El esplendor de la China Ming
Tras derrocar a los mongoles, los Ming devolvieron a China su esencia y llevaron el Imperio a su máximo esplendor. Tres siglos después, una monarquía minada por la corrupción y las intrigas caía ante los manchúes.
En 1644 las tropas manchúes entraban en un Beijing casi indefenso procedentes del nordeste. En ese momento China cerraba el período más brillante de su historia: la dinastía Ming, una sucesión de emperadores que entre 1368 y aquel año gobernaron el Imperio del Centro de acuerdo con las esencias y tradiciones del país. Con el Imperio de los Ming, China fue, sin casi saberlo y por primera y última vez, la nación más desarrollada y poderosa del planeta. Incluso se permitió el lujo de despreciar la ampliación de sus confines en tiempos en que las potencias de Europa daban sus primeros pasos en la expansión colonial.
Rebelión contra los mongoles
Zhu Yuanzhang, un monje budista de origen campesino, encabezó la sublevación contra la decadente dinastía mongol de los descendientes del Kublai Khan. Las malas cosechas fueron el detonante del descontento de los chinos hacia unos dirigentes percibidos como extranjeros, llegados de Mongolia. Zhu Yuanzhang tomó primero Nanjing, la capital del sur, y después alcanzó victorioso Beijing, donde decidió establecer la corte imperial.
Inicialmente, los emperadores Ming devolvieron la “pureza” original a China tras la dominación mongol.
Frente al sistema administrativo más rudimentario de los mongoles, los emperadores Ming dotaron al Imperio de un sistema muy avanzado, gracias a una eficaz centralización y a la reinstauración de los exámenes de estado (a los que no podían acceder las mujeres). Estas pruebas en la corte crearon un cuerpo estable y “aristocrático” de altos funcionarios, los mandarines.
Se instauró con ellos una especie de despotismo ilustrado que explica algunos de los grandes aciertos en obras hidráulicas y organización administrativa, así como el moderno cuerpo del Estado. También, a la larga, los mandarines enquistarán la corrupción en la vida pública, un mal endémico en China que se ha prolongado hasta el presente vía el monopolio del poder político del Partido Comunista.
Ming significa brillante, claro, luminoso. Así fue esta dinastía que hizo de China la civilización más desarrollada del mundo de su tiempo. Inicialmente, los emperadores Ming devolvieron la “pureza” original a China tras la dominación mongol. Detalles como la reinstauración de la ceremonia del té o el auge renovado de la porcelana caracterizan este espíritu purista, al igual que el retorno a Confucio y sus enseñanzas.
El gran pensador chino, que vivió entre los siglos VI y V a. C., ha sido el eterno Guadiana de esta nación compleja. Y nunca ha sido borrado, por mucho que el poder pretendiese debilitar su influencia en la vida cotidiana de los súbditos del país. Los Ming rescataron a Confucio del confinamiento, y esto influye en aspectos como la brillante cocina imperial. No hay que olvidar que mientras Platón definía la cocina y la alimentación como una rutina, Confucio asoció la gastronomía al cultivo espiritual del individuo.
El centro autosuficiente
Aunque siempre estuvieron pendientes del retorno de los mongoles o de las incursiones molestas de los japoneses, la China de los Ming es básicamente un imperio confiado y poderoso que llegó a tener a principios del siglo XV, por ejemplo, la flota más poderosa del mundo. Como los mongoles controlaban aún los territorios que hubiesen permitido el comercio regular con el Asia más occidental y Europa, Beijing impulsó importantes expediciones navales.
Las más conocidas y recreadas son las siete que comandó el gran almirante Zheng He, un eunuco de origen musulmán que se ganó el favor de la corte y representó, en cierta manera, el papel de Cristóbal Colón en Occidente. Gracias a sus periplos, la flota china alcanzó las costas de África y permitió el establecimiento de relaciones diplomáticas y comerciales con unos treinta territorios: Java, India, Persia, Arabia, el África ribereña del Índico...
Los progresos y el esplendor de China, plasmados en estas expediciones, dan pie a un gran debate en el seno de la corte, dividida entre quienes defienden la expansión de ultramar y quienes la desprecian, por considerar que no se ajusta a los principios de la civilización china. Triunfa esta última corriente, en parte por elitismo (¿qué aportación material cabe esperar de estos pueblos?: ninguna) y en parte por conservadurismo. De modo que Beijing suprime de un plumazo las misiones navales.
El Imperio del Centro nada esperaba ni necesitaba entonces del exterior. Este aislacionismo gozoso y autosuficientese ve reflejado asimismo en el impulso de la construcción de la Gran Muralla, una barrera tan imponente como relativamente inútil de 6.700 kilómetros que no impediría en el futuro la ocupación de Beijing por parte de los vecinos manchúes y el consiguiente desmoronamiento de la dinastía Ming. Con todo, la Gran Muralla es el principal legado arquitectónico Ming, bajo cuyo mandato se erigieron los tramos más destacados a golpe de un esfuerzo ingente en el que dejaron la piel soldados, campesinos y prisioneros.
