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Enver Hoxha, el comunista solitario de Albania

Guerra Fría

Preso de sus dogmas y obsesiones, sometió a los albaneses a cuarenta años de aislamiento, pobreza y miedo. La sospecha de disidencia podía suponer la tortura, la cárcel o la muerte

A la derecha, Enver Hoxha junto al yugoslavo Miladin Popović y una partisana no identificada.

Dominio público

Cuando, por fin, en los noventa, después de tantos años cerrada a cal y canto, los extranjeros empezaron a entrar en Albania, su asombro no tenía límites. Se encontraban con un país pobre y atemorizado y con un paisaje salpicado de hongos gigantescos asomando en los repliegues del terreno, en las playas y hasta por encima de los panteones de los cementerios. Evidentemente, no eran hongos, sino la impresionante red de búnkeres mandados erigir por el enigmático y paranoico Enver Hoxha.

Más de medio millón de construcciones defensivas de hormigón y acero fruto de una obsesión, la de ser invadidos, que caracterizó la vida del mandatario comunista más esperpéntico, solitario y cruel de los tiempos de la Guerra Fría. Entre los españoles, con la excepción de una docena de militantes del FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota) que encontraron allí refugio y voz radiofónica contra la dictadura del general Franco, Albania solo era recordada por encabezar en los pasaportes la lista de países cuya visita estaba rigurosamente prohibida.

Uno de los más de medio millón de búnkeres que Enver Hoxha hizo construir en Albania durante la Guerra Fría.

CC-BY-SA-4.0 / Dr. Avishai Teicher

Aunque aquella prohibición tajante y reiterada despertaba cierto morbo, pocos sabían que en Albania gobernaba otro dictador, este de ideología marxista y, como todos los de su especie, sin ningún reparo en quitar de en medio a cualquiera que le incomodase. Durante los cuarenta años largos que ejerció el poder sobre los poco más de tres millones de albaneses, Hoxha se mantuvo fiel a los postulados más estrictos de la ortodoxia comunista.

No tenía aliados ni reconocía camaradas: rompió con todos sus afines, desde el yugoslavo Tito hasta el chino Mao Zedong, pasando por Nikita Jruschov, a quien distinguía con un odio visceral y quien le correspondía despectivamente llamándole “perro vagabundo”. Desde su actitud dogmática indomable, Hoxha se obstinaba en mantener intacta la disciplina del partido, tanto en las ideas como en la práctica, siempre con el miedo patológico a ser objeto de una ocupación, un ataque exterior o un atentado.

La policía desarticuló por lo menos dos complots para asesinarle, lo que aumentó sus temores

A diferencia de otros dictadores, de extrema derecha o de extrema izquierda, Hoxha no ofrecía a primera vista ningún rasgo extravagante. Era culto, escribía bien y mucho –sus numerosos libros no salían de Tirana, pero eran traducidos e impresos en varios idiomas, entre ellos, el español– y mantenía una existencia sin ostentación, pero con mucha seguridad. La policía desarticuló por lo menos dos complots para asesinarle, que aumentaron sus temores.

De Hoxha al “hoxhismo”

Había nacido en 1908 en la pequeña ciudad de Gjirokastra, entonces todavía parte del Imperio otomano, donde su padre era un comerciante de telas. No pertenecía a una familia rica, pero sí próspera y acomodada para la época. Enver fue un buen estudiante. Consiguió una pequeña beca que le permitió ir a estudiar a Francia, primero a la Universidad de Montpellier, donde durante un tiempo cursó Ciencias Naturales, y luego a París, donde empezó Filosofía y donde enseguida tomó contacto con organizaciones marxistas.

La casa donde había nacido Enver Hoxha, en Gjirokastra, reconvertida en museo.

