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Cómo tumbó Pasteur el cuento de la generación espontánea

Mitos científicos

Durante años se dio crédito a la generación espontánea... hasta que en el siglo XIX Louis Pasteur se alzó vencedor en un singular duelo de laboratorio

Estudio de microbiología de Louis Pasteur.

Dominio público

Desde antiguo los campesinos han observado cómo en lugares yermos llenos de barro nacían ranas, serpientes u otros animales. Ante este aparente milagro, es lógico que supusieran que el lodo poseía una fuerza misteriosa capaz de crear seres.

Este prodigio no era exclusivo del barro. En el Ramayana, un libro sagrado del hinduismo, se menciona el nacimiento espontáneo de insectos a partir del sudor y la basura. Y en China se creía que los pulgones nacían súbitamente de las plantaciones de bambú en las épocas cálidas y húmedas.

La idea de que en circunstancias adecuadas la vida puede originarse a partir de la materia inerte se conoce en términos científicos como generación espontánea. Se trata de una teoría, del todo errónea, que ha servido para explicar la naturaleza y el desarrollo de la vida desde los inicios de la civilización.

Un error incuestionable

Para los pensadores clásicos, la generación espontánea era una certeza indudable. Aristóteles afirmó que “todo ser viene de la vida, no solo a partir del emparejamiento de animales, sino también de la descomposición de la tierra y del estiércol”. Por ello, no descartaba que los humanos pudiéramos provenir de los excrementos. Algunos de los sabios más destacados de los siglos XVII y XVIII, como Descartes y Newton, continuaron dando por cierta esta noción científica.

Gran número de científicos seguía pensando que la materia contenía una sutil fuerza vital

Sería un médico y poeta italiano, Francesco Redi, quien sembraría las primeras dudas al respecto. Lo hizo en 1668 mediante un experimento sencillo y eficaz. Introdujo diversos trozos de pescado y carne en unos tarros. Unos los tapó con una gasa; otros los dejó al descubierto. Al cabo de unos días observó que los envases destapados estaban llenos de larvas de mosca. Los cubiertos, en cambio, solo las albergaban sobre la superficie.

Redi comprobó que las larvas habían crecido a partir de huevos puestos por moscas, y que la contaminación de los tarros abiertos se debió a la acción de estos insectos, y no a una supuesta generación espontánea. Con el tiempo, los estudiosos admitieron que en vasijas selladas no crecía ningún tipo de gusano o insecto. Pero ello no significó, ni mucho menos, la muerte de la generación espontánea.

Gran número de científicos seguía pensando que la materia contenía una sutil fuerza vital. Parecía que algunos experimentos les daban la razón. Si se hervía durante unos minutos una infusión o un caldo de carne en un frasco hermético, al cabo de unos días en estos aparecían signos de alteración o de descomposición. Pero si se mantenían en ebullición durante más de media hora, su contenido no se veía perturbado.

Retrato de Louis Pasteur en 1880.

Dominio público

Algunos científicos argumentaban que esto último se producía porque el calentamiento excesivo había destruido la fuerza vital contenida en la materia orgánica del medio nutritivo. Por entonces se desconocía que existen muchos microorganismos resistentes al calor y que estos no se eliminan por completo mediante un ligero hervor.

Guerra de laboratorio

A mediados del siglo XIX la comunidad científica se hallaba dividida. A un lado se posicionaban los que creían que el aire y los objetos contenían elementos contaminantes (pólenes, esporas, bacterías...) responsables de la descomposición de líquidos nutritivos aislados en un frasco. Al otro, los que sostenían que la vida podía surgir en un entorno estéril cerrad o.

Entre los primeros se encontraba el gigante de la biología Louis Pasteur, y entre los segundos Félix-Archimède Pouchet, un respetado naturalista de Ruan. Ambos entablaron una polémica epistolar a raíz de unos experimentos que dieron pie a Pouchet a alegar que la generación espontánea podía demostrarse de forma empírica.

En una de sus pruebas, Pouchet selló un matraz lleno de agua destilada y hervida y lo colocó boca abajo en un recipiente lleno de mercurio para evitar que entrara aire. Tras varios procedimientos, introdujo en él una madeja de heno, calentado a 100 ºC. Una semana después, Pouchet observó maravillado que la infusión de heno estaba llena de microorganismos. Aquello era, en su opinión, una prueba irrefutable de que la vida había surgido espontáneamente.