El ascenso de los eunucos
Más que por su legado arquitectónico –fagocitado por los sucesores en esa espiral autodestructiva tan típica en quienes ejercen el poder en Beijing–, la dinastía Ming está asociada al esplendor de la cerámica y de la literatura. El florecimiento coincide en buena parte con el reinado de Wan Li, a caballo entre los siglos XVI y XVII. Hablamos de obras cumbres como la épica El viaje a Occidente, la Historia novelada de los Tres Reinos, la pieza teatral La guitarra o El loto dorado, el clásico de la literatura erótica china, con sus descripciones nada pudorosas de la vida de un tirano mujeriego llamado Ximen Ping.
Los Ming fueron también los grandes modernizadores de la agricultura china, el motor eterno del descontento popular hasta la tardía y estatalizada industrialización impulsada por Mao. Fueron establecidos los primeros graneros públicos, quedó regulada la formalización de tierras para los soldados y se prestó gran atención a la extensión de los regadíos. Frente a esta China eterna, apegada a la tierra, en Beijing se erigió un Estado moderno en organiza-ción y control de cuanto acontecía enlos dominios del Imperio del Centro.
Durante la dinastía Ming, el Estado chino contó con seis grandes ministerios: Finanzas, Personal, Leyes, Rituales, Asuntos Militares y Obras Públicas, con una organización territorial basada en 15 provincias (en 1600, China alcanzó ya los 120 millones de habitantes). Esta formidable maquinaria burocrática fue erosionada por la corrupción, origen a principios del siglo XVII de los primeros levantamientos populares. Los mandarines derivaron en un cuerpo propenso a enriquecerse de forma desmedida.
Los eunucos conocían mejor que nadie los entresijos del poder y la personalidad de unos emperadores que a veces habían visto nacer.
Aunque el Hijo del Cielo, el emperador, tenía un poder supuestamente omnímodo, el manejo de semejante imperio se le escapaba de las manos. Con el fin de contrarrestar a los altos funcionarios, existía un órgano consultivo denominado el Consejo Imperial que aglutinó otro contrapoder: el de los eunucos. Estos servidores de la corte conocían mejor que nadie los entresijos del poder y la personalidad de unos emperadores que en algunos casos habían visto nacer. Muchas de las revueltas intestinas de la dinastía Ming tuvieron su origen en las intrigas gestadas por los eunucos.
Desgaste y caída
Si China renunció en el siglo XV a dominar el mundo, cómoda en su piel, Occidente y los vecinos asiáticos actuaban en la dirección opuesta. El florecimiento comercial de China atrajo el apetito de los piratas japoneses en los siglos XV y XVI, que intentaron incluso asentarse en la península coreana, por entonces un apéndice chino. Por su parte, los religiosos europeos son la vanguardia de un Occidente ávido de comerciar con China.
El personaje que simboliza este encuentro es el jesuita italiano Mateo Ricci, que arribó a la corte imperial a finales del XVI. Inicialmente, los gobernantes chinos veían con cierta desconfianza la llegada de aquellos extraños embajadores, y sus movimientos territoriales resultaron muy limitados. Mateo Ricci fue uno de los privilegiados: tuvo acceso a la corte, donde se ganó la confianza del Emperador, que llegó a nombrarle matemático y astrónomo oficial.
Convirtió a algunos mandarines y logró poco antes de su muerte en Beijing que se reconociera la libertad de culto de los primeros católicos. La visita a su tumba era uno de los secretos mejor guardados –y uno de los grandes privilegios– entre la comunidad diplomática en tiempos de Mao. El jesuita italiano no fue el único aventurero en aquel siglo XVI. San Francisco Javier murió frente a las costas chinas a mediados de la centuria, y otro español, el agustino Martín de Rada, visitó Fujian en el último tercio.
Sus detalladas descripciones fueron recogidas por el también agustino padre Mendoza en su Historia de China, una obra de referencia en la Europa de aquel tiempo. Estos sinólogos acercaron ambos mundos. Mateo Ricci sostuvo con fuerte convicción que los ritos en honor de Confucio y de los antepasados no tenían naturaleza idolátrica. Una visión que originó hondas polémicas en Roma, la llamada “controversia acerca de los ritos chinos”.
La dinámica de divisiones y pugnas internas se disparó a la muerte del emperador Wan Li y fue debilitando un poder cada vez más apetitoso y accesible para los manchúes. Las intrigas de los eunucos, la corrupción y el desgaste de una administración poco cohesionada propiciaron la caída de la dinastía más genuinamente china de la historia.
La determinación del último emperador Ming, Zhuang Lie, fue tardía. Murió en cautividad, a mediados del siglo XVII, dos años después de perder el poder. Sus descendientes se refugiaron en Birmania, donde mantuvieron las formas ultraaristocráticas y la vanidosa pretensión de reconquistar el trono. El último pretendiente fue ejecutado en 1662.
Este texto se basa en un artículo publicado en el número 439 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .