La apuesta que César Borgia perdió
Italia renacentista
Quería un estado propio, pero ni su indudable talento, ni la eliminación de rivales ni los matrimonios de conveniencia de su hermana bastaron para lograrlo
Nació en una Italia fragmentada, dividida en estados gobernados por poderosas familias que mantenían parentesco entre sí. Se crio en una Roma de rencillas entre clanes, de alianzas y traiciones, de rumores y sobornos. A finales del siglo XV, El Vaticano era mucho más que la capital espiritual de los cristianos: era también el centro de un inmenso poder terrenal. Y en el centro de ese poder estaba el papa.
El padre de César Borgia, el cardenal valenciano Rodrigo Borgia , accedió al pontificado en 1492 bajo el nombre de Alejandro VI. Una de las primeras cosas que hizo fue nombrar arzobispo y cardenal de Valencia a César, que apenas tenía diecisiete años.
César era el segundo de sus hijos varones: según la tradición, su destino era la Iglesia. Pero aunque los estudios se le daban bien, el muchacho no tenía vocación religiosa: vestía ropa seglar, pasaba el tiempo cazando... De su cargo solo aprovechaba las rentas, suficientes para llevar una vida de lujo.
El caso de César no era raro. Muchos obispos y cardenales residían en Roma, lejos de sus diócesis. La púrpura cardenalicia se obtenía a cambio de favores o dinero. El papa Borgia no fue el primer pontífice que tuvo hijos ni el único que encumbró a sus familiares. Lo que hizo de los Borgia una familia excepcional fue su astucia y la magnitud de sus ambiciones. Y el más astuto y ambicioso de los hijos de Alejandro VI fue, sin duda alguna, César.
Posicionamiento
A los diecinueve años dio la primera muestra de sagacidad. Carlos VIII, rey de Francia, visitó Roma al frente de un gran ejército. Pretendía continuar hacia el sur y derrocar al rey napolitano, perteneciente a la casa de Aragón y aliado del papa. Para asegurarse la colaboración de Alejandro VI, de quien solo había obtenido promesas y buenas palabras, se llevó a su hijo como rehén. Pero el joven César escapó en plena noche, disfrazado de palafrenero.
A su regreso de Nápoles, Carlos VIII descubrió que el pontífice había creado la Santa Liga junto a Milán, Venecia y España. El ejército francés fue derrotado. Alejandro VI decidió vengarse de las familias italianas que le habían negado su apoyo. Para ello hizo venir desde Valencia a su hijo Juan, duque de Gandía, casado con una prima de Fernando el Católico. Juan era todo lo que César habría deseado ser, y una vez en Roma acaparó los honores y la atención de su padre.
El papa le nombró Capitán General de la Iglesia y Confaloniero, y le puso al frente de su empresa militar contra los clanes traidores. Pero Juan no era un hombre de armas. Su ejército sufrió una derrota bochornosa... a pesar de lo cual, Alejandro VI decidió premiar a su hijo predilecto concediéndole dos nuevos títulos nobiliarios.
Una noche de verano, César y Juan cenaron juntos en casa de su madre. Después, Juan se despidió de su hermano y su séquito con el pretexto de que debía acudir solo a una cita. No regresó al Vaticano: su cadáver apareció una semana más tarde en el fondo del Tíber.
El papa enloqueció de dolor, pero no hizo detener a nadie. Sigue sin conocerse al culpable, aunque algunos historiadores señalan a César como principal sospechoso. La viuda del duque de Gandía siempre lo creyó así. Pudo ser cualquiera de sus enemigos, pero a nadie benefició la tragedia tanto como a César. Muerto Juan, él era el más apto para reemplazarle.
La nueva alianza con Francia volvía muy incómoda la situación de Alfonso de Aragón, casado con Lucrecia
Política matrimonial
El nuevo protagonista de la familia Borgia se preparó para dar el salto a la vida seglar. Trató de negociar su matrimonio con Carlota de Aragón, hija ilegítima del rey de Nápoles y que residía por entonces en la corte de Francia. Para acercarse más a la casa de Aragón, casó a su hermana Lucrecia con el príncipe napolitano Alfonso Bisceglie. Consiguió que el nuevo rey galo, Luis XII, prometiera apoyar su matrimonio con Carlota.
Después renunció a la púrpura cardenalicia en una solemne ceremonia y partió a la corte francesa. Fue un viaje cuidadosamente preparado. Alejandro VI reunió para su hijo una fortuna, procedente en su mayor parte de los bienes confiscados a herejes y judíos conversos. Gracias a ese dinero, César exhibió en la corte francesa el esplendor de un príncipe y disimuló, de paso, los estragos que estaba haciendo en su rostro la sífilis, enfermedad muy común por entonces.
