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Ramón María Narváez, el ciclotímico que salvó la corona a Isabel II

Espadón desacreditado

Ramón María Narváez, varias veces presidente en tiempos de Isabel II, arrastra una imagen de bruto y reaccionario que estudios recientes intentan matizar

Retrato de Narváez, por Vicente López Portaña.

Museo de la Legión de Honor / CC BY-SA 3.0

Tras las dictaduras de Miguel Primo de Rivera y Francisco Franco, estamos tan habituados en España a pensar en los militares como defensores de ideas de extrema derecha que nos desconcierta encontrar a los generales del siglo XIX. Ellos hicieron posible la instauración del liberalismo contra los nostálgicos del absolutismo.

Eso no significa que actuaran con una sola voz: los políticos civiles de distintos partidos los llamaron para defender sus respectivos proyectos. Fue entonces cuando el “pronunciamiento” se convirtió en una especie de institución informal para cambiar de equipo dirigente: un grupo de rebeldes expresaba su descontento y esperaba que el resto de las fuerzas armadas se uniera a su causa. Si ese era el caso, el gobierno de turno caía.

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Los libros de historia recuerdan los pronunciamientos que tuvieron éxito, pero por cada uno de ellos hubo muchos fallidos que acabaron con el destierro o incluso la muerte de sus protagonistas. La historia del siglo XIX español no se comprende sin figuras salidas del Ejército como Baldomero Espartero, Leopoldo O’Donnell, Juan Prim, Francisco Serrano o Ramón María Narváez.

El militar habría replicado que no tenía enemigos porque... ¡los había fusilado a todos!

Este último ha sido, seguramente, el más maltratado por la posteridad. Tras la caída de Isabel II, en 1868, escritores como Benito Pérez Galdós o Ramón María del Valle-Inclán le presentaron como un hombre violento y tosco. Desde entonces, algunas anécdotas no por atractivas menos inexactas han contribuido a reforzar esta imagen. Se cuenta, por ejemplo, que cuando Narváez estaba próximo a morir, un sacerdote le conminó a que perdonara a sus enemigos. El militar habría replicado que no tenía enemigos porque... ¡los había fusilado a todos!

En realidad, esta historia es apócrifa. La historiografía reciente matiza el estereotipo del “espadón” brutote y nos descubre a un soldado valeroso y a un político aceptable. No cabe presentarle ahora como si fuera una eminencia, sino tratarlo con ecuanimidad a la luz de sus virtudes y defectos.

De progresista a conservador

Al contrario de lo que podríamos imaginar, dada su imagen de reaccionario, Narváez empezó su carrera como un progresista ferviente. Durante el Trienio Liberal (1820-23) luchó contra los absolutistas y tuvo que exiliarse por ello. Hubiera podido regresar y retomar su puesto en el Ejército, pero prefirió retirarse a la vida privada mientras viviera Fernando VII.

'Ramón María Narváez, primer duque de Valencia', por Vicente López Portaña (1849).

Dominio público

A la muerte de este, gracias a la amnistía decretada por su viuda, la reina María Cristina, intervino en la primera guerra carlista del lado de los liberales y se distinguió en diversas batallas. Ganó así una reputación que le facilitó el salto a la política. Su antagonismo con Espartero, por motivos personales y profesionales (le molestaba que le asignaran menos tropas y fondos que al general progresista), le condujo hacia las filas del partido moderado, del que se convertiría en el gran valedor.

Guardián del orden

Las conspiraciones políticas se sucedían, y Narváez no permaneció ajeno a asuntos turbios. En 1843, por ejemplo, apoyó la campaña contra el presidente progresista Salustiano Olózaga, acusado en falso de utilizar la coacción física para que la reina firmara un decreto de disolución de las Cortes. Olózaga tuvo que abandonar el país, y sus rivales dieron inicio a lo que la historiografía conoce como “década moderada”.

Al año siguiente, Narváez ya estaba al frente del consejo de ministros. Utilizó el cargo para promulgar la Constitución de 1845, que estaría vigente hasta la caída de Isabel II, pese al intento progresista de sustituirla. Su texto significaba un viraje conservador, al incrementar el poder de la Corona y disminuir el del Congreso. Sería presidente en diversas ocasiones.

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En política interior, tuvo éxito en su intento de impedir que alcanzara España la ola revolucionaria que se extendió por Europa en 1848. Reprimió dos intentos progresistas de tomar el poder, con magnanimidad en la primera ocasión, duramente en la segunda. Se labró así un prestigio como guardián del orden, que utilizaría para conseguir que tres potencias tradicionalistas, Austria, Prusia y Rusia, reconocieran a la España liberal de Isabel II.

Unas veces podía mostrarse muy generoso; otras, desmedidamente cruel

En otro de los mandatos de Narváez se promulgó la ley Moyano (1857), la normativa que regularía la educación en España hasta 1970. Su gran aportación consistió en introducir la formación primaria obligatoria, aunque fuera en términos bastante restringidos: solo de los 6 a los 9 años. En cuanto a los contenidos, se asignaba a la Iglesia una influencia determinante.

Contradicciones

Como figura pública, el llamado “Espadón de Loja” (por ser natural de este municipio de Granada) estuvo marcado por su carácter peculiar. Era un ciclotímico, por lo que alternaba fases de gran actividad con otras de depresión. Unas veces podía mostrarse muy generoso; otras, desmedidamente cruel.

Tras el atentado contra su vida en 1843, no había tenido inconveniente en indultar a uno de los implicados, Juan María Gérboles. En 1849, en cambio, por diferencias políticas y personales, estuvo a punto de batirse en duelo con Alejandro Mon, artífice poco antes de una importante reforma fiscal. En un borrador de carta escribió que pronto se le iba acabar la paciencia y le iba romper a Mon “la cabeza en cuatro pedazos por lo menos”.

Grabado de Urrabieta publicado en 'El Museo Universal' el 2 de mayo de 1868 sobre la capilla ardiente de Narváez.

Dominio público

Su imagen se ha visto manchada, sobre todo, por la brutal e inútil represión que desencadenó en los últimos años del reinado de Isabel II. En 1865 hubo 9 muertos, 30 heridos y 120 presos cuando se sofocó la protesta estudiantil de la noche de San Daniel, contra la destitución del republicano Emilio Castelar de su cátedra en la Universidad Central de Madrid.

En aquellos momentos, la monarquía estaba ya irremediable desprestigiada, al haber unido su destino al del partido moderado. Como no existían canales para que se produjera un turno pacífico de los partidos, los progresistas optaron por la vía revolucionaria.

Cuando Narváez murió en 1868, nadie pudo salvar ya a la Corona, que sucumbió ante un nuevo pronunciamiento al grito de “¡Viva España con honra!”. En aquellos instantes parecía que los Borbones se habían marchado para siempre. Pocos imaginaban entonces que la Restauración iba a producirse solo seis años después.

Este artículo se publicó en La Vanguardia el 26 de noviembre del 2019