Leopoldo II de Bélgica y la explotación del Congo
Bajo un delicado velo de filantropía, el rey Leopoldo II de Bélgica hizo del Congo una colonia privada. Él acabó convertido en un exportador de caucho multimillonario y el Congo, en un campo de trabajos forzados. Con millones de muertos.
El reino de Bélgica, nacido en 1830 tras su independencia de Holanda, era a finales del siglo XIX una joven nación europea de notable prosperidad industrial. El país marchaba por la buena senda, pero estaba lejos tanto del club de las grandes potencias como de la pugna imperialista. Su opinión pública estaba claramente alineada con la corriente opuesta al colonialismo.
Sin embargo, Leopoldo II, el segundo monarca belga, no compartía en absoluto la posición popular. Durante unos años, el rey trató en vano de convencer a Bélgica de iniciar una aventura semejante.
Pero finalmente el destino le depararía un enorme pedazo de suelo africano hacia el interior del río Congo, en el corazón del continente negro. Cuando supo que no persuadiría a Bélgica de entrar en la carrera imperialista, decidió emprenderla por su cuenta, aunque envuelta en un sutil y eficaz revestimiento de filantropía, cristianismo y abolicionismo.
Leopoldo buscó vías hacia el colonialismo alternativas a la política de Estado. Su forma de actuar, durante toda su vida, estaría marcada por una buena cintura y una firme determinación, pero también por la hipocresía sin rubor. Aunque consintió la explotación de millones de nativos, llegó a ser presidente honorario de la Sociedad para la Protección de los Aborígenes y fue anfitrión de eventos como la Conferencia Antiesclavista de Bruselas en 1889.
Nada era imposible: lo que no podía hacerse bajo una forma o apariencia, se hacía bajo otra. Una sucesión de asociaciones y compañías, creadas a conveniencia y transformadas sobre la marcha, sustituirían finalmente la cobertura estatal de su proyecto.
La idea de Stanley
El rumbo definitivo de las ambiciones de Leopoldo II vendría definido por los éxitos de un hombre clave en la historia del Congo: Henry Morton Stanley. En las décadas de 1860 y 1870, la sociedad ilustrada de Europa y Estados Unidos seguía deslumbrada la aventura de las grandes expediciones al África desconocida.
La expedición de Stanley confirmó que el río Congo era una magnífica vía de acceso al África central, y que dicha área era transitable y explotable.
Leopoldo II había desviado finalmente su atención hacia el continente africano, y también seguía con interés todas las novedades de las exploraciones. Cuando el 9 de agosto de 1877 Stanley regresó a la civilización occidental por la desembocadura del río Congo, volvía completamente convencido de las posibilidades comerciales de los territorios interiores.
Su expedición confirmó que el río era, a partir del lago Stanley, una magnífica vía de acceso al África central, y que dicha área era transitable y explotable. Stanley quiso poner primero a disposición del Reino Unido sus nuevos descubrimientos, pero no fue escuchado por los británicos. Leopoldo olfateó su oportunidad con gran habilidad y recibió a Stanley con todos los honores. A partir de entonces el anglosajón trabajaría para él.
Equilibrios diplomáticos
Leopoldo II había iniciado movimientos diplomáticos. En su calidad de rey de Bélgica, honor que había heredado de su padre en 1865, disponía de contactos al más alto nivel con los gobiernos europeos. Así, el 12 de septiembre de 1876 convocó con éxito la Conferencia Geográfica de Bruselas, que logró rodear de un aura de benevolencia y que fue creada públicamente con el objetivo de abrir las puertas de la civilización al África central.
De la conferencia nació la Asociación Internacional Africana (AIA), integrada por representantes de todos los países implicados en el reparto del continente. Por aquel entonces, Leopoldo II se había sabido granjear una sólida fama de excéntrico altruista, partidario de la intervención para llevar hasta África la religión y liberar a sus pueblos de la esclavitud.
En enero de 1879, Stanley emprendió una nueva expedición para crear bases comerciales en el Alto Congo y establecer líneas de comunicación por barco. Durante este viaje, el explorador consiguió firmar tratados con líderes congoleños. Esta campaña, sin embargo, ya corrió a cargo del nuevo Centro de Estudios del Alto Congo (CEHC), formado por Leopoldo el año anterior y que, a diferencia de la AIA, incluía directamente en sus estatutos, además de la cuota filantrópica, referencias a la “búsqueda de mercados para el comercio y la industria”.
