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Un tren en África para el supremacista Cecil Rhodes

Colonialismo

El megalómano Cecil Rhodes, rico gracias a los diamantes sudafricanos, se obsesionó con un plan casi imposible: unir el continente negro de norte a sur con una línea de ferrocarril de control exclusivamente británico.

Embarque al ferrocarril del Cabo al Cairo en el Congo belga, c.1900-1915.

Dominio público

Cecil John Rhodes, el hombre más rico de África, rey de los diamantes, dedicó la mitad de su vida al engrandecimiento del Imperio británico. Fue un insaciable representante del capitalismo colonial africano, y concibió uno de los proyectos más ambiciosos que jamás forjó el colonialismo. Un delirio utópico, una fantasía imperia lista que, aun así, estuvo muy cerca de convertirse en realidad: construir una línea de ferrocarril sin interrupción desde Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, hasta El Cairo, en Egipto.

El imperio vertical

Conocido por su nombre en inglés, The Cape to Cairo Railway, el proyecto nació a finales del siglo XIX. La idea se basaba en el grandioso anhelo de conectar las posesiones africanas del Imperio británico a través de una línea continua de sur a norte, partiendo del cabo de Buena Esperanza y ascendiendo hasta el mar Mediterráneo. Se trataba de seguir el trazado de la línea roja que señalaban los mapas coloniales británicos, convenientemente transformada en un camino de raíles y traviesas que cruzaría la selva, la sabana y el desierto, así como las aguas de caudalosos ríos.

El concepto del dominio africano de sur a norte fue conocido como “el imperio vertical”, en contraposición al imperio horizontal que perseguía Francia: también pretendía atravesar toda África, aunque en su caso desde el océano Atlántico hasta el Índico. Bajo esta idea, el ferrocarril planeado por Rhodes debía convertirse en un elemento clave en la unificación de las posesiones y la gestión de su dominio.

Muy gráficamente, los ingleses lo llamaron The Spine and Ribs of Africa, “la columna y las costillas de África”, siendo la columna la línea central del ferrocarril y las costillas las vías que la conectaban con los puertos de la costa. Su construcción permitiría fomentar el comercio a lo largo de todo el continente, mejorar el transporte de mercancías, un gobierno más fácil de las colonias y el desplazamiento rápido de tropas a zonas conflictivas o en guerra.

Ocupó cargos de responsabilidad en las colonias y terminó construyéndose un escenario inmejorable

Este punto de vista lo compartía con los gobernantes de la metrópolis Cecil Rhodes mejor que ningún otro hombre en el mundo. No se puede olvidar que los objetivos principales del empuje colonial británico eran la explotación de materias primas, la apertura de nuevos mercados y la inversión de capitales en sectores como la minería y las plantaciones agrícolas.

El hombre más poderoso

Rhodes se estableció en 1870 en Sudáfrica, una de las pocas colonias británicas de población blanca. Llegó para incorporarse a la explotación algodonera de su hermano, pero rápidamente se abrió camino por su cuenta en el negocio de los diamantes. Al cabo de unos veinte años fusionó su empresa con otra para crear la De Beers, firma que en cuestión de un decenio llegaría a controlar el 90% del mercado mundial de diamantes.

Por la misma época fundó también la poderosa British South Africa Company. Era un ente con decreto real, autorizado para comerciar con líderes del continente negro, instituir bancos y administrar y distribuir tierras. Con ello Rhodes persiguió especialmente la adquisición de derechos de explotación de minerales. Una característica diferenciaba la carrera de Rhodes de la de sus competidores, el resto de empresarios que iban tras la explotación de riquezas africanas: el factor imperial.

Trabajaba al mismo tiempo para sí y para el Imperio. Así, ocupó cargos políticos de responsabilidad en las colonias, y terminó construyéndose un escenario que llegó a ser inmejorable para él. Como empresario dominaba los principales recursos mineros del territorio; como político fue elegido diputado al Parlamento de la Colonia del Cabo en 1881 y primer ministro de esta misma provincia en la década siguiente.

Violet Manners dibuja a Rhodes.

Dominio público

La historia colecciona unas cuantas frases antológicas relacionadas con sus delirios imperialistas, que ayudan a entender su concepción mística del colonialismo británico. Son sentencias célebres por su evidente falta de moderación: “Tomad la constitución de los jesuitas si es posible obtenerla e insertad Imperio inglés donde dice religión católica romana”. O esta otra, abiertamente valedora del supremacismo blanco: “Somos la primera raza en el mundo, y cuanto más espacio en el mundo ocupemos, mejor para la raza humana”.

Y hasta una pronunciada en pleno desvarío galáctico: “Quisiera anexar los planetas si pudiera; a menudo pienso en ello. Me entristece verlos tan claros y, sin embargo, tan distantes”. La política de compañías privilegiadas que obtenían amplias facultades de la metrópolis para organizar y explotar la colonia, habitual en los inicios del Imperio británico, siglos atrás, parecía retornar con Rhodes, al frente de De Beers y la British South Africa Company.

