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Gertrude Bell, arqueóloga y espía de Su Majestad

Gertrude Bell fue una agente convencida del Imperio británico, pero también la impulsora de un museo arqueológico en la antigua tierra de Mesopotamia.

Petra, antigua capital de los nabateos, fue una de las ciudades que hizo descubrir Oriente a Gertrude Bell. Foto: Wikimedia Commons / Diego Delso / CC BY-SA 3.0.

Quien fue Gertrude Bell Petra

El Museo Nacional de Irak fue concebido como un cofre para las joyas arqueológicas sume­rias, asirias y babilonias. Un lu­gar de peregrinación para quien quisiera conocer la cultura de la antigua Mesopotamia, el territorio entre los ríos Tigris y Éufrates.

Durante el primer cuarto del siglo XX, la viajera, arqueóloga y agente del Imperio británico Gertrude Bell impulsó la creación de una colección arqueológica nacional con hallazgos pro­pios y piezas adquiridas gracias a una ley que ponía coto al expolio de las poten­cias europeas.

Una intelectual arrogante

La figura de Bell se entiende mejor en su contexto. Como primogénita de Hugh Bell, industrial que suministraba un tercio de las necesidades de hierro del Imperio británico, estaba predestinada a ser la cultivada pero discreta esposa victoriana de un marido a la altura de su alcurnia. Pero a Bell no solo le incor­diaba disimular su inteligencia, sino que le costaba encontrar un compañero de conversación en línea con su intelecto.

Pintura de Hugh Bell junto Gertrude.

TERCEROS

Bell culminó la carrera de Historia Moderna con sobresa­liente. Era la primera mujer que lo­graba semejante hito, y el diario The Times se hizo eco de ello. Mientras, ni un candidato a marido cua­jaba. Florence Bell, madrastra de la jo­ven, confió a Gertrude a su hermana Mary, casada con el diplomático Frank Lasce­lles, con la esperanza de que la vida de consulado puliera las habilidades socia­les de la arrogante intelectual.

David Hogarth descubrió a Gertrude la arqueología y la animó a visitar Petra, la antigua capital de los nabateos, y las ruinas romanas de Palmira.

Gracias a los Lascelles, Bell conoció Persia y a un hombre enamorado, Henry Cadogan, que le abrió la puerta de una cultura que la sedujo por completo. Pero Cadogan era pobre, y Hugh Bell se opuso al matrimonio. Al poco tiempo, además, moría ahogado mientras pescaba, algunos creen que intencionadamente.

Después de esto, Bell pasó varios años desolada trabajando en un libro de viajes, Persian Pictures, y tradu­ciendo los poemas del poeta persa Hafiz, dos éxitos editoriales, así como estudian­do árabe y persa. Oriente era Cadogan.

Imagen de Gertrude Bell en Irak.

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Enamorada de Oriente

A los 31 años, resignada a no casarse, Bell se trasladó a Jerusalén para perfec­cionar el árabe. Unos días antes, en Ate­nas, David Hogarth, prestigioso investi­gador del British Museum, le había descubierto la arqueología. La experien­cia la animó a atravesar el desierto de Si­ria y llegar hasta Petra, antigua capital de los nabateos, y a las ruinas romanas de Palmira, cuyas largas avenidas de colum­nas estudió durante dos días.

Su equipaje de exploradora, compuesto de vestidos victorianos y artilugios tan extraños como un baño de lona plegable, despistaban, pero había nacido una in­vestigadora de raza.

En Europa, Bell es­tudió con el arqueólogo francés Salomon Reinarch, editor de la prestigiosa Revue Archéologique. Él la convirtió en su alum­na favorita, le inculcó la idea de que el origen de la civilización estaba en Orien­te y le enseñó metodología.

La fortaleza-palacio de Ujaidir, que Bell descubrió durante su larga expedición de Siria a Mesopotamia en 1909, fue su gran hallazgo.

