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Antonio Cánovas del Castillo y su asesinato en el balneario

Magnicidios

El presidente del gobierno español se había granjeado numerosos enemigos entre los anarquistas y entre los independentistas de Cuba y Filipinas. Tras su muerte llegaría el desastre del 98

Ilustración del asesinato de Cánovas del Castillo en un libro de la época.

Terceros

Aquel domingo del verano de 1897, en el balneario guipuzcoano de Santa Águeda, se respiraba la tranquilidad habitual y nada hacía vaticinar la tragedia. Las aguas termales sulfurosas eran un magnífico tratamiento para los achaques de glucosuria (la presencia de glucosa en la orina) que, a sus 69 años, padecía el presidente del gobierno, Antonio Cánovas del Castillo, cliente habitual del establecimiento por esas fechas.

En su viaje al balneario, Cánovas se había detenido a despachar con la reina regente María Cristina en San Sebastián. Se instaló con su esposa en Santa Águeda el 8 de agosto. Cuatro días antes lo había hecho un extraño personaje italiano, barbudo y larguirucho, de tez muy pálida, que, registrado con el falso nombre de “Emilio Rinaldini”, se hacía pasar por corresponsal del periódico Il Popolo.

El asesino no despertó la menor sospecha de los 9 policías y 25 guardias civiles encargados de la protección de Cánovas

Aunque de apariencia modesta, estaba alojado en una habitación de primera, y decía seguir un tratamiento de baños para curar la faringitis. Pero Rinaldini no tenía trato social alguno en el balneario y nadie le conocía. Siempre vestía la misma ropa: chaqueta clara, pantalón oscuro, camisa blanca, sombrero negro y zapatillas de verano. 

Era un tipo retraído que levantó las suspicacias del marqués de Lema, director general de Comunicaciones que acompañaba al jefe del gobierno. Pero no despertó la menor sospecha de los 9 policías y 25 guardias civiles encargados de la protección de Cánovas. El asesino actuó a sus anchas y llevó a cabo sus planes sin que nadie le molestara.

El anarquista italiano Michele Angiolillo, autor del asesinato de Cánovas del Castillo.

Dominio público

Una cita con la muerte

Aquella mañana del 8 de agosto, Cánovas se levantó tarde. Pasado el mediodía, después de oír misa, bajó desde sus habitaciones al comedor, situado en la planta baja, acompañado de su mujer, Joaquina de Osma. Mientras ella se entretenía en la escalera hablando con una amiga, el político se adelantó y se sentó a leer el periódico en uno de los bancos instalados en una galería camino del comedor. Allí le esperaba el asesino. Rinaldini se acercó a Cánovas hasta situarse a metro y medio de distancia. Sin mediar palabra, sacó del bolsillo de la chaqueta un viejo revólver e hizo fuego tres veces.

La primera bala, tras agujerear el periódico que Cánovas estaba leyendo, le entró por el lado derecho del pecho y le salió muy cerca de la columna vertebral. Aunque, según los médicos, la herida era mortal de necesidad, Cánovas logró ponerse en pie. Entonces el ejecutor efectuó otros dos disparos a la cabeza. Uno penetró cerca del oído, atravesó la masa encefálica y le salió por la frente; el otro le partió la yugular. Rinaldini aún hizo otro disparo que se incrustó en el techo, seguramente para amedrentar a quienes intentaron detenerle, aunque no ofreció resistencia al ser capturado.

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Al oír las detonaciones, la esposa bajó rápidamente las escaleras y se encontró a su marido tirado en el suelo, boca abajo, en medio de un gran charco de sangre. Joaquina de Osma se volvió al italiano y le increpó: “¡Canalla! ¡Asesino!”. Por toda respuesta, Rinaldini, dijo impávido: “He venido a vengar a mis hermanos de Montjuïc”. Hacía alusión a los fusilados en Barcelona acusados de perpetrar atentados, en la espiral de acción y represión que, desde inicios de la década, protagonizaban en la ciudad condal los partidarios del anarquismo y las fuerzas del orden. 

Cánovas todavía respiraba. Los médicos del balneario intentaron taponar las heridas. Cuando le subieron a su cuarto estaba agonizando. El ejecutor mostró total indiferencia cuando, al ser detenido, entregó su arma. Todavía le quedaba una bala en la recámara. Se llamaba Michele Angiolillo. 