Las campañas militares para arrebatar territorios a los nativos eran sufragadas por las propias empresas, que así obtenían las concesiones mineras. De este modo, no costaba ni un penique a los contribuyentes de las islas. Además, el control de Rhodes mantenía a raya los movimientos estratégicos de potencias rivales, como Portugal y Alemania. Rhodes se enriquecía, pero también soñaba con llevar adelante la quimera del ferrocarril imperial.

Manos a la obra

El proyecto superaba en escala o en imaginación a las otras dos grandes líneas transcontinentales de la época: la Canadian Pacific, que se inició en 1881, y el Transiberiano, diez años después. Y también presentaba, obviamente, enormes dificultades técnicas, económicas y humanas. La distancia a recorrer entre los dos extremos del continente africano era de 8.000 kilómetros.

Hubo contratiempos tan imprevistos como las hormigas blancas, que se alimentaban de la madera de las vías

Por el camino había que vencer innumerables obstáculos, como la mosca tse-tsé, las fiebres, la sed, el ataque de los guerreros nativos y el de los cazadores furtivos de marfil. Hasta contratiempos tan imprevistos como las hormigas blancas, que se alimentaban de la madera de las traviesas de la vía férrea. El ferrocarril se empezó a construir a partir de las vías que ya funcionaban en Ciudad del Cabo, primera plaza colonial británica en el sur de África.

Así, desde el sur, Rhodes logró que el ferrocarril cruzara las arenas del Kalahari, en la región oriental de Bechuanalandia (Botswana), antes de internarse en Matabeles (Zimbabue) y continuar su progresión hasta penetrar en el Congo y Tanganica. En este avance por el África austral mantuvo enfrentamientos con los bóers (la llamada primera guerra anglo-bóer) en las regiones norteñas de Transvaal y Orange, y también con los zulúes.

Mediante la conquista de esta región los británicos lograron frenar los intereses portugueses, que buscaban unir, de este a oeste, sus colonias de Angola y Mozambique. Por el norte, el protagonismo recayó en Herbert Kitchener, político y militar irlandés dedicado a la causa del Imperio británico.

Kitchener partió de las vías del Cairo. A través de los desiertos egipcio y sudanés y a lo largo del río Nilo bajó hasta Al-Ubayyid, ciudad sudanesa al sur de Jartum. Él fue el principal implicado junto a Rhodes en la construcción del ferrocarril tras la reconquista británica de Sudán en 1898. Ambos, con sus interlocutores en Londres, fueron los instigadores y cabezas visibles del proyecto.

Retrato del empresario en torno al año 1900.

Dominio Público

Los ejecutores materiales fueron unos centenares de trabajadores europeos cualificados y miles de trabajadores anónimos africanos, asiáticos y árabes. En el siglo XIX, de la construcción de ferrocarriles todavía se encargaban por completo los hombres a pico, pala y carretilla. Detrás de Rhodes y Kitchener había un ejército de ingenieros, constructores de puentes, topógrafos, encargados de mantenimiento y, por supuesto, platelayers, rieleros, los obreros especializados en colocar raíles y traviesas.

El material procedía prácticamente en su totalidad de la metrópolis. En la línea del norte, cada remache, tanque de agua, tubería, bomba... y hasta cada tonelada de carbón y cada vagón eran transportados desde las islas británicas por mar, por el Nilo y después por ferrocarril hasta el extremo de la línea, que avanzaba sobre la arena. El grueso de los trabajadores encargados de construir los caminos de hierro del Imperio fueron habitantes de los diferentes territorios africanos.

Hubo entre ellos reclutas, condenados y asesinos –algunos trabajaban con los tobillos encadenados–, pero también numerosos obreros libres. Muchos años más tarde, en 1970, 25.000 trabajadores de la China comunista se sumarían a 50.000 tanzanos para la construcción del ferrocarril Tanzam (Tanzania-Zambia). Este proyecto de cooperación estratégica internacional, irónicamente, tardó solo seis años en tender un tramo que los británicos pasaron mucho tiempo pendientes de realizar a causa de su conflicto colonial con Alemania.

La rivalidad imperial

Nadie allanó el camino del Imperio británico en el continente negro. La rivalidad entre las máximas potencias coloniales fue el principal obstáculo, y también interfirió enormemente en la construcción del ferrocarril. La estrategia francesa en la última década del siglo XIX perseguía la continuidad de sus colonias desde Senegal (en el Atlántico) hasta Djibouti.

