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Shanghái, historia del "París de China"

Metrópoli en Oriente

Hoy la ciudad china de Shanghái vive una segunda edad dorada. Como esta, la primera también tuvo su origen en el comercio, solo que entonces lo dominaron las potencias occidentales

El Bund de Shanghái en 1926

Bettmann / Getty Images

Si hay una ciudad que le deba todo al comercio, esa es Shanghái. Fundada cerca de la desembocadura del Yangtsé, el río que da acceso al interior de China, la “ciudad sobre el mar” pasó de ser un pequeño puerto pesquero en el siglo VII a un boyante centro mercantil de 250.000 habitantes en 1842. A partir de ese año, su apertura al comercio con Occidente y el opio impulsaron el desarrollo económico que la convertiría en una de las metrópolis más prósperas y cosmopolitas del mundo en el primer tercio del siglo XX.

Y si después cayó en el ostracismo fue porque la ocupación japonesa y el cierre en banda de la China comunista la privaron de su razón de ser. La asombrosa expansión que vive en la actualidad, fruto de su reincorporación estelar al circuito del comercio y la inversión internacionales, vuelve a demostrar que Shanghái florece cuando se le permite hacer lo que mejor sabe. Su éxito, sin embargo, siempre ha tenido por reverso la explotación de gran parte de sus habitantes. Es una de las muchas paradojas que caracterizan el progreso de Shanghái, como bien ilustran los cien años de presencia extranjera.

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No era una colonia, pero, debido a las concesiones extraterritoriales, tampoco una ciudad enteramente china. De Occidente recibió opio, empresarios sin escrúpulos y especuladores, pero también la arquitectura que la embelleció y las ideas revolucionarias que cambiarían la historia de China. Durante la edad dorada de los años veinte y treinta, origen de su aura mítica, se la comparó con París, Nueva York y... Babilonia. Espléndida y depravada a un tiempo, fue para unos “la perla de Oriente” y para otros “la prostituta de Asia”.

Los diablos extranjeros

Para la China de la época, la mayor paradoja era que Shanghái saltó a la modernidad gracias a los “diablos extranjeros”. Por si fuera poco, su llegada se debió a un comercio tan vil como el del opio. Durante el siglo XVIII, Gran Bretaña importaba de China enormes cantidades de té, seda y porcelana, pero tenía que hacerlo desde Cantón, que por orden de la dinastía Qing concentraba todo el comercio con Europa, y solo a cambio de plata.

Ilustración que muestra los campos de opio en 1839.

TERCEROS

En 1793, el emperador Qianlong respondió así a la solicitud de Jorge III de ampliar los intercambios comerciales entre los dos países: “Lo tenemos todo. No concedo valor alguno a objetos extraños o ingeniosos y no necesito los productos de su país”. Este desencuentro entre el mercantilismo británico y la visión que los chinos tenían de sí mismos como el centro del mundo desencadenaría una de las guerras comerciales más sucias de la era colonial.

Las restricciones de Pekín al libre comercio ocasionaban un sangrante déficit que Gran Bretaña no estaba dispuesta a permitir. La Compañía de las Indias Orientales, titular del monopolio del comercio británico con Asia, propuso una solución maquiavélica: si no podían equilibrar la balanza por las buenas, lo harían por las malas. Tal vez los chinos no estuvieran interesados en las mercancías inglesas, pero la compañía podía venderles el opio que producía en India.

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La droga no era desconocida en China. Aunque solo estaba al alcance de las clases privilegiadas, el gobierno había prohibido su consumo e importación. Como no podía introducir el opio abiertamente en el país, la Compañía lo vendió al por mayor a comerciantes privados que lo transportaban hasta Cantón. La red de contrabando extendió sus tentáculos por todo el país a golpe de sobornos y con la colaboración de los mercaderes chinos, cautivados por el lucrativo comercio.

