La "caja B" de la reina María Cristina
La corrupción de la monarquía española, especialmente los turbios negocios de la reina María Cristina, fue una de las cargas que harían saltar el trono por los aires en 1868.
El grupo que manejaba los hilos de la especulación financiera en el entorno de Isabel II tenía nombres y apellidos. Los primeros, los de su madre, la reina gobernadora María Cristina, y el segundo esposo de esta, Fernando Muñoz. Y, a escasa distancia, los del marqués de Salamanca y una cohorte de nobles aburguesados y burgueses ennoblecidos que hicieron de los corros político-financieros su particular modus vivendi.
Existía una pirámide de ambiciones económicas estrechamente ligadas a la política que, desde la base municipal, culminaban en la propia Isabel II. La soberana, manejada por sucesivas camarillas, capitaneadas bien por su propia madre, bien por el favorito de turno, era la cabeza visible de una telaraña de amiguismo que acabaría atrapándola.
En la caída de la monarquía de Isabel II en 1868 intervinieron muchos factores: la carencia de una estabilidad política, marcada por una sucesión de pronunciamientos; las disensiones en el seno de los partidos; el naciente movimiento obrero; los avatares de la confusa vida amorosa de la reina...
Pero entre estas causas no ocupó un lugar menor la percepción, por parte de los políticos progresistas, un sector del Ejército y determinados estamentos populares, de que unos pocos se habían enriquecido frente a la enorme mayoría. Fue tras el exilio definitivo de María Cristina en 1854 cuando salió a la luz lo que hasta entonces había sido una simple sospecha o un hecho solo comprobado por la cúspide política.
La caja B
Tras el derrocamiento de la monarquía borbónica en 1868, se reveló que, pocas semanas después de la muerte de Fernando VII, la reina María Cristina había dado orden de destinar a un “bolsillo secreto” fuertes cantidades de dinero.
Entre 1833 y 1840 ascendieron a algo más de 37 millones de reales, una absoluta fortuna para la época. Solo la soberana tenía acceso a ese bolsillo, que debía administrar conjuntamente con la herencia del difunto monarca: casi 27 millones de reales para la viuda y poco más de 56 millones para cada una de las hijas, así como las diversas joyas pertenecientes a la Corona y las acciones que Fernando VII poseía en el Banco de San Fernando.
El total de bienes representaba una suma suficientemente importante, pero parece que no lo bastante para satisfacer la ambición de la gobernadora y su ávido consorte. Cuando, en 1840, el general Espartero, flamante presidente del Consejo de Ministros, obtuvo la custodia de Isabel II, el nuevo intendente de Patrimonio, Martín de los Heros, pidió acceder al bolsillo secreto, para encontrarse con que estaba prácticamente vacío.
Al interrogar a Manuel Gaviria, su antecesor en el cargo y hombre de confianza de María Cristina, este se negó a dar explicaciones. Gaviria escribió a Muñoz para prevenirle, asegurando que las cuentas sobre los gastos realizados con los fondos del bolsillo no debían presentarse nunca públicamente.
Había más. Tampoco se conocía el paradero de las joyas de la Corona. Martín de los Heros había encontrado 700 estuches vacíos, el equivalente a unos 78 millones de reales. Y faltaban una serie de valiosos muebles renacentistas pertenecientes al antiguo Alcázar de los Austrias, que se guardaban en los almacenes de palacio y que, ante su desaparición, se sospechaba que habían sido subastados en Londres y París.
Cuando finalmente se interrogó por vía judicial a María Cristina sobre todo ello, esta replicó a través de su secretario personal que no juzgaba oportuno responder hasta “llegado el momento justo”. En espera de ese supuesto momento oportuno, Fernando Muñoz y María Cristina, con el beneplácito del Partido Moderado, habían seguido conspirando desde París para provocar la caída del gobierno de Espartero.
Subvencionaron la acción conjunta de moderados y un sector de progresistas que, acaudillada por los generales Narváez, Prim y O’Donnell, descabalgó del poder al regente. María Cristina corrió con los gastos del flete del vapor que trasladó a Narváez desde su exilio en Francia hasta el puerto de Valencia en 1843.
Desembolsó 400.000 reales para los tres implicados en el complot y otros 100.000 a repartir entre los civiles que secundaban la trama en Madrid. Entre ellos figuraba un buen amigo de Muñoz: el marqués de Salamanca.
Mucho más que fiestas
Finalizado su primer exilio en 1844, María Cristina y Muñoz convirtieron su residencia madrileña, el palacio de las Rejas, frente al Senado, en un centro de decisiones. En las reuniones celebradas allí, bajo la apariencia de eventos sociales, se ataban y desataban toda clase de negocios.
En el palacio de las Rejas alternaba el círculo más íntimo de la reina madre con los nombres más conspicuos del mundo de las finanzas y la política, como el propio Gaviria, el marqués de Retamoso, el marqués de Salamanca o Francisco Martínez de la Rosa, más algún militar conservador como Francisco Lersundi o Narváez. Se originó así una íntima relación entre la política y las finanzas que, dirigida siempre desde las Rejas, marcó el gobierno de la Década Moderada (1844-54).
A partir de 1846, el nombre de Muñoz estuvo asociado a la mayoría de las grandes empresas de obras públicas españolas, entre otras, la canalización de los ríos Manzanares y Ebro o la infraestructura del puerto de Valencia.
A medida que aumentaba su fortuna personal, crecía el descrédito de la reina gobernadora. No es de extrañar que, cuando en 1854 se generalizó el descontento, una muchedumbre enfervorizada se dirigiera hacia la residencia de la reina madre, quien, lo más sigilosamente que pudo, se refugió con celeridad en el Palacio Real junto con su familia.
Salvar la Corona
La reacción popular no sorprendió a nadie. Las invectivas contra la reina madre y los negocios de Muñoz llevaban meses multiplicándose. Incluso la prensa extranjera, especialmente el diario británico The Times, se sumaba a las críticas de corrupción a la monarquía. La respuesta del gobierno de los moderados fue, dos meses después, prohibir la entrada del rotativo londinense en España. Pero no se pudo silenciar la prensa clandestina, y libelos de toda clase circularon por toda la península.
La situación llegó a ser tan crítica que, un mes después de estallar la Vicalvarada (llamada así porque el levantamiento se inició en Vicálvaro, entonces en las inmediaciones de Madrid), Isabel II se decidió a llamar a Espartero, por entonces retirado, para que formara gobierno.
El viejo general no rechazó el cargo, siempre que se aceptaran tres condiciones: convocar Cortes Constituyentes, que la reina se retractase públicamente de los errores cometidos y que María Cristina respondiese ante la justicia de las acusaciones de corrupción. Consciente de que le iba en ello la Corona, Isabel II accedió.
Poco después se encargó a una comisión investigar las implicaciones de María Cristina en la contrata de las obras del puerto de Valencia a través de Nazario Carriquiri, su hombre de confianza, cifradas en 11 millones de reales; en las obras del ferrocarril de Langreo; en la canalización del Ebro, empresa en la que el propio Fernando Muñoz era titular de 2.248 acciones; y en otros asuntos, como el abastecimiento de carbón para Filipinas.
Vista la gravedad de las acusaciones, María Cristina, de nuevo exiliada en Francia, intentó ser eximida de cualquier delito y recurrió a tres abogados de prestigio, entre ellos, Manuel Cortina, presidente de la Real Academia de Jurisprudencia.
El juicio de los eminentes letrados, emitido tres años después tras largas deliberaciones, fue unánime. Exoneraba a la reina madre de cualquier responsabilidad en las operaciones, que, en todo caso, eran atribuibles a su esposo y a las sociedades en las que él participaba.
Este texto se basa en un artículo publicado en el número 565 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.