Tarabosh / CC-BY-SA-4.0

En 1936 se afilió al Partido Comunista Francés y comenzó a participar en sus iniciativas revolucionarias. Eran años de mucha tensión política. Algunos historiadores aseguran que por aquellos meses formó parte de las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil española, pero no hay datos precisos que lo confirmen. Probablemente pasó por el frente republicano en alguna visita, pero no como combatiente, salvo que lo hiciera con otra identidad.

De regreso en Albania, trabajó algún tiempo de profesor, y en 1941 fundó el Partido del Trabajo (PPSH). Lo hacía en un país en el que el marxismo estaba desorganizado, y pronto, dado su bagaje, se abrió un hueco en la escena política. Enseguida lideró el ejército revolucionario que combatió contra los italianos durante la ocupación de Albania y junto a los partisanos balcánicos que derrotaron a los alemanes en la vecina Yugoslavia. Ya no abandonaría ni el liderazgo ni el poder.

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En 1944 abolió la monarquía de Zog I –que tuvo que exiliarse en Francia–, proclamó la República Popular y se convirtió sucesivamente en primer ministro y presidente, además de mantener el control de todas las instituciones desde la Secretaría General del PPSH, el partido único: todos los demás habían sido prohibidos y eran perseguidos. Igual que la mayor parte de sus compatriotas, Enver Hoxha era de origen musulmán, pero una de sus primeras medidas fue vedar las prácticas religiosas.

Cuando un católico era sorprendido por algún soplón de la Sigurimi, la policía política, santiguándose al pasar junto a una iglesia, era encarcelado y torturado. Se prohibió la comida halal, que los hombres se dejasen barba y llevar medallas o símbolos de cualquier creencia. Millares de templos, mezquitas, sinagogas, iglesias (católicas y ortodoxas) y monasterios fueron derribados.

Empezaba por obligar a las familias a vivir en la casa que se les asignaba, mejor o peor según su conducta política

Los peatones cambiaban de acera para no despertar sospechas cuando pasaban ante las que aún se mantenían en pie. Tanto en la vida pública como en la enseñanza, el Estado promovía el ateísmo. La Constitución, creada a la medida de lo que daría en llamarse el “hoxhismo”, así lo disponía en uno de sus artículos: “El Estado no reconoce religión alguna y se encargará de fomentar el ateísmo”. No era, por supuesto, la única intromisión en la privacidad de las personas.

Controlaba también los casamientos. “El matrimonio y la familia estarán bajo el cuidado y protección del Estado”. Para ello, empezaba por obligar a las familias a vivir en la casa que se les asignaba, mejor o peor acondicionada, dependiendo de su conducta política. La imposición de los principios marxistas era abrumadora ya desde la escuela primaria. “El Estado llevará a cabo una amplia actividad cultural e ideológica para la educación comunista”. En otros países comunistas, la ortodoxia albana era admirada y se intentaba imitarla.

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Hoxha, además, estaba dando pruebas constantes de vigilancia ante cualquier desviacionismo, recurriendo a todos los métodos para impedirlo y castigarlo. Él lo argumentaba: “Hay que golpear a los enemigos, no solo con palabras; también, si hiciera falta, con una bala en la cabeza”. Y vaya si lo hizo. Fueron muchos los albaneses que, a lo largo de cuatro décadas, pagaron con la vida o la libertad cualquier discrepancia, sospecha o denuncia de haberse apartado de la doctrina oficial.

Enemigos bajo las piedras

En los primeros tiempos, la política de Hoxha se fundamentaba en dos modelos: el del presidente Tito en Yugoslavia y, por encima de todo, el de Stalin en la Unión Soviética. El albanés implantó en el país la economía planificada y centralizada estalinista en 1946, con el autoabastecimiento que caracterizaría a su régimen como objetivo. Por lo que respecta a Tito, todo empezó a cambiar en 1948, cuando este fue condenado en el Kominform por traición y rompió sus vínculos con la Unión Soviética.

Partisanos en la liberación de Tirana (1944).