Los acuerdos iniciales con los líderes congoleños perseguían el monopolio comercial y mano de obra, pero no exigían cesión de soberanía del territorio.
En principio, estos acuerdos perseguían un monopolio comercial y mano de obra, y no exigían una cesión de soberanía del territorio. Sin embargo, otro explorador, Pierre Savorgnan de Brazza, viajó a la zona en nombre del comité francés de la AIA, pero tomó la iniciativa de firmar tratados por su cuenta en nombre del gobierno de Francia. Estos contratos formalizaban directamente la soberanía francesa sobre los territorios negociados. Francia reconoció los tratados, colocando así la colonización del Congo en la tribuna de la política europea.
Ante esta situación, Leopoldo copió la táctica y mandó nuevos formularios a Stanley. Su misión consistía, ahora sí, en transferir por escrito la soberanía de los territorios a una nueva entidad encubridora, la Asociación Internacional del Congo (AIC). Pese a su intencionado parecido con la filantrópica AIA, la AIC representaba ya simplemente a Leopoldo en persona, bajo unas siglas que ocultaban sus intereses.
Los “acuerdos” con los jefes tribales no eran, evidentemente, trigo limpio. Los congoleños podían entender la idea de un tratado de amistad entre dos clanes, pero no la cesión del territorio. Un escrito en lengua desconocida, que solo tenían que refrendar con una cruz, les proponía pactos inauditos.
En 1884, los jefes de Ngombi y Mafela firmaron textos completamente absurdos. Acordaban “entregar a la mencionada asociación la soberanía y todos los derechos soberanos y de gobierno sobre todos sus territorios, y ayudar con su trabajo o de otra manera a cualquier obra, mejora o expediciones que la asociación haga emprender [...]”. El trato implicaba una completa desposesión: “Todas las carreteras y vía fluviales que corren a través de este país, el derecho a recaudar peajes en el mismo, y toda la caza, pesca, productos mineros y derechos forestales han de ser propiedad absoluta de la citada asociación”. Esto se firmaba a cambio de compromisos risibles, como “una tela por mes a cada uno de los jefes abajo firmantes”.
La constitución definitiva del Estado Libre del Congo llegó finalmente gracias al acuerdo logrado en la Conferencia de Berlín, organizada por el canciller alemán Otto von Bismarck en 1884 y 1885.
El trabajo previo de Leopoldo, con un sentido práctico fuera de lo común, fue de nuevo de gran inteligencia. El monarca belga no tuvo participación en la conferencia, pero convenció a cada una de las potencias con intereses en África para que dieran luz verde al nuevo estado mediante conversaciones bilaterales.
El Estado Libre del Congo fue reconocido oficialmente como territorio del rey Leopoldo II a título personal, y no como colonia belga.
Así, el 1 de julio de 1885, el Estado Libre del Congo quedaba oficialmente reconocido, no como colonia belga, sino como territorio del rey a título personal. Era desde su constitución un espacio de libre comercio internacional y también libre de esclavismo. Era tan grande como media Europa occidental.
Un auténtico holocausto
Con las manos libres, Leopoldo explotó el territorio a sus anchas. El nuevo estado fue administrado de modo privado por el monarca hasta 1908. Con préstamos concedidos por el Estado, desarrolló las infraestructuras necesarias para la explotación de las riquezas de la colonia.
El marfil y el caucho fueron las materias primas más rentables. Su explotación necesitaba del trabajo sin descanso de los nativos, para lo cual el nuevo estado y su propietario no dudaron en consentir los métodos más crueles: amputaciones de manos, encadenamientos, secuestros y latigazos se convirtieron en prácticas corrientes.
La Force Publique, un ejército privado formado por más de quince mil hombres, era la mano ejecutora de la ley y el orden. Los oficiales de este ejército eran blancos, de diferentes países europeos, y sus soldados eran negros, primero mercenarios hausas y de Zanzíbar y progresivamente pobladores locales.
Los dirigentes de las bases comerciales cobraban por incentivos de productividad y, para conseguir mayores beneficios, exigían a los indígenas hasta donde fuera necesario, muchas veces hasta la muerte.
