El farol que se marcó la URSS con la Bomba del Zar
Guerra Fría
El 30 de octubre de 1961 estallaba en el Ártico la conocida como “Bomba del Zar”, un artilugio descomunal, tan aparatoso como poco práctico, con el que Jruschov pretendía disimular el retraso armamentístico de la Unión Soviética.
Dijo Gandhi que, si aplicamos el ojo por ojo, el mundo acabará ciego. Esto fue lo que estuvo a punto de suceder durante la Guerra Fría con Estados Unidos y la Unión Soviética en una loca competición por la hegemonía nuclear. Tras el inicio de la era atómica, en 1945, los soviéticos no tardaron en acceder a la tecnología que hizo posible la destrucción de Hiroshima y Nagasaki.
El mundo se instaló entonces en un equilibrio basado en el terror: nadie deseaba una contienda, pero existía el peligro real de que se desatara una conflagración si saltaba una chispa, tal como en 1914 había estallado la Gran Guerra tras el atentado contra el archiduque Francisco Fernando.
En los años cincuenta y sesenta, eso pudo suceder, primero en Berlín y, más tarde, en Cuba, durante la crisis de los misiles. La carrera armamentística tenía un componente especialmente absurdo, porque ambas potencias gastaban sumas de dinero exorbitantes para fabricar artefactos que no podían usar sin poner a toda la humanidad en riesgo. ¿Por qué tantos esfuerzos? Unos y otros trataban de evitar que el rival fuera el primero en lanzar un ataque devastador, en el que los muertos se hubieran contado por millones.
Juegos de guerra
Con las bombas de fisión, la potencia no se podía aumentar hasta más allá de ciertos límites, porque el uranio no se podía comprimir hasta el infinito. En cambio, con las bombas de hidrógeno, o termonucleares, si se añadía más hidrógeno se podía liberar una cantidad mayor de energía.
Este tipo de armamento obedecía a una necesidad estratégica muy concreta: no existían garantías de que una bomba atómica hiciera blanco sobre un objetivo. Para soslayar este problema, la solución era aumentar la potencia, de forma que se generara la misma devastación aunque existiera un error de varios kilómetros.
Convencidos de que el tamaño sí importaba, los técnicos soviéticos construyeron la denominada Bomba del Zar, un monstruo de 27 toneladas y 8 metros de longitud. Sus dimensiones eran tan desmesuradas que hubo que modificar el bombardero Tu-95 para que cupiera en su interior.
En realidad, una bomba tan grande resultaba poco práctica en una guerra real, porque no se podía lanzar a grandes distancias. Además, buena parte de su energía no llegaba a aprovecharse, porque escapaba al espacio en forma de radiación. Al Kremlin, sin embargo, solo le preocupaba el prestigio internacional.
Nikita Jruschov deseaba intimidar a las potencias capitalistas con una exhibición sin parangón de la tecnología soviética. El suyo era un farol monumental, porque, de hecho, su país estaba muy por detrás de Estados Unidos en el terreno del armamento no convencional. El mandatario soviético lo sabía, y quería disimular como fuera la debilidad de su arsenal atómico.
Cataclismo en el Ártico
El 30 de octubre de 1961, el piloto Andréi Durnóvtsev arrojó la Bomba del Zar a una zona de pruebas situada en el mar de Barents, en plena zona ártica. El temible artilugio descendió desde una altura de 10 kilómetros hasta hacer explosión a 4.000 metros. Cuando llegó ese momento, Durnóvtsev ya se encontraba a 79 kilómetros, una distancia segura, aunque solo relativamente.
El resplandor pudo contemplarse a 1.000 kilómetros de distancia. ¿Es eso mucho o poco? Depende de con qué se compare. Si es con los meteoritos que originaron el cráter de Chicxulub, en México, la Bomba del Zar se queda muy corta: su fuerza destructiva resultaba cuatro millones de veces inferior. Sin embargo, dejaba muy atrás a la bomba de Hiroshima, cuya potencia multiplicaba por 3.800.
Por suerte, los soviéticos habían reducido su impacto a 50 megatones en lugar de 100, porque de lo contrario ellos mismos habrían sufrido las consecuencias en forma de lluvia radiactiva. Además, como la detonación tuvo lugar en el aire, no al contacto con la tierra, la radiación resultó inusualmente reducida.
El físico Andréi Sájarov fue uno de los principales artífices de la Bomba del Zar. Al convencerse de la peligrosidad de las armas atómicas, abandonó este campo de investigación y se convirtió en un militante antinuclear. El reconocimiento internacional le llegaría en 1975, en forma de Premio Nobel de la Paz, pero en su país tuvo que sufrir la represión del gobierno.
Tras la demostración de 1961, las potencias optaron por armas atómicas menos aparatosas. En los años sesenta y setenta las fabricaron más pequeñas y seguras, pensadas para ser lanzadas en misiles balísticos intercontinentales.