Dominio público

Hoxha reafirmó su fidelidad a la ortodoxia marxista-leninista truncando las relaciones políticas y diplomáticas con la vecina Yugoslavia. La previa hermandad comunista con Tito se convirtió en verdadera hostilidad. Hoxha siempre hizo causa común con Stalin, al que profesó fe absoluta hasta su muerte y al que reverenció e imitó en su crueldad hasta el final. Era el comunista infalible, el gobernante intachable, el marxista-leninista perfecto. Y la consideración era recíproca.

Para Moscú, Hoxha constituía el ejemplo fuera del ámbito de la URSS, el portador de las esencias frente a desviacionistas como Tito u otros líderes que empezaban a despuntar con ideas como las que luego derivaron hacia el eurocomunismo. Para la propaganda oficial y los medios de comunicación, el presidente yugoslavo era un infiltrado del capitalismo, el peor revisionista.

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Cuando murió Stalin, Nikita Jruschov aprovechó el XX Congreso del PCUS en 1956 para lanzar las primeras críticas y acusaciones al régimen opresor de su antecesor. Y Hoxha se convirtió en el principal y casi único defensor de su memoria. Desde ese momento devino un discrepante permanente de la política soviética.

Su escasa paciencia se colmó ante las negociaciones entre Jruschov y Kennedy para poner fin a la crisis de los misiles en Cuba, y en 1966 abandonó el Pacto de Varsovia, rompiendo con la Unión Soviética y los países satélites. En represalia, se volvió hacia China, que también tenía sus roces con Moscú. Hoxha visitó Pekín y se entrevistó con Mao, quien recibió su oferta de amistad fraternal con los brazos abiertos.

Para evitar dar facilidades a los invasores potenciales, apenas se trazaron nuevas carreteras

El idilio con China también duró poco. La visita de Richard Nixon a Pekín en 1972 y el deshielo que propiciaría el establecimiento de relaciones entre China y Estados Unidos enojaron igualmente a Hoxha. Acusó a Mao de no ser comunista y liquidó los lazos con el Partido Comunista Chino. Con la quiebra del último eslabón que mantenía con el resto de países comunistas, su régimen, que consideraba el único auténticamente marxista-leninista, cayó en el aislamiento más absoluto.

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Con él, Albania entraría en una etapa de autarquía total, de empobrecimiento galopante y dominada por una verdadera paranoia, oficial pero contagiosa, con un único fin: preparar la autodefensa. Además de construir un búnker por cada cuatro habitantes y cada seis kilómetros cuadrados, se fortificaron las fronteras y se colocaron barricadas en muchos puntos del territorio. En cambio, para evitar dar facilidades a los invasores potenciales, apenas se trazaron nuevas carreteras ni se hicieron obras de conservación en otras.

Hoxha temía una ocupación yugoslava, una invasión soviética similar a la de Checoslovaquia en 1968, un ataque de la OTAN y, por supuesto, una conspiración interior, cuya posibilidad le mantuvo en vilo durante su largo mandato. Sin embargo, sus esfuerzos por mantener Albania aislada del resto del mundo no impedían que intentase interferir en la situación de otros países.

Enver Hoxha en la cumbre de su poder.

Forrásjelölés Hasonló / CC BY-SA 3.0

Como España, apoyando con medios y asilo a combatientes contra el régimen de Franco. O como la Federación Yugoslava, a la que esperaba desestabilizar estimulando a los kosovares a independizarse de Serbia. Su principal pretensión era convertir Albania en el centro del Estado Comunista Mundial. Muchos críticos, incluidos dirigentes y pensadores marxistas, consideraban que su política debilitaba al movimiento comunista.

Purga de históricos

Todos estos altibajos en las relaciones internacionales desembocaban en depuraciones dentro del partido y del gobierno. Los casos que no se saldaban con ejecuciones por traición o disidencia se sellaban con penas de cárcel y vidas condenadas a la indigencia: ni los caídos en desgracia ni sus familiares conseguirían empleo en un sistema que alardeaba de igualitario, pese a que nunca desaparecieron las clases estratificadas entre la élite política y los ciudadanos de a pie.