La droga inclinó la balanza comercial a favor de los británicos, procurándoles unos beneficios inimaginables con cualquier otro producto

La demanda de una droga tan adictiva no solo estaba asegurada, sino que crecía espectacularmente a medida que aumentaba la oferta. La penetración del opio fue tal que a finales de la década de 1830 había en el país doce millones de adictos, el 10% de la población. La droga inclinó la balanza comercial con China a favor de los británicos, procurándoles, además, unos beneficios inimaginables con cualquier otro producto.

El opio como pretexto

El gobierno chino ignoró el problema hasta que saltaron todas las alarmas. El “barro extranjero” dejaba a su paso un reguero de corrupción, desorden y miseria social y, peor aún, su importación masiva amenazaba con vaciar las reservas de plata del país. En 1839, tras varios intentos de acabar con el comercio ilegal, el emperador Daoguang envió un comisario a Cantón con el encargo de destruir los alijos de opio y cerrar el puerto.

La medida fue la excusa perfecta para que William Jardine –fundador de la empresa más importante en el negocio del opio– y otros traficantes plantearan en Londres la necesidad de recurrir a la fuerza. Jardine, en concreto, organizó un poderoso lobby empresarial y se ganó el favor del ministro de Asuntos Exteriores, vendiéndole la guerra como el medio de obtener las concesiones comerciales que Gran Bretaña perseguía desde hacía tiempo. Incluso le presentó un plan de ataque y bloqueo naval pensado hasta el último detalle.

La primera guerra del Opio modifió para siempre la realidad de Shanghái.

TERCEROS

En junio de 1840 una flota británica partió a China desde Singapur iniciando la gran ofensiva de la primera guerra del Opio. La fuerza expedicionaria sumó una victoria tras otra a lo largo de la costa del país, desde Cantón y Hong Kong hasta Shanghái y, en agosto de 1842, se plantó a las puertas de Nankín. La perspectiva de que la antigua capital de la dinastía Ming fuera atacada llevó al emperador a sellar una paz todavía más humillante que la derrota militar.

Por el Tratado de Nankín, China tuvo que ceder Hong Kong a Gran Bretaña; pagar una indemnización de 21 millones de dólares de plata; abrir al libre comercio cinco puertos, entre ellos Cantón y Shanghái, y aceptar unos aranceles fijos. Para colmo, Gran Bretaña obvió en el texto el comercio del opio o, lo que es lo mismo, lo dejó en un limbo de permisividad.

Cuatro ciudades en una

El de Nankín fue el primero de una serie de acuerdos que China firmó con las potencias occidentales para “apaciguar al bárbaro”. Se los conoce como tratados desiguales porque solo estipulaban obligaciones para China y mermaron su soberanía. Gran Bretaña consiguió que sus ciudadanos pudieran comprar inmuebles en los puertos francos y residir allí con sus familias, así como el privilegio de extraterritorialidad, por el que los británicos, sus propiedades y actividades estarían sujetos a la jurisdicción de su país, administrada por las autoridades consulares.

En diez años, el número de barcos extranjeros que fondearon en el puerto de Shanghai pasó de 44 a 437

Adelantándose a los acontecimientos, se aseguró también el estatus de nación más favorecida. En la práctica, esta cláusula obligó a Pekín a conceder los mismos derechos a los países que, como Estados Unidos y Francia, se apresuraron a exigir tratados similares. El resultado fue la división territorial y social entre occidentales y chinos en los puertos francos. La ciudad más bastarda de todas terminaría siendo Shanghái, la más codiciada por los extranjeros.

Era la más próspera, la más parecida a una capital y, gracias a su ubicación estratégica, la que mayor potencial comercial ofrecía. Y, mejor todavía, la injerencia de Pekín era mínima. El primer cónsul británico llegó en 1843. Dos años después, acordaba con las autoridades locales la asignación de una concesión o enclave británico en la ciudad. Estados Unidos haría lo propio en 1848 y Francia en 1849.

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El despegue económico fue casi inmediato. En diez años, el número de barcos extranjeros que fondearon en el puerto de Shanghái pasó de 44 a 437. Cientos de comerciantes, que adoptaron la palabra china taipan, o empresario, se instalaron en las concesiones. Los británicos, la gran mayoría, acudieron atraídos por el negocio más suculento, el del opio. Irónicamente, fueron los chinos quienes les enriquecieron aún más.

