Aquel 49 a. C., al atravesar el célebre Rubicón, Julio César llevaba mucho bregado en su anhelo de alcanzar el poder. Su triunvirato con Craso y Pompeyo se desvanecía. La conquista de las Galias le había proporcionado la gloria, pero también le había alejado de Roma en un momento en que, con Craso muerto, Pompeyo buscaba gobernar en solitario. César no estaba dispuesto a permitirlo.
Al cruzar el riachuelo que desencadenaría la guerra, contaba únicamente con su legión, pues el resto de sus fuerzas permanecían en la Galia. Pompeyo tenía el control del ejército en el resto de las provincias, además de la marina. Sin embargo, pasado el Rubicón, César se dio cuenta de que era recibido con los brazos abiertos por súbditos cansados de la oligarquía senatorial, de la corrupción y de la pobreza, y querían ver en él a su salvador.
Su avance hacia Roma fue un paseo, y Pompeyo y los senadores consideraron prudente huir hacia el sur, mientras seguían rechazando las ofertas de César de negociar. Pompeyo, consumido por la enfermedad y la indecisión, decidió embarcar con su ejército en Brindisi y trasladarse a la otra orilla del Adriático, a Dyrrachium (Durazzo), en la actual Albania.
A mediados de marzo, César entraba en Roma, pero, respetando las leyes, dejó fuera a su ejército. Mientras, sus fuerzas se concentraban en Italia y la Galia, pero todo Oriente, África, Hispania y Sicilia, aparte de las vías marítimas, estaban en poder del enemigo. Y este aspiraba a vencerle por hambre, cortándole el suministro de trigo.
Con su magnanimidad en Hispania provocó una avalancha de rendiciones
Con tantos frentes abiertos y la amenaza de la escasez, César sabía que debía batir por separado, y deprisa, a los ejércitos adversarios. Por ello, mientras enviaba una legión a Sicilia y Cerdeña para proteger las plantaciones de grano, él se trasladó con el grueso de su ejército a Hispania a través de los Pirineos para asegurarse el avituallamiento.
Llegó hasta Ilerda (Lérida), en donde venció a los pompeyanos. Maniobró con rapidez, lo que le permitió aislar a sus enemigos de sus reservas de agua y comida obligándoles a capitular. Pero si las victorias militares fueron fructíferas, más lo fue la magnanimidad que mostró hacia los vencidos, porque con ella provocó una avalancha de rendiciones y logró que las fuerzas pompeyanas de Hispania se deshiciesen como sal en el agua.
Con las espaldas cubiertas volvió a Italia. La euforia se desató en el pueblo. El resultado fue que los senadores que quedaban en la capital le nombraron dictador. No obstante, a los pocos días renunció al cargo para ser elegido cónsul, mientras acometía varias reformas legales.
A los pocos días ya estaba de nuevo en marcha hacia el sur, otra vez hacia Brindisi, adonde llegó a finales de año. En menos de doce meses había recorrido Italia de norte a sur en cuatro ocasiones, había viajado a Hispania, vencido en todas las batallas y gobernado.
Otra vez la audacia
César deseaba acabar cuanto antes con Pompeyo, que estaba acampado en Macedonia y que, al dominar todo Oriente, seguía contando con más hombres y riquezas. Lo más normal es que César hubiese ido hacia Macedonia por tierra, pero temía que su enemigo lo aprovechase para desembarcar en Italia. Así que, a pesar de ser invierno, de tener pocos barcos y de que el Adriático estaba dominado por Pompeyo, decidió hacer la travesía por mar.
En Brindisi concentró doce legiones, pero sus escasas embarcaciones solo le permitieron transportar siete, unos veinte mil hombres, sin caballos, ni esclavos ni apenas vituallas. El resto quedó bajo el mando de Marco Antonio, a la espera de que regresasen los mismos barcos a recogerlos.
En Dyrrachium envió un mensaje de paz a Pompeyo, lo que anuló el factor sorpresa
El 5 de enero de 48 a. C. atracó a unos 130 kilómetros al sur de Dyrrachium. Pero nada más llegar envió un mensaje de paz a Pompeyo, lo que anuló el factor sorpresa. Permitió la reacción de la flota pompeyana, que, junto con las tempestades, diezmó la escuadra de César.
Pompeyo, al enterarse del desembarco de su enemigo, volvió a toda prisa a Dyrrachium para evitar perder la ciudad, cosa que consiguió por poco. Ambos ejércitos se apostaron uno frente a otro. Por suerte para las escasas fuerzas de César, no fue atacado por un prudente Pompeyo. Hasta cinco semanas después Marco Antonio no pudo acudir con las cuatro legiones restantes, pero las tormentas le hicieron desembarcar muy al norte.
En esa ocasión Pompeyo estaba alerta, y quiso batir a Antonio por separado. Sin embargo, este recibió el aviso de los emisarios de César, con lo que pudo eludir la emboscada y reunirse con él. Durante los siguientes días hubo escaramuzas entre ambos ejércitos. Pompeyo ejecutó a los prisioneros, pero su oponente los enroló como soldados, lo que incrementó su ascendencia entre los hombres.
No obstante, pronto le llegaron malas noticias: la flota pompeyana logró destrozar a la cesariana en sus puertos adriáticos. César quedaba incomunicado con Italia. Las voces más sensatas del campo de Pompeyo abogaban por volver a Italia y tomar su control.
César pensó que el modo de impedirlo era maniobrar para bloquear el acceso al mar de Pompeyo. O bien forzar la batalla, aunque esta debía producirse en un terreno que le permitiese contrarrestar su inferioridad numérica. Los bandos sostuvieron una guerra de desgaste que minó más al ejército de César. La rapidez, su mejor arma, le había servido contra enemigos desprevenidos, pero este no era el caso. No podía evitar que Pompeyo cruzase a Italia.