Casa de las Hojas, antigua residencia de Enver Hoxha y actual museo de la Sigurimit. Tirana, Albania

Bes-ART / CC BY-SA 3.0

Hoxha y sus personas de confianza se alojaban en Blloku, una céntrica área de Tirana cerrada al tráfico y con fuertes medidas de seguridad. Él vivía con su mujer, Nexhmije, y sus hijos, Ilir y Pranvera, en un chalé de dos pisos con jardín conocido como “la Casa de las Hojas”. En la actualidad, tras años deshabitado y deteriorado, acoge un museo sobre la actividad de la Sigurimi. Ello en un barrio cuyo relajado ambiente mejor refleja el cambio que se produjo tras la desaparición de la dictadura.

En las fotografías, Hoxha aparece siempre son riente, aunque incluso en la familia se le temía. Entre sus represaliados aparece el nombre de su cuñado Bahri Omari, exministro de Exteriores, condenado a la pena de muerte, como tantos otros. La leyenda en Tirana es que a veces en público Hoxha era suplantado por un doble, por si se producía un atentado.

La policía política era implacable, y el entramado de colaboradores y delatores se extendía por todo el país

No existen datos precisos del número de víctimas que dejó detrás el régimen. Algunas estimaciones cifran el número de ejecuciones oficiales en 5.000 –sin incluir suicidios provocados o inducidos–, además de 12.000 encarcelados y alrededor de 21.000 deportados a campos de trabajo. La policía política era implacable, y el entramado de colaboradores y delatores con que contaba se extendía por todo el país.

Entre las múltiples ejecuciones llevadas a cabo cobró especial significación la de Koçi Xoxe, líder revolucionario, colaborador y amigo íntimo de Hoxha desde los primeros tiempos. Había sido una de las figuras más destacadas de la dictadura, hasta que cayó en desgracia. Xoxe fue purgado bajo la acusación de ser un defensor de la unidad balcánica, y asesinado de inmediato. Otro caso notable fue el de Beqir Balluku, otro fundador del partido, miembro del Politburó y ministro de Defensa. Fue ejecutado en 1974 bajo la acusación de ser un agente al servicio de China.

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Mehmet Shehu, exbrigadista y comunista histórico, exjefe de la Sigurimi y durante un tiempo presidente del Consejo de Ministros, fue depurado en 1981. Tras acusaciones de espiar a la vez para el KGB, Yugoslavia y China, murió asesinado en su domicilio. La lista de nombres significativos víctimas del propio régimen es interminable.

Algunos tuvieron más suerte y fueron enviados a campos de trabajo o de reeducación en condición de enemigos del pueblo: Sejfulla Malëshova, ministro de Cultura y Propaganda, fue depurado en 1946; Abedin Shehu, ministro de Industria, en 1950; Niazi Islami, viceministro de Comunicaciones, en ese mismo año; Tuk Jakova, viceprimer ministro, a mediados de la década... Documentos policiales y testimonios posteriores revelan que, de cada tres albaneses, uno vivía investigado y vigilado permanentemente.

En los primeros tiempos del régimen, la persecución se cernía sobre los colaboracionistas del fascismo italiano y los monárquicos que no habían conseguido huir, pero enseguida se amplió a todos aquellos que no mostraban especial entusiasmo comunista. Nunca en los tiempos modernos un país sufrió un aislamiento tan drástico.

Vista de la ciudad albanesa de Durrës en 1978.

