– y hasta la brújula que en su día llevó a sus patriarcas a la Tierra Prometida.
No es lo peor: la herida más grave que sufre el PSOE en Andalucía es que ha dejado de ser políticamente relevante –en beneficio del PSC– en Ferraz. Sin esta influencia en Madrid, las opciones de renovación de los socialistas andaluces, aunque fuera fingida, son inverosímiles. Su único camino es el seguidismo. No cuentan con autonomía para articular un mensaje propio. Su porvenir está pues ligado al sanchismo, como se ha visualizado tras la firme oposición de sus grandes referentes históricos –González, Guerra, Borbolla– a la amnistía.
En segundo lugar, se da la circunstancia de que quien ha aprovechado a su favor la cuota electoral de las escasas marcas políticas con perfil regionalista es el PP de Moreno Bonilla, que no sólo ha asumido y mimetizado –en un odre nuevo– lo que el PSOE representó durante cuatro décadas en Andalucía, sino que ha acogido bajo su manto protector a las minorías andalucistas que entre 1996 y 2000, cuando Chaves se quedó sin mayoría absoluta, ayudaron al PSOE mantener la Junta gracias a un gobierno de coalición con los regionalistas.
Esta fórmula, que es en la que acariciaba el PSOE en Galicia, no va a ocurrir en Andalucía, donde los andalucistas ni siquiera forman parte del Parlamento y sus líderes históricos, como Alejandro Rojas Marcos, se han situado junto al PP. La improbable recuperación del PSOE en el Sur no depende ya de un improbable crecimiento por la izquierda. Requiere el ocaso de Sánchez. Y su gran desazón es que, si esta hipótesis llega algún día a convertirse en realidad, quizás sea muy tarde y la Andalucía socialista se haya convertido ya en el último reino taifa.