En Mesopo­tamia, donde había nacido la escritura, había ciudades increíbles sobre montícu­los cónicos y construidas con ladrillo de barro sin cocer. Algunas, como Ur y Uruk, empezaban a estudiarse. La fortaleza-palacio de Ujaidir, que Bell descubrió durante su larga expedición de Siria a Mesopotamia en 1909, fue su gran hallazgo. La arqueóloga fotografió los detalles de los muros de argamasa y las torres redondas de las murallas. Des­pués dibujó los planos a escala del enor­me castillo de piedra y madera, mientras la cinta métrica se le enredaba en los ri­fles de sus cinco criados, que no olvida­ban el estado de guerra latente en el de­sierto.

La fortaleza de Ujaidir fue el gran hallazgo de Gertrude Bell. Foto: Vía Flickr.

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Sus expectativas se desinflaron al final de los siete meses de viaje, cuando supo que el arabista francés Louis Mas­signon había publicado en la Gazette des Beaux Arts una reseña sobre el sitio. Aun así, ella presentaría los planos inédi­tos del castillo en su siguiente libro, Amu­rath to Amurath, mezcla de antropología y arqueología. Bell regresaba siempre a la casa familiar de Rounton para escribir, pero sus estancias se acortaban.

Agente del Imperio británico

Bell ya era una arqueóloga reconocida cuando coincidió en Karkemish con dos ayudantes de Hogarth que excavaban por vez primera. Uno de ellos era el joven T. E. Lawrence, futuro Lawrence de Ara­bia. Bell se escandalizó al ver el pésimo trabajo que realizaban en comparación con la meticulosidad del equipo arqueológico alemán de Robert Koldewey, a quien había visitado semanas antes. En realidad, Hogarth les había encomen­dado vigilar las obras de la construcción del cercano ferrocarril Berlín-Bagdad.

T. E. Lawrence (izqda.) en Karkemish en 1913.

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La inminencia de la Primera Guerra Mun­dial llenaba Oriente de un clima conspi­rativo, y la oficina de inteligencia militar británica reclutó a algunos arqueólogos con ayuda del investigador.

En una excavación en Karkemish, Gertrude Bell conoció a T. E. Lawrence, el futuro Lawrence de Arabia.

Por media­ción de Hogarth, Bell se convirtió en una fuente clave de información para Lawren­ce. Ella fue la única oficial femenina en el servicio de inteligencia del ejército británico. Los árabes la bautizaron como la Jatun, “la mujer de la corte que mantie­ne siempre un ojo y oídos bien abiertos”.

Después de la guerra y de la caída del Imperio otomano, Inglaterra y Francia se repartieron Oriente Medio. Bell di­bujó para su gobierno las fronteras de un nuevo país, Irak, con el propósito de provocar los mínimos enfrentamientos entre tribus. Fue la única mujer entre los cuarenta representantes que Wins­ton Churchill, ministro de las colonias británico, convocó en la Conferencia de El Cairo de 1921 para definir el futuro del estado recién creado.

Gertrude Bell (de pie a la dcha.) fue la única mujer en asistir a la Conferencia de El Cairo de 1921.

TERCEROS

“La reina sin corona de Irak”, como se la apodó, tuteló al monarca elegido, el emir Faisal, y le insistió en reivindicar el pa­sado glorioso de Mesopotamia para crear una conciencia nacional común en un Irak con grupos étnicos y religiosos tan distintos.

Gertrude Bell instaló el primer Museo Arqueológico de Bagdad en una habitación del palacio de Faisal hasta que consiguió un edificio propio en 1926.

En sus últimos años, la Jatun se centró en la arqueología, e instaló el primer Museo Arqueológico de Bagdad en una habita­ción del palacio de Faisal, hasta que con­siguió un edificio propio, que se inaugu­ró en 1926. Inclinada a la depresión, se quitó la vida unos meses después. Fue enterrada en Irak, junto a la arena del de­sierto. Había legado 50.000 libras al mu­seo.

Este texto se basa en un artículo publicado en el número 519 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.