El resultado no fue el previsto, sino mejor aún. César se casó con otra Carlota: Charlotte d’Albret, prima del rey francés y hermana del de Navarra. El linaje de los Borgia se unía simultáneamente a dos realezas. A cambio de este matrimonio y del título de duque de Valentinois para César, el monarca francés obtenía del papa la anulación de su matrimonio y un permiso especial para casarse con la duquesa Ana de Bretaña, unión de gran interés para Francia.
Para los romanos, Valentinois y Valencia sonaban casi igual. Era como si el antiguo cardenal se hubiera convertido en duque sin cambiar de nombre, una idea que causaba cierta irritación. Pronto se le conoció por el mote de Il Valentino. Tampoco tardaría en hacerse tristemente célebre el nombre de su servidor más fiel: Miquel Corella, apodado Michelotto.
César no se conformaba con títulos y rentas. Aspiraba a gobernar su propio estado, un estado que los Borgia heredarían tras la muerte de Alejandro VI. El papa se acercaba a los setenta años, una edad muy respetable para la época, así que debía darse prisa. Ayudó a Luis XII a ocupar Milán y con su propio ejército conquistó tres pequeñas ciudades de la Romaña, una región especialmente debilitada por las rivalidades entre pequeños señores.
Roma celebró su victoria por todo lo alto. Era el año del Jubileo, y la ciudad se hallaba atestada de peregrinos que contemplaron maravillados la entrada triunfal del hijo del pontífice. Alejandro VI recibió a su hijo con euforia. Le nombró Confaloniero y Capitán General de la Iglesia, los dos títulos del difunto Juan de Gandía, y le entregó la Rosa Dorada, máxima distinción de la Santa Sede.
Pero la nueva alianza sellada con Francia volvía muy incómoda la situación de Alfonso de Aragón, recién casado con Lucrecia, en la corte pontificia. El verdadero objetivo de los franceses era conquistar Nápoles, la patria de Alfonso. Tras su regreso al Vaticano, César comprendió que hospedaba a un enemigo potencial en su propia casa y optó por la solución más práctica: eliminarlo.
Sin escrúpulos
Una noche, dos desconocidos apuñalan al napolitano, le dejan malherido y se reúnen con otros cuarenta jinetes enmascarados. Solo alguien muy poderoso se habría atrevido a atentar contra el príncipe. Unos señalan a la familia Orsini, enemigos de Nápoles; otros murmuran el nombre de César. Este asegura que no ha participado en la agresión, pero que, de haberlo hecho, “no le habría dado más que su merecido”.
Contra todo pronóstico, Alfonso sobrevive. Pero al cabo de un mes Michelotto, el sicario de César, entra en la habitación del enfermo y le estrangula mientras Lucrecia y la hermana de Alfonso corren en vano a buscar ayuda. “Como no quería morirse de sus heridas, le estrangularon en su propio lecho”, anotaba con triste sarcasmo el maestro de ceremonias de la Santa Sede.
Esta vez ya no hay dudas sobre la identidad del asesino. César se excusa asegurando que el convaleciente había tratado de matarlo con una ballesta. Solo el papa parece dar crédito a su versión.
Lucrecia se muestra desconsolada hasta tal punto que Alejandro VI, irritado, ordena a la joven viuda que abandone Roma. Entretanto, César le prepara un nuevo matrimonio con Alfonso d’Este, hijo del duque de Ferrara, que será su último esposo.
Lo sorprendente es que, a pesar de lo sucedido, la relación entre César y su hermana no pareció enfriarse. Años atrás se había atribuido a César la muerte de un posible amante de Lucrecia que, según las habladurías, la dejó embarazada. Tal vez Lucrecia estuviera resignada a perder sus amores a manos de su hermano.
No hay razones sólidas para creer en los rumores de incesto que difundieron en su día los enemigos del clan Borgia, pero lo cierto es que la única persona con la que se mostraba tierno Il Valentino era su hermana. Cuando Lucrecia enfermaba le enviaba los mejores médicos.
En una ocasión en que estuvo muy grave, interrumpió una visita a la corte de Luis XII en Milán y cabalgó sin descanso para verla, le sostuvo los pies mientras los médicos la sangraban, le contó historietas para hacerla reír. Lucrecia, por su parte, fue la única que no abandonó a César cuando este cayó en desgracia.
La conjura frustrada
César pasó guerreando los dos años siguientes al asesinato de Alfonso de Aragón. Poco a poco, todas las ciudades de la Romaña cayeron bajo su dominio. El hijo del pontífice se estaba volviendo peligrosamente poderoso. Sus propios capitanes, miembros de clanes nobles, empezaron a temer por sus propiedades. Todos ellos, a espaldas de César, por supuesto, firman un acuerdo con la familia Orsini para derrotarle.