Atentado de la calle Canvis Nous de Barcelona. Las irregularidades en el juicio por este atentado despertaron la violencia anarquista,

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Cánovas había muerto a las dos de la tarde. La reina María Cristina fue informada de inmediato. Al conocer el suceso se encerró en sus habitaciones. Durante los tres días siguientes no apareció en público, y dispuso que el ministro de la Guerra, el general Azcárraga, se hiciera cargo de forma interina de la presidencia del gobierno. Tras el velatorio en Madrid, el entierro y el funeral de Cánovas alcanzaron rango de duelo nacional.

Siete días después del asesinato, el joven italiano fue sentenciado a muerte por un consejo de guerra, y el 20 de agosto a las once de la mañana murió agarrotado en la prisión de Vergara. Durante el juicio, el acusado mostró sangre fría y no se apartó de las escuetas declaraciones hechas en el momento de su captura. Dijo que no tenía cómplices y que había actuado en solitario para vengar a sus compañeros de Montjuïc, e insistió en sus ideales revolucionarios de signo anarquista.

Fotografía en el momento de la ejecución de Angiolillo.

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Como última voluntad pidió escribir una carta a su madre, que vivía en Italia, y ya sentado en el garrote, mientras el verdugo le ceñía la anilla de acero al cuello, se dice que gritó: “¡Germinal!”. Era el título de la novela de Zola que algunos anarquistas coreaban como consigna.

El hombre fichado

La investigación policial permitió reconstruir parte del itinerario biográfico de Angiolillo. Nacido en la localidad italiana de Foggia en 1871, en el seno de una familia humilde y numerosa, Michele Angiolillo se afilió desde muy joven a la causa anarquista. Cuando abandonó definitivamente su país para huir de la cárcel, ya estaba fichado por las policías europeas. Cruzó la frontera española procedente de Marsella y residió en Barcelona bajo el nombre de Giuseppe Santo. 

Allí participó en actividades anarquistas y fue detenido en varias ocasiones. Una de ellas tras el atentado del Liceo, que le llevó a los calabozos de Montjuïc junto a dirigentes anarquistas de la capital catalana, aunque pronto fue puesto en libertad por los buenos informes de un conocido marmolista de la ciudad y del cónsul de Italia. Durante su estancia barcelonesa habitó en casa de un obrero de la construcción, Joaquín Jordá, y trabajó de tipógrafo en la revista anarquista Ciencia Social.

Temiendo ser encarcelado por la policía, que le creía implicado en algunos atentados, Angiolillo volvió a Francia. Luego se trasladó a Bélgica y a Londres, donde compró el revólver que utilizaría en el balneario. Con el arma en su poder decidió regresar otra vez a España pasando por Francia. 

La intención original del terrorista era acabar con la vida de María Cristina y de Alfonso XIII

En París se entrevistó con el independentista portorriqueño exiliado Ramón Emeterio Betances, delegado de la Junta Cubana. La intención de Angiolillo entonces era acabar con la vida de la regente María Cristina y de su hijo Alfonso XIII para vengar la ejecución reciente en Barcelona de varios anarquistas. Muchas informaciones apuntan que fue Betances quien le convenció de que las muertes de la regente y su hijo no alterarían demasiado el panorama político. Sería mucho más efectivo, le habría dicho, acabar con la vida de Cánovas. 

De izda. a dcha., la princesa de Asturias, María de la Mercedes, la reina regente María Cristina, el rey niño Alfonso XIII y la infanta María Teresa en 1895. EFE/ps.

EFE

Desde París, Angiolillo regresó a Barcelona antes de viajar a Madrid. Allí se hizo tarjetas de visita con la identidad que utilizaría para cometer el crimen: “Emilio Rinaldini – Tenedor de libros y corresponsal del periódico Il Popolo”. A finales del mes de julio tomó en la Estación del Norte el expreso de Irún y se apeó en Zumárraga, donde alquiló un coche de caballos hasta Santa Águeda. Su único equipaje era una maleta de mediano tamaño.

La víctima

Antonio Cánovas del Castillo, fundador y líder del Partido Conservador, era el político más importante de España en esos momentos, además de un reputado historiador y académico. Hijo de un modesto maestro de escuela, Cánovas había nacido en Málaga en 1828. Quedó huérfano a los 15 años. Se marchó a Madrid, donde consiguió un empleo en las oficinas del ferrocarril, y estudió Derecho mientras se abría paso en el mundo del periodismo. Entre la carrera y los periódicos aún le quedó tiempo para publicar su primera novela, La campana de Huesca, y una historia sobre la decadencia de España desde Felipe III hasta Carlos II.