No fue un acto voluntario, sino provocado por una cruenta guerra civil que causó veinte millones de muertos. Durante catorce años, la rebelión de los Taiping, una secta fundada por un campesino mesiánico del sur del país, puso en jaque a la dinastía Qing. La debilidad imperial era manifiesta por el descontento de una población empobrecida por los impuestos y la “invasión” de los comerciantes occidentales.

La batalla de Chinkiang fue la última de los grandes enfrentamientos de la guerra.

TERCEROS

La Sociedad de la Pequeña Espada ocupó la antigua ciudad china de Shanghái en nombre de los Taiping, y miles de chinos huyeron presos del pánico hacia las concesiones, protegidas por su extraterritorialidad. Dadas las circunstancias, Pekín levantó la prohibición de que sus súbditos vivieran en las concesiones, lo que causó un boom inmobiliario. Muchos extranjeros obtuvieron pingües beneficios construyendo viviendas para los refugiados. No solo eso, las concesiones crecieron rápidamente y aumentaron su dominio de la economía de la ciudad.

El negocio de la desgracia

Las tropas imperiales derrotaron a la Sociedad de la Pequeña Espada en 1855, pero la rebelión de los Taiping se prolongó otros nueve años. Al mismo tiempo, el emperador Xianfeng tuvo que hacer frente a la segunda guerra del Opio con Gran Bretaña, que, voraz y hábil como siempre, aprovechó la coyuntura para exigir una renegociación de sus tratados con el fin de ampliar el libre comercio a toda China, legalizar el comercio del opio y abrir una embajada en Pekín.

El emperador claudicó finalmente en 1860. Solo entonces las potencias occidentales se decantaron por apoyarle militarmente frente a los Taiping. Era mejor lidiar con la dinastía Qing, corrupta y débil, que con una China revolucionaria y fuerte gobernada por los rebeldes. Seguros en las concesiones, la violencia que les rodeaba no disuadió a los extranjeros en su empeño por consolidar sus negocios y poder en Shanghái. Es más, sacaron toda la tajada que pudieron, tanto a nivel privado como oficial.

La falta de escrúpulos, que solo los misioneros se atrevieron a denunciar, se generalizó

Cuando los Taiping invadieron la provincia de Shanghái, amenazando con tomar la ciudad, una nueva oleada masiva de refugiados –casi trescientos mil– volvió a disparar los precios del suelo y los alquileres, enriqueciendo a especuladores y taipan. La guerra civil también estimuló otro prometedor negocio hasta entonces no explotado por los occidentales, el del armamento. La falta de escrúpulos, que solo los misioneros se atrevieron a denunciar, se generalizó.

Ruizhou, uno de los choques entre los rebeldes taiping y las tropas de la dinastía Qing en la China de mediados del siglo XIX

A nadie se le escapaba que su presencia en Shanghái se debía al opio, que además seguía siendo el mayor negocio. El comercio de la droga, tolerado desde el principio y ahora legalizado, legitimaba cualquier otra actividad inmoral. Y, después de todo, como se jactaba un taipan, habían ido a Shanghái a ganar dinero: “En dos o tres años como máximo, espero ganar una fortuna e irme. ¿Qué me puede importar si después Shanghái desaparece, pasto de las llamas o anegada? […] Todos los medios y maneras son buenos si la ley los permite”.

Pero la interpretación de la ley que hacían los occidentales era tan laxa como su moralidad. A pesar de que la mayoría de la población en las concesiones era ya china, las potencias extranjeras reforzaron su control fundando una serie de instituciones de dudosa legalidad. En 1863, británicos y norteamericanos unieron sus concesiones y crearon el Asentamiento Internacional, administrado por el Consejo Municipal de Shanghái. La Concesión Francesa también se constituyó en municipio, pero separado del internacional y gobernado por el cónsul francés.

