Es una de las parejas de lienzos más famosa de la historia del arte. En el primer cuadro, Francisco de Goya plasmó la carga brutal de las tropas napoleónicas contra el pueblo de Madrid, el 2 de mayo de 1808. En el segundo, una escena escalofriante, contemplamos el fusilamiento de un grupo de resistentes, después de que el ejército galo sofocara el levantamiento de la capital española, una insurrección en protesta contra la presencia de una fuerza armada extranjera que era, en teoría, una aliada, pero que estaba aprovechando la situación para hacerse con todos los resortes del poder.
El artista aragonés pintó estas obras en 1814, cuando la guerra de la Independencia había terminado. Era una forma de cumplir con lo que hoy denominaríamos “deber de memoria”. La contienda era todavía reciente y había que honrar a los caídos por la patria y el rey. Goya, sin embargo, también ocultaba un interés personal. Al ensalzar el heroísmo español, intentaba hacerse perdonar su conducta tibia durante la ocupación francesa.
Tenía buenas razones para actuar pronto, porque estaba en marcha un proceso de “purificación” destinado a averiguar qué había hecho el personal de Fernando VII durante el dominio extranjero. Si se descubría que había apoyado por voluntad propia a los franceses, se arriesgaba a perder su puesto de trabajo. Debía presentarse como un patriota.
En el lienzo del 2 de mayo, los enemigos no son franceses, sino mamelucos, miembros de una milicia egipcia que Napoleón había traído a Europa desde Egipto. Se trataría, por tanto, de musulmanes. En Goya. Retrato de un artista (Cátedra, 2022), Janis Tomlinson explica que el aragonés enlazaba así la actualidad con la historia de reconquista.
El hecho de que los agresores no fueran cristianos contribuía a subrayar la afrenta que había sufrido España, al mismo tiempo que se identificaba a los invasores, encarnación de la Francia revolucionaria, con los infieles: “Los mamelucos eran la personificación del peligro que representaba Napoleón para la ortodoxia católica del país”.
Según Tomlinson, lo más probable es que Goya, en el instante de la sublevación, no viera en los protagonistas a unos héroes patrióticos, sino a gente que simplemente expresaba su xenofobia contra los franceses. En aquellos momentos, tanto Carlos IV como su hijo Fernando se hallaban prisioneros de Bonaparte. El pintor se había quedado sin mecenas que lo protegiera.
Podemos imaginarnos en él a un hombre básicamente preocupado por una cosa: sobrevivir. Seguramente fue por eso que, junto a miles de personas, juró lealtad a José Bonaparte, el monarca que había impuesto Napoleón.
Un documento de 1814 dice que el artista se ausentó de Madrid para no tener que servir al monarca intruso. Supuestamente, trató de llegar a la zona de la península controlada por los españoles. Solo una cosa le habría disuadido: la amenaza de confiscación de los bienes de su familia.
¿Fueron así los hechos o el pintor intentaba justificarse a posteriori? Sabemos que Goya estuvo en Madrid y trabajó para José I al tasar unos cuadros que el soberano deseaba regalar a diversas personas al servicio de su causa, caso del mariscal Soult o del general Sebastiani. Sin embargo, como precisa Tomlinson, “nunca ocupó un puesto oficial”.
Lo que sí hizo fue pintar el cuadro que hoy se conoce como Alegoría de la villa de Madrid. En el óvalo que se sitúa en la parte superior derecha, el artista colocó originalmente un retrato del rey intruso que se inspiró en un grabado. El hermano de Napoleón no pudo posar para el aragonés al encontrarse en Andalucía. Sin embargo, en 1812, con los vaivenes de la guerra, José se vio obligado a huir. Goya sustituyó entonces su imagen por la palabra “Constitución”, en alusión a la Carta Magna que acababan de promulgar las Cortes de Cádiz.
No acabaron aquí los vaivenes del lienzo, que adquirió su aspecto definitivo cuando, algunos años después de la muerte de Goya, se pintó la leyenda “Dos de Mayo”. El levantamiento madrileño, por entonces, ya se había convertido en una jornada mítica.
Por otra parte, mientras duró la guerra de la Independencia, el pintor trabajó para clientes franceses. Tenemos una buena muestra de ello en su retrato de Nicolas Philippe Guye, un militar que había sido gobernador de Sevilla.
¿Colaboró Goya con los ocupantes porque era afrancesado, es decir, simpatizante de la cultura francesa? Tomlinson lo desmiente con rotundidad. Lo que hizo fue siempre por motivos profesionales, no en función de sus ideas políticas. Por su talento pictórico, el nuevo régimen no dudó en recompensarle, en marzo de 1811, con la Real Orden de España, una versión hispana de la Legión de Honor, ridiculizada por el pueblo con el apelativo de “Orden de la Berenjena”.
Las guerras acostumbran a poner a muchas personas en situaciones ambiguas desde un punto de vista moral. Goya, como tantos otros, debió dejar a un lado sus convicciones personales para subsistir en aquellos momentos tan difíciles. Su caso demuestra que la guerra de la Independencia no fue la respuesta unánime de un pueblo ante una invasión. Se dieron, como acostumbra a suceder, muchos matices y claroscuros.