Para la obtención del marfil y el caucho se recurría al trabajo en condiciones cercanas a la esclavitud. A los congoleños se les asignaban objetivos concretos de producción, y los métodos de coerción que se les aplicaban incluían los secuestros de mujeres y niños para que los hombres trabajaran. Estos rehenes morían con frecuencia por malos tratos y desnutrición, y solo eran liberados a partir de la entrega de cierto volumen de mercancía. Otro método punitivo consistía en los incendios y ataques directos contra poblados que no satisfacían los planes de explotación.
El aumento de la demanda internacional de caucho agudizó la crueldad de los administradores coloniales para que se cumplieran los objetivos de producción.
A partir de 1896, la demanda del caucho en los mercados internacionales se disparó. De esta manera, las inversiones de Leopoldo se transformaron en unos beneficios millonarios que ya no cesarían hasta su muerte. Pero el aumento de la demanda no hizo más que agudizar la crueldad de los administradores coloniales. Los castigos hacia los indígenas por no cumplir las expectativas de producción derivaban en asesinatos masivos “ejemplarizantes” de la mano de la Force Publique. La cantidad de víctimas de este abominable régimen se elevó a la dramática cifra de entre cinco y diez millones de personas asesinadas durante el dominio del soberano belga.
Primeras denuncias
La máscara filantrópica que cubría el rostro de Leopoldo se sostuvo durante un tiempo, pero el debate sobre lo que sucedía realmente en el Congo terminó despertando el interés de la prensa. Leopoldo no pisó en toda su vida suelo congoleño, pero sí que visitaron el país otros europeos y norteamericanos provistos de ética. Quedaron horrorizados con lo que vieron y escucharon.
El primero en denunciar la situación fue el jurista afroamericano George W. Williams, que esperaba encontrarse un enclave experimental parecido a Libreville o Freetown y se topó con un auténtico infierno. Más adelante fueron Roger Casement, cónsul británico en el Congo, y Edmund Morel, empleado de una naviera inglesa que cubría una ruta hasta el país africano, los encargados de hacer llegar al gran público la realidad.
No fue sencillo. Leopoldo usó todas sus influencias para impedir que los periódicos metieran las narices en su coto privado. A lo largo de su vida había invertido importantes sumas para comprar la voluntad de políticos, periodistas, funcionarios, militares y religiosos, y no iba a dejar de hacerlo ahora. Publicó sus propias informaciones e incluso impulsó su propia “comisión de investigación”. Pero la opinión pública le fue girando la espalda.
A partir de 1900 la prensa europea y estadounidense situó en el ojo del huracán lo que ocurría en el Congo. El movimiento contra los abusos practicados generó a ambos lados del Atlántico lo que algunos consideran el primer gran movimiento social en defensa de los derechos humanos del siglo XX. En 1904 se creó la Congo Reform Association, con sedes en distintos países, que se encargó de liderar esta corriente.
El Congo belga
La presión internacional sobre Leopoldo fue de tal calibre que en 1908 se vio obligado a renunciar a la colonia a favor del estado belga. Los malos tratos no desaparecieron de la noche a la mañana, pero se alivió en parte la situación. A partir de 1910 se dieron mejoras en ámbitos como el sanitario y el educativo, sin que dejaran de producirse muertes gratuitas.
La presión internacional sobre Leopoldo obligó al monarca a renunciar a la colonia en favor del estado belga.
El contexto internacional se transformó con los años, y la dinámica colonialista europea llegó poco a poco a su fin, mientras los movimientos de liberación del tercer mundo tomaban impulso. En 1960 llegó el turno del Congo y de su independencia. El país empezó una nueva aventura en solitario en absoluto fácil, ni siquiera libre de la sombra neocolonial.
Sin embargo, en los años que siguieron a la independencia, la verdad sobre el período más oscuro del Congo apenas se labró un lugar sólido en la memoria europea. Tras la entrega de su dominio a Bélgica, el monarca organizó una monumental quema de documentos, tanto en Europa como en el Congo. Quedaron, eso sí, testimonios gráficos y escritos de las atrocidades, ofrecidos por misioneros, funcionarios y oficiales, y también hubo archivos administrativos que escaparon a las llamas.
Pese a todo, la figura de Leopoldo quedó en segundo plano en la historia respecto a otros representantes de la muerte a gran escala. Y lo cierto es que, aunque no entre en la categoría de genocida, sino en la de exterminador por simple optimización del lucro, en este terreno nadie le superó.
Este artículo se publicó en el número 536 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.