Milagros y miserias

Shanghái se transformó en el gran centro comercial, financiero e industrial de China. El milagro no solo fue obra de la inversión extranjera, sino también de la iniciativa emprendedora de muchos chinos ricos. Las firmas comerciales más importantes de Hong Kong, como Jardine, Matheson & Co., se instalaron en la ciudad junto con una serie de empresarios judíos sefardíes, como David Sassoon. Todos levantaron grandes emporios a partir del opio, primero, y de la diversificación de inversiones y negocios, después.

Antiguas fábricas británicas en Cantón.

TERCEROS

Tanta actividad económica precisaba bancos y aseguradoras, y ahí es donde el capital chino hizo su entrada. Con el despegue de la banca, muy pronto todos los préstamos, deudas y pagos de China se gestionaron en Shanghái. Le seguirían la industria textil y las navieras. La ciudad atrajo inmigrantes y empresarios de todo el país. En un principio nativos y foráneos se dieron la espalda, pero los negocios son apátridas.

Los extranjeros echaron mano de compradores, empleados chinos encargados de tratar con la población local, y todos estrecharon sus relaciones mediante el pidgin English, un inglés macarrónico con términos chinos, lengua franca de Shanghái. La otra cara de la moneda fueron, por un lado, la explotación de los coolies, trabajadores manuales, masa laboral casi infinita y barata, y, por otro, la prostitución.

Shanghái era un puerto, pero el hecho de que se convirtiera en la “prostituta de Asia” hay que atribuirlo a la demografía –la desproporción entre el número de hombres y mujeres era descomunal– y al opio, en torno al cual surgieron poderosas mafias que extendieron su negocio al juego y la prostitución. Marinos, pero también taipan y empleados occidentales, en su mayoría solteros o con sus esposas en la metrópolis, así como chinos de todas las clases sociales (para quienes la prostitución era un entretenimiento más), formaron una clientela asidua.

Mientras el resto del país se sumergía en un caos de luchas entre señores de la guerra, el Shanghái occidental emergía como una metrópolis industrial moderna

Mientras Shanghái prosperaba, la inestabilidad política alcanzaba su punto de ebullición en China. La derrota en la guerra con Japón en 1895, por la que Pekín tuvo que abrir Shanghái y otros puertos a los nipones, y la creciente xenofobia, generada en parte por la actividad de los misioneros cristianos, propiciaron la rebelión de los Bóxers. La dinastía Qing apoyó sin disimulo este movimiento antiextranjero, pero poco pudieron hacer ambos frente a la fuerza militar de europeos y japoneses.

El desmoronamiento imperial fue rápido. Tras la abdicación del último emperador, la revolución nacionalista barrió el país, y su líder, Sun Yat­sen, proclamó la República de China en 1911. El aislamiento de Shanghái no solo le permitió salir indemne de la caída de los Qing y de la Primera Guerra Mundial, sino que se benefició, pues siguió haciendo negocios como si nada. Mientras el resto del país se sumergía en un caos de luchas entre señores de la guerra, el Shanghái occidental emergía como una metrópolis industrial moderna.

El cielo y el infierno

Los ricos, tanto extranjeros como chinos, se dieron a la gran vida y continuaron aumentando sus fortunas, pero a costa de la inmensa mayoría de la población, que en la primera década del siglo XX alcanzó el millón de habitantes. La desigualdad entre ricos y pobres y la explotación plantaron las semillas de la revolución. La década de 1920 dio inicio a la edad dorada de Shanghái, pero también a un cambio fundamental, por el que la política desbancó al comercio como la gran protagonista.

Avenida en el Shanghái de los años veinte del pasado siglo

Terceros

La ciudad era la más cosmopolita y elitista de China y, como tal, imán de intelectuales y estudiantes. Influidos por las ideas occidentales, la literatura, el cine y demás expresiones culturales fermentaron, y con ellos la reflexión sobre el futuro de la China moderna, que, a la vista de lo que ocurría en Shanghái, no auguraba nada bueno. El manifiesto comunista caló entre muchos intelectuales, que depositaron sus esperanzas revolucionarias en la ciudad, hogar de un vasto proletariado –300.000 trabajadores tan solo en el textil– y una gran comunidad estudiantil.