La noticia de la traición llega muy pronto a oídos del duque de Valentinois, quien conoce a sus hombres demasiado bien. Sabe que le temen y que no se tienen plena confianza unos a otros.
César, muy hábil, pactó por separado una reconciliación con cada uno de los capitanes rebeldes. Finalmente perdonó su traición y les permitió volver a sus filas, como si nada hubiera sucedido. Su benignidad desconcertó al mismísimo Maquiavelo, quien solo más tarde alcanzó a comprender la astucia de Il Valentino.
Intuyendo una emboscada, César dispersó sus tropas en pequeños grupos por toda la región, licenció a una parte y contrató en secreto a mercenarios. De este modo, su ejército parecía menor de lo que realmente era y resultaba difícil contar sus efectivos.
Propuso a sus capitanes un encuentro en la ciudad fortificada de Sinigaglia, advirtiéndoles, de paso, que pensaba alojarse allí. Los conjurados mordieron el anzuelo y decidieron tenderle una trampa, pero fueron ellos los engañados.
César se presentó con armadura y acompañado de una guardia mucho más abundante de la que esperaban. Invitó a sus capitanes a una reunión en palacio. En cuanto se sentaron a la mesa, sus guardias les hicieron prisioneros.
Mientras, las compañías que tenía dispersas por la provincia llegaron desde todos los puntos cardinales y rodearon sigilosamente a las tropas rebeldes. Ninguno de los conjurados logró salvar la vida. La treta de César se aplaudió en todos los rincones de Italia.
Entretanto, el papa aprovechó en Roma para confiscar los bienes de los Orsini, partícipes del complot. César estaba en el cenit de su carrera y el propio Luis XII empezaba a albergar suspicacias. Era el momento de tantear una nueva alianza con Fernando el Católico.
Traicionado por todos
La muerte de Alejandro VI truncará sus planes. En agosto de 1503, padre e hijo enferman de malaria, aunque las malas lenguas aseguran que han sido envenenados. El papa fallece sin que su hijo haya tenido tiempo de consolidar su poder en la Romaña. César sobrevive, pero sin la protección de su padre todo irá de mal en peor.
Il Valentino tiene los días contados. El duque, aún convaleciente, se las apañó para influir en el nombramiento de Pío III, un anciano afectuoso y manejable, amigo de la familia. Con su protección esperaba conservar algunos de sus privilegios.
Para desgracia de César, el pontificado de Pío III fue extremadamente breve: murió a los veintisiete días. En su lugar resultó elegido Giuliano della Rovere, enemigo feroz del clan de los Borgia.
El nuevo papa, Julio II, estaba más que curtido en política y no era menos artero que el difunto Alejandro VI. Jugó con las esperanzas de César, le utilizó para reinstaurar el poder del Vaticano en la Romaña, que había aprovechado el cambio de pontífice para sublevarse, y finalmente le traicionó, fingiendo dejarlo libre.
Il Valentino pidió refugio en Nápoles, donde reinaba ahora Fernando el Católico, su último aliado. Pero el monarca necesitaba algunos favores del nuevo papa y se ofreció a encarcelar al joven Borgia.
Nada más pisar suelo napolitano, arrestaron a César y lo embarcaron rumbo a Valencia, la tierra de sus antepasados. Pasó dos años en prisión. Primero en Chinchilla, de donde trató de huir; después, en el castillo de la Mota, en Medina del Campo, donde residía la corte de la infeliz Juana la Loca .
En 1506 consigue fugarse de la cárcel, viaja a Pamplona y pide asilo a su cuñado, Juan III d’Albret, rey de Navarra. Está vivo, pero sin un ducado en el bolsillo.
Escribe al rey de Francia reclamando sus títulos y ofreciendo sus servicios, pero no obtiene respuesta. Presiona a todos sus contactos en Italia, pero ya nadie le necesita ni le teme. Solo su hermana Lucrecia seguirá intercediendo inútilmente por él ante el nuevo papa.
No le queda otro remedio que empezar de cero, como capitán del rey de Navarra. Tal vez, con su inteligencia, podría haberse labrado otro futuro brillante. Pero lo cierto es que no tuvo esa oportunidad. Murió en una emboscada durante el asedio a la ciudad de Viana, ocupada por partidarios de Fernando el Católico.
César Borgia tuvo el poder en sus manos, lo apostó todo a una sola carta, la más alta, y perdió. Fue calculador y despiadado, pero también consecuente: “O César o nada” era su lema. Al final tendría que aceptar quedarse en nada.
Este artículo se publicó en el número 455 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.