El mercurio que Pouchet había empleado para cerrar el paso a los microorganismos tenía polvo en superficie

Así se lo hizo saber a Pasteur en una carta. Pero la respuesta de este avivó aún más el debate: era imposible que Pouchet hubiera sido tan cuidadoso. Pasteur estaba convencido de que, durante la obtención de la infusión de heno, se había colado algún agente contaminante. Pero le resultaba difícil saber cuál, ya que su oponente parecía haber sido muy escrupuloso.

Finalmente, descubrió el fallo. El mercurio que Pouchet había empleado para cerrar el paso a los microorganismos tenía polvo en superficie, por lo que contaminó el contenido del frasco. A Pouchet no le satisfizo la explicación.

Comités con preferencias

En 1862, la Academia de Ciencias de París quiso poner fin a la disputa. Ofreció un premio a quien, con sus experimentos, contribuyera a decantar la balanza. Pero los partidarios de la generación espontánea, encabezados por Pouchet, se retiraron del concurso en protesta por el, según ellos, favoritismo del comité evaluador con respecto a Pasteur (algo del todo cierto).

Este, sin oponentes, recibió el premio por un trabajo redactado un año antes en el que demostraba que la descomposición de una variedad de sustancias se debía a gérmenes que viajaban por el aire. Pouchet y sus colaboradores no se dieron por vencidos, y en 1864 lograron que se estableciera una segunda comisión para seguir dilucidando el problema. Esto causó indignación en la Academia, ya que la mayor parte de sus miembros consideraba el asunto zanjado.

Louis Pasteur experimentando en su laboratorio.

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Ante la nueva hostilidad del jurado, Pouchet decidió retirarse por segunda vez. Mermaba así su credibilidad, pero evitó el bochorno de una derrota decidida de antemano. Pasteur no había perdido el tiempo: concibió un procedimiento que ha pasado a la historia de la ciencia como una elegante demostración práctica de la inexistencia de la generación espontánea.

Para su experimento, empleó un nuevo tipo de matraz, llamado de cuello de cisne por su forma en S. En él vertió infusión de levadura, que luego hirvió para esterilizar. El hervor produjo vapor de agua, que, al condensarse, se acumuló en la curva inferior del cuello de cisne. Esta agua atrapada impedía la entrada de microorganismos presentes en el aire.

El líquido permanecía incorrupto y aislado del aire contaminante... hasta que Pasteur rompió el cuello de cisne. Solo entonces se estableció una comunicación con el medio exterior, lo que permitió que los contaminantes entraran en el matraz y aparecieran colonias de microorganismos.

Camino a la pasteurización

Pasteur salió triunfador de la contienda y su indiscutible imagen de genio de la biología se reforzó ante la sociedad francesa. Sin embargo, un detalle aparentemente Insignificante podía haber otorgado el éxito a Pouchet, sembrando de nuevo la discordia. Pasteur y Pouchet habían empleado distintos medios nutritivos en sus experimentos; infusiones de levadura el primero y de heno el segundo.

Pasteur descubrió que para eliminar los gérmenes es necesario alcanzar temperaturas superiores a los 120 ºC

Cuando se hierve una infusión de levadura, se mata toda forma de vida. No ocurre lo mismo con la de heno, ya que posee una espora capaz de sobrevivir a la ebullición. La resistencia de las esporas de heno no se descubrió hasta 1876. Algunos investigadores apuntan que si Pouchet hubiese tenido más templanza y no hubiera abandonado el concurso, podría haber obtenido un triunfo inesperado con sus destilados de heno, aunque estuviera en lo falso.

Su éxito, no obstante, habría sido efímero. Años después, Pasteur descubrió que para eliminar todos los gérmenes es necesario alcanzar temperaturas ligeramente superiores a los 120 ºC. Su hallazgo permitió desarrollar el autoclave, un instrumento que permite alcanzar los 121 ºC de ebullición del agua gracias al aumento de la presión. Un aparato, pues, indispensable para la asepsia en quirófanos, la esterilización de alimentos o el tratamiento de materiales.

En efecto, el legado de Pasteur ha sido uno de los más fructíferos en la comprensión de procesos biológicos fundamentales y, por extensión, en la mejora de la salud humana. Vivimos más años y con mejor calidad gracias al trabajo de este biólogo.

Este artículo se publicó en el número 488 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.