En 1921 fundaron, Mao Zedong entre ellos, el Partido Comunista en una casa de la Concesión Francesa. Cuatro años después, los ánimos se encendieron cuando un trabajador murió en una fábrica japonesa. Doce de los miles de estudiantes que organizaron manifestaciones cayeron por disparos de la policía del Asentamiento Internacional. En protesta, 150.000 trabajadores se declararon en huelga, la primera en la historia del país.

El acontecimiento señaló el declive del poder occidental, al aglutinar el sentimiento antiextranjero y preparar el terreno para la revolución comunista en China. En 1927, los comunistas volvieron a paralizar la ciudad mediante huelgas para permitir que el nuevo gobierno nacionalista del Kuomintang (o Guomindang), liderado por Chiang Kai­-shek, arrebatara el control de Shanghái al señor de la guerra Sun Chaofang.

Mao Zedong durante la Larga Marcha por el norte de Shaanxi, 1934-1935

Fototeca Gilardi/Getty Images

La trama, ya enrevesada de por sí, se complicó aún más cuando Chiang, acérrimo anticomunista y pro occidental, traicionó a sus nuevos aliados. Con la ayuda de los banqueros y la poderosa Banda Verde, la tríada más importante de Shanghái, ordenó matar a 5.000 trabajadores en huelga y a 12.000 comunistas durante el llamado Terror Blanco. El Partido Comunista pasó a la clandestinidad e inició una guerra civil soterrada con los nacionalistas.

Ajena a tanta turbulencia, la rica Shanghái siguió viento en popa y celebrando su éxito por todo lo alto. Durante los años veinte y treinta, el “París del Este” alcanzó su cenit como capital comercial y financiera de Asia. Contaba con la arquitectura más grandiosa, cuyo escaparate era el emblemático paseo del Bund, las tiendas más lujosas y la vida nocturna más animada y viciosa. En 1936 era una de las ciudades más grandes del mundo, con más de tres millones de habitantes. De ellos, solo 60.000 eran occidentales, la mayor parte rusos y judíos que habían huido, respectivamente, del comunismo y el nazismo. El grupo extranjero más numeroso lo formaban los japoneses, que convirtieron el distrito de Hongkou en una concesión de facto.

En el ojo del huracán

La alocada decadencia moral de la ciudad presagiaba su inminente caída. Como si lo percibieran, sus habitantes se dedicaron a disfrutar de la fiesta al máximo, hasta que la invasión japonesa de 1937 la clausuró abruptamente. Primero en la ciudad china y, tras Pearl Harbor, en las concesiones. Para entonces, una gran parte de los extranjeros habían evacuado la ciudad a raíz de un bombardeo accidental de la aviación china.

Centro financiero de Shanghái.

TERCEROS

En 1943, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos renunciaron a los derechos sobre sus enclaves a favor del gobierno de Chiang Kai-shek, poniendo así fin a cien años de influencia occidental. El final de la Segunda Guerra Mundial trajo consigo una inflación galopante y la reanudación de las hostilidades entre comunistas y nacionalistas, que habían acordado una tregua temporal para luchar contra el enemigo común, los japoneses.

Todo aquel que pudo, desde mafias a comerciantes, chinos y extranjeros, emigró a Hong Kong. Los comunistas “liberaron” Shanghái en mayo de 1948 y, un año y medio después, Mao Zedong proclamó la República Popular de China. Chiang Kai-shek, su mujer y la poderosa familia de esta huyeron a Taiwán, donde fundaron la República de China. Mientras tanto, Shanghái, ya vacía de extranjeros, vio cómo el Partido Comunista cerraba empresas, fumaderos de opio y burdeles y hundía la ciudad en una parálisis que duraría casi treinta años.

Este artículo se publicó en La Vanguardia el 27 de julio del 2020

Este texto se basa en un artículo publicado en el número 506 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.