Retrato de Antonio Cánovas del Castillo.

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El verdadero arranque político le viene a Cánovas de la mano de Leopoldo O’Donnell, creador de la Unión Liberal, cuando este sube al poder a mediados del siglo XIX. Como ministro de Gobernación en 1864 y de Ultramar y Hacienda al año siguiente, el político malagueño se mantiene neutral en la revolución que expulsa a Isabel II del trono en 1868. Pero después de los difíciles y fugaces experimentos del reinado de Amadeo de Saboya y de la Primera República, el talento pragmático de Cánovas se decanta, como única solución posible, por una renovación de la monarquía parlamentaria en la figura de Alfonso XII.

El pronunciamiento del general Martínez Campos en Sagunto a finales de 1874 abre una nueva etapa en la política española, de la que Cánovas será impulsor y principal artífice y que le permite gobernar casi en exclusiva hasta 1881. Apoyándose en una constitución moderada, que establece la soberanía compartida del rey y las Cortes, Cánovas busca el consenso de las fuerzas liberal-conservadoras e instaura el sistema rotatorio de dos grandes partidos (el conservador y el liberal de Sagasta), que se turnan en el gobierno mediante manejos caciquiles. 

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Se trata de imponer un sistema parlamentario pragmático, de orden, amparado en la Corona, pero falseado por el fraude electoral, que además deja fuera a quienes no aceptan la monarquía borbónica: republicanos, carlistas, socialistas y anarquistas.

Poco después muere Alfonso XII, y Cánovas se adelanta a los acontecimientos con el Pacto de El Pardo, que le garantiza la alternancia en el poder con Sagasta durante la minoría de edad de Alfonso XIII y la regencia de su madre, María Cristina. Pero la situación se deteriora por la propia evolución social y por una serie de imprevistos. 

Cuando Cánovas regresa al poder en 1895 debe hacer frente a graves problemas internos, derivados en parte del fusilamiento de anarquistas en Barcelona, y externos, por las insurrecciones independentistas de Cuba y Filipinas. Es entonces cuando tiene lugar su asesinato.

Convulsión

La condena del atentado fue prácticamente unánime. Solo los independentistas cubanos y parte de la prensa norteamericana –partidaria de la guerra con España– se salían de la norma. No hay duda de que con la muerte de Cánovas la política ultramarina española dio un giro radical. El general Valeriano Weyler, gobernador general de Cuba, partidario de la “mano dura” y la victoria militar a toda costa sobre los mambises (insurrectos contra España en las guerras de independencia de Cuba y Santo Domingo), fue sustituido por el general Ramón Blanco, que pronto recibió instrucciones de negociar una solución política con los insurrectos. 

Dibujo del cadáver de Cánovas del Castillo realizado por Juan Comba.

Dominio público

Las consecuencias no se hicieron esperar. El 1 de enero de 1898, el gobierno español ofreció a los cubanos un régimen autonómico bastante amplio, que fue rechazado tanto por los independentistas como por la mayoría de la oficialidad del Ejército español que combatía en la isla.

La desaparición de Cánovas dio un vuelco a la estabilidad del Estado y supuso el final de un régimen bipartidista que, en la práctica, pese a sus defectos, había permitido recuperar un tanto la tranquilidad política del país. Con la muerte del presidente, la política española se inclina más bien hacia el compromiso con los rebeldes cubanos, pero sin ningún éxito. Era demasiado tarde. Sectores muy influyentes en Estados Unidos buscaban descaradamente la guerra por considerar que el “destino manifiesto” de su país exigía la intervención en el Caribe. 

En este sentido, la muerte de Cánovas seguramente no cambió nada. Resulta difícil imaginar que el creciente imperialismo estadounidense hubiese dejado pasar la ocasión de hacerse con los restos de un viejo imperio como el español, debilitado y sin aliados. Con Cánovas vivo o muerto, ese dato fundamental no habría cambiado el resultado final del Tratado de París, por el que Cuba y Filipinas consiguieron una ilusoria independencia tutelada por Estados Unidos.

Este artículo se publicó en La Vanguardia el 29 de julio del 2020

Este artículo se publicó en el número 474 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.