Robert Schediwy / CC-BY-SA-3.0

La ausencia de relaciones internacionales –en la práctica, solo se mantenían con algún país africano recién independizado–, unida al miedo permanente a ser invadidos o a que el pueblo se contaminase con las corrientes modernistas extranjeras, llevó a Enver Hoxha a cerrar también las fronteras a cualquier influencia cultural foránea y a los intercambios económicos. El director general de la televisión, hombre de probada adhesión al sistema, fue destituido de manera fulminante cuando, en un descuido, apareció en pantalla una actuación musical de vanguardia.

Toda la propiedad estaba nacionalizada. Las políticas económicas y constructivas del régimen acabaron con los recursos y con las principales fuentes de producción. La imposibilidad de importar maquinaria y repuestos fue debilitando la industria. El gobierno asistía pasivo a la autarquía del país más pobre de Europa, que solo podría mantenerse con la ampliación de una agricultura primitiva y la limitada ganadería que el terreno permitía.

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Pese a los kilómetros de costa y playas, ni el turismo ni la pesca se habían desarrollado, por el temor de Hoxha a que el Mediterráneo descubriera nuevos horizontes a la gente. La pobreza, que siempre había azotado a Albania, aumentaba por momentos. La ausencia de perspectivas para la población tropezaba con el hermetismo de las fronteras para poder emigrar. Solamente la educación conservó durante todos esos años de hierro un nivel aceptable.

Mientras tanto, la obsesión por la defensa del territorio obligaba a todos los albaneses y albanesas de menos de setenta años –adolescentes incluidos– a seguir cursos de aprendizaje en el manejo de unas armas artesanales o cada vez más obsoletas. En un país de 28.700 kilómetros cuadrados y poco más de tres millones de habitantes, las Fuerzas Armadas contaban con más de 100.000 efectivos y 700.000 reservistas.

La ortodoxia estalinista heredada tardó poco en ceder, primero a la economía privada y luego a la democracia

Enfermo de diabetes, pero aún firme en sus principios, en 1981 Hoxha transfirió la jefatura del gobierno a su delfín, Ramiz Alia, pero no el poder: desde la Secretaría General del Partido Comunista continuó controlando la vida política hasta en los más mínimos detalles, y sin bajar la guardia en la dureza con que sustentaba la ortodoxia del sistema. Murió de una isquemia cerebral el 11 de abril de 1985.

Fue enterrado con todos los honores en el cementerio de los Mártires y posteriormente, en 1992, trasladado a un discreto panteón en el de Sharra. Poco después de su muerte, el gobierno de Alia, que había prometido ser fiel cumplidor del legado hoxhista, promovió la erección en el centro de Tirana de una pirámide gigantesca que perpetuase el recuerdo del dictador. La construcción, en la que se invirtió una suma equivalente a tres millones de dólares de la época, fue codirigida por la hija de Hoxha, Pranvera, arquitecta.

Tirana, Albania. La pirámide, antiguo mausoleo de Enver Hoxha.

Xavier Mas de Xaxàs

Alia arrastró el régimen comunista algunos años más frente a frecuentes y graves protestas. La ortodoxia estalinista heredada tardó poco en ceder, primero a la economía privada y luego a la democracia. En 1991, cuando los albaneses recuperaron la libertad, estalló en las calles el odio acumulado contra Hoxha. Lo primero que hicieron fue derribar su estatua en la plaza Skanderbeg. Alia ganó las primeras elecciones libres, pero la reacción popular le obligó a dimitir unos meses después.

La faraónica y hortera pirámide de Tirana no llegó a tiempo de albergar el museo del dictador. Los gobiernos democráticos que se han sucedido no han sabido qué hacer con ella. Paradójicamente, apenas sirvió para concentrar durante unos días las entusiastas muestras de bienvenida que los albaneses rindieron años después, en 2007, al presidente norteamericano George W. Bush en su visita al país. Hasta hoy, abandonada, ruinosa y sin recursos para mantenerla, ha sido el mejor reflejo del olvido de aquel régimen y de la dura pobreza que dejó como legado a su pueblo.

Este artículo se publicó en el número 609 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.