El trigo y la col
El ejército de César acampó en la llanura de Farsalia y se dispuso a la batalla. Sus fuerzas eran de ocho legiones, que ascendían a 22.000 hombres y 1.000 jinetes. El bando contrario estaba constituido por once legiones y más tropas auxiliares, lo que sumaba casi 50.000 hombres y 7.000 jinetes.
Pero los soldados de César eran veteranos disciplinados y entregados a su jefe. El bando de Pompeyo era un hervidero de notables que competían a la hora de ejercer mayor influencia sobre el general. La noche anterior al choque, mientras César cenaba el rancho de trigo y col de sus legionarios, Pompeyo y los suyos celebraban un suntuoso banquete anticipando la victoria.
El 9 de agosto, Pompeyo colocó a su ejército en tres líneas y tres bloques: el ala derecha, el centro y el ala izquierda. El plan pompeyano era sencillo: mientras su derecha y centro contenían el ataque del enemigo, aprovecharía la superioridad de su caballería para desbordar, por su izquierda, al adversario y envolverlo por la retaguardia.
César comprendió sus intenciones y desplegó a sus tropas también en tres líneas y en las correspondientes tres alas: la izquierda, que confió a Marco Antonio, el centro y la derecha. En este extremo situó a sus jinetes, dando a entender que pensaba contener con ellos a la muy superior caballería pompeyana.
Tras la maniobra de César, como arqueros y honderos quedaron sin protección, acabaron exterminados
Pero era una treta: sabiendo que su ala derecha sería superada por la caballería enemiga, sacó a varias cohortes de la tercera línea de batalla y las ubicó en el ala derecha, tras su caballería, sin que el enemigo pudiese verla y situada oblicuamente para hacer frente a la maniobra de envolvimiento. Esta cuarta línea que formó con ocho cohortes, unos 3.000 hombres, fue la clave.
Pompeyo lanzó su caballería e infantería ligera contra la derecha de César. La caballería de esta comenzó a retroceder ante la de Pompeyo, que comenzaba su envolvimiento. Pero César ordenó a su cuarta línea avanzar y atacar a la caballería enemiga. Esta no esperaba encontrarse con la fuerza atacante de legionarios y, sorprendida, emprendió la huida.
La derecha de César ahora estaba apoyada por la cuarta línea que había dispersado a la caballería de Pompeyo. Esta derecha fue la que acabó envolviendo a la izquierda enemiga. Mientras tanto, los legionarios rompieron el frente central, provocando la fuga de los pompeyanos.
Pompeyo se había retirado a su campamento al comprobar la derrota de su caballería, y al saber del desastre total abandonó su capa de general y escapó. Su adversario ordenó que persiguieran a los derrotados. Al día siguiente César logró rendir al resto de las tropas huidas.
Las bajas de César en la batalla rondaron los 1.000 muertos, mientras que las de Pompeyo fueron de cerca de 10.000, más unos 20.000 prisioneros a los que César trató bien y enroló en su ejército. Tras comprobar con alivio que entre los muertos no figuraba su hijo adoptivo Bruto, que estaba combatiendo en el bando de Pompeyo, celebró la victoria.
Rematar al enemigo
El general vencido huyó a Egipto, estado vasallo de Roma, con la intención de reorganizar las fuerzas que le quedaban en Asia y África. Pero en Alejandría, el rey Ptolomeo quiso ganarse el favor del vencedor y ordenó asesinarlo. Pompeyo fue apuñalado por la espalda y su cabeza llevada a César como regalo. Este se horrorizó al verla, pero encontró consuelo en los encantos de Cleopatra, hermana del rey egipcio.
Después se trasladó a Asia para sofocar rebeliones en Siria, donde, tras la batalla de Zela, pronunció su “Vini, vidi, vinci”, y finalmente llegó a Italia. Allí perdonó a casi todo el mundo, como a su hijo adoptivo.
Su tardanza en volver de Egipto había permitido que los pompeyanos se reagrupasen, por lo que en 46 a. C. volvió la lucha. En Túnez fue derrotado en Ruspina, pero luego venció en la batalla de Tapso. Por vez primera en las guerras civiles, no aceptó la rendición y masacró a sus prisioneros, más de 10.000.
Algunos de los pompeyanos lograron huir a Hispania, y en Andalucía reorganizaron sus fuerzas con la ayuda de los hijos de Pompeyo. A ellos tuvo que enfrentarse César en la última gran batalla, la de Munda, en 45 a. C., en que venció. La guerra civil había terminado.
Aquí huele a monarquía
En esos años el Senado le había dado a César el título de dictador. Primero por un decenio, pero poco después de forma vitalicia. Combinó la guerra con la acción política. No impulsó ninguna medida revolucionaria, pero sí reformas.
Lo cierto es que la acumulación de atribuciones poco le diferenciaba de un rey absoluto o de un tirano. Muchos comenzaron a pensar que quería convertirse en monarca, algo de infausto recuerdo para los romanos. Fue prolongando la indefinición sobre la restauración o no de la República, aunque prometió aclararlo todo a la vuelta de su expedición contra los partos.
No llegó a hacerlo. El 15 de marzo del año 44 a. C., tres días antes de la expedición, fue asesinado por los que temían que se proclamase rey. Pecó de confiado. Paradójicamente, sus asesinos (con su hijo adoptivo Bruto entre ellos), que anhelaban mantener las esencias democráticas de la República, abrirían la puerta a un poder mucho más omnipotente: el del Imperio.
Este artículo se publicó en el número 492 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.