Julio César (100-44 a. C.) se gustaba a sí mismo. Como si fuera el narrador de su propia historia –y, de hecho, escribió sus obras en tercera persona–, supo poner la guinda a cada episodio de su vida con una cita épica. Desde el “en César solo manda César” que le dedicó al dictador Sila cuando este le exigió que dejara a su esposa Cornelia hasta el “tú también, hijo mío” que se dice que le espetó a Bruto en su asesinato, todos recuerdan alguna de sus citas.
En parte porque era un buen narrador. De hecho, sus Comentarios sobre la guerra de las Galias constituyen una obra cumbre de la literatura latina. Al mismo tiempo, también fue un hábil político que, proviniendo de una familia de funcionarios menores, supo llegar a la cima del poder.
Y si logró todo eso fue gracias al prestigio adquirido en el campo de batalla. Junto a Alejandro Magno, Napoleón y unos pocos más, César sigue vivo en el imaginario popular como uno de los mejores generales de la historia. No solo ganó una guerra civil contra su adversario Pompeyo, sino que también conquistó las Galias y amplió la frontera de Roma hasta Europa central.
El modo de lograrlo fue siempre el mismo: disciplina, buena planificación y movimiento incesante, en una estrategia que consistía en atacar sin parar. Así suplió siempre su inferioridad numérica, que en la guerra de las Galias fue casi una constante.
Para la historia quedó el célebre sitio de Alesia, donde se atrincheraron los 80.000 galos de Vercingétorix. Alrededor de la ciudad, el romano improvisó una línea de fortificaciones de hasta 15 km de largo que incluía dos fosos, varias torres de asedio y trampas escondidas entre la maleza.
Por si fuera poco, más adelante tuvo que construir una segunda muralla, pues 200.000 galos habían acudido al rescate de Vercingétorix. Es imaginable el miedo que debieron de sentir los romanos que quedaron atrapados en el interior. Según su general, si lograron mantener la sangre fría fue gracias a su buen entrenamiento y la confianza en sus centuriones, con quienes César nunca reparó en halagos.
Gracias a su profesionalidad, y a la efectividad de su caballería, los romanos resistieron, y lo hicieron el tiempo necesario para que los defensores se quedaran sin agua ni víveres. Vestido con su mejor armadura, Vercingétorix acabó arrojando sus armas a los pies del vencedor. La Galia se había rendido.
Menos atractiva es la historia del exterminio de población civil que llevaron a cabo las tropas invasoras. Los historiadores no se ponen de acuerdo, aunque las fuentes y los registros arqueológicos indican que pueden tratarse de centenares de miles de muertos.
César entendía la guerra de una forma romántica y a la vez brutal, así lo indican sus propios escritos. Para verla con sus propios ojos, qué mejor que recurrir a sus citas.
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