Londres reunía por fin la capacidad política para hacer realidad el eje ferroviario de Ciudad del Cabo al Cairo

Francia envió expediciones en 1897 para establecer un protectorado en el Sudán meridional y establecer una ruta a través de Etiopía, pero estos planes fracasaron al año siguiente a partir del incidente de Fachoda, ocurrido donde se cruzaban las rutas francesa y británica. Fue uno de los tropiezos coloniales más importantes entre grandes potencias. En Fachoda, actual ciudad sudanesa de Kodok, a orillas del Nilo, se encontraron una flota inglesa y una expedición gala que reclamaban simultáneamente los derechos sobre el lugar.

Hubo mucha tensión y, tras varios días de desafío y expectación en Europa, los franceses se retiraron debido a la superioridad naval británica. Este hecho significó la derrota terminante para París en sus aspiraciones transafricanas. A principios del siglo XX, gracias a sus engaños a los cabecillas y reyes locales y a la efectividad mortal de la ametralladora Maxim, los británicos habían logrado todos sus objetivos en África, excepto el sueño sobre raíles de Rhodes.

Sus dominios africanos se extendían desde Ciudad del Cabo hacia el norte por Natal, Bechuanalandia, Rhodesia (Zimbabue y Zambia) y Niasalandia (Malawi). Desde Egipto hacia el sur, se desplegaban por Sudán, Uganda y África Oriental (Kenia). La línea roja de Rhodes solo presentaba una discontinuidad: el África Oriental Alemana, colonia que incluía los actuales Ruanda, Burundi y Tanzania.

Con esta posesión, Alemania contaba con un enclave vital en el este del continente y rompía la continuidad territorial del dominio británico. Sin embargo, tras la derrota del káiser en la Primera Guerra Mundial y las imposiciones del Tratado de Versalles, la mayor parte de este territorio cayó en manos británicas. Así, después de 1919, Londres reunía por fin la capacidad política para hacer realidad el eje ferroviario de Ciudad del Cabo al Cairo.

Diálogo de Rhodes y los nativos, según el dibujo de Robert Baden-Powell, 1896.

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Aun así, los factores económicos impidieron su conclusión en el período de entreguerras. Tras la Segunda Guerra Mundial ya fue demasiado tarde: las luchas internas de los pueblos africanos y el ocaso del colonialismo liquidaron las bases necesarias para la conclusión del ferrocarril. Con ello, el sueño de Rhodes descarrilaba definitivamente. Él mismo hacía tiempo que había fallecido; en 1902 un ataque al corazón puso fin a su vida a la edad de 48 años.

No obstante, con Rhodes en vida hubo otro factor en el revés del proyecto, aunque ha trascendido menos: la falta de decisión e incluso las contradicciones de la metrópolis a la hora de impulsar la consecución de la franja que faltaba. El primer ministro británico lord Salisbury argumentó ya a finales del siglo XIX que la zona al norte del lago Tanganica no era de suficiente actividad comercial y que su dominio no se traduciría en ventajas objetivas.

Por lo demás, pesaba el argumento militar según el cual costaría mucho defender la vecindad de potencias como Alemania y Francia a cambio de tan poco. Salisbury concluyó que no veía “ninguna ventaja especial en tener un territorio que se extienda desde Ciudad del Cabo hasta las fuentes del Nilo”. De hecho, los protagonistas de la expansión colonial en tierras africanas manifestaron reiteradamente su malestar por la falta de apoyo del gobierno de Londres.

Proyecto inconcluso

El colonialismo británico en África y el concepto del ferrocarril de Ciudad del Cabo al Cairo habían seguido siempre destinos paralelos. Y, a pesar de esto, las ventajas comerciales de la empresa impulsada por Rhodes eran tan apetitosas para algunos que la idea jamás murió con el ocaso colonial. Nuevos ensayos, avances y retrocesos han tenido lugar desde entonces en diferentes puntos de la convulsa África del poscolonialismo.

Dibujo del británico, por Mortimer Menpes.

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Hoy, la mayoría de los sectores de esta línea están en funcionamiento, aunque la operatividad sea limitada en muchos puntos a causa del mal estado de las vías. Entre Sudán y Uganda, en cambio, quedó un sector por concluir. Las guerras civiles sudanesas mantuvieron la zona en un conflicto permanente prácticamente desde la independencia de Gran Bretaña en 1956.

El sueño de Rhodes tampoco se ha cumplido por lo que respecta a la administración de su utópico Cape to Cairo Railway. Contra sus planes de una línea operada por una sola compañía, los sectores actuales funcionan de la mano de distintas firmas nacionales.

De hecho, pocos trenes africanos traspasan fronteras, y, aparte del ferrocarril Tanzam, ningún eje ferroviario importante se ha construido desde los tiempos coloniales. Solo algunos trenes turísticos de gestión privada cubren en parte trayectos transnacionales. Quizá, a la postre, el capital del sector turístico sea el que termine en el futuro lo que empezó el capital del colonialismo.

Este artículo se publicó en el número 505 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.