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Una historia de sed, de san Isidro y de la capitalidad de Madrid

Remedios contra la sequía

La falta de agua ha provocado migraciones, estimulado el ingenio humano e inspirado rituales como los que se dieron en Madrid para invocar la lluvia al santo labrador

Un hombre se apresta a beber de una fuente

iStock/Getty Images

Aunque la sed siempre ha estado a la sombra del hambre a la hora de causar motines y guerras, no ha habido daga tan afilada a la hora de impulsar a nuestros antepasados a poner pies en polvorosa como la necesidad imperiosa de hidratarse para no fallecer al cabo de tres días.

La obligación de remojar el gaznate, explica la antropóloga Virginia Mendoza en La sed. Una historia antropológica (y personal) de la vida en tierras de lluvia escasa (Debate), está detrás de que nuestros predecesores tuvieran que ir más allá de África, de la historia de san Isidro o de que Madrid se convirtiera en la capital del reino.

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Fue la sed la que empujó a los yamnayas, la sedienta tribu esteparia venida desde Asia hace unos 4.500 años, a conquistar Europa y borrar del mapa el genoma de los hombres de la península ibérica. La necesidad de beber provocó también el declive de los Rapa Nui de la isla de Pascua, el colapso del Imperio maya o de la dinastía Tang china, así como el éxodo de los dogones, entre otros muchos pueblos.

La Isla de Pascua esconde los secretos de la cultura Rapa Nui. 

Otras Fuentes

En la Antigüedad, diversas culturas –sigue explicando Mendoza– creían que el mundo era una especie de disco cubierto por una bóveda azul en la que vivían los dioses. De ahí que algunos pensaran que parte del agua estaba suspendida en el cielo y que, a veces, caía en la tierra.

De hecho, los primeros egipcios creían que la lluvia caía porque había otro Nilo celeste sobre sus cabezas. Los astros eran concebidos como seres divinos que en algunos casos se desplazaban en barca y que bien podían enviar la lluvia o reservársela.

En busca de los manantiales

Cuando nuestros antepasados comenzaron a tener muchísima sed en África, después de cambiar el clima, se vieron obligados a emigrar hasta el Creciente Fértil. Esto es compatible con la hipótesis hydro refugia, según la cual los humanos anatómicamente modernos se pudieron dispersar siguiendo manantiales.

Más o menos al mismo tiempo que unos nómadas sedientos se arremolinaban entre los ríos Tigris y Éufrates, “algunos se asentaron junto a manantiales en pequeños grupos de no más de diez”, explica desde Bilbao Eduardo Angulo, profesor de Biología Celular en la Universidad del País Vasco.

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Luego se acercaron a Mesopotamia (que significa “tierra entre ríos”) y fundaron las pequeñas aldeas agrícolas que dieron lugar a Sumer, o, lo que es lo mismo, “la tierra del señor de los cañaverales”. Sumer está considerada la primera civilización y se desarrolló en lo que hoy es Irak, prácticamente al mismo tiempo que los primeros egipcios se instalaban junto a sus ríos.

Al poco, surgió El Argar, que albergó la primera sociedad urbana de la península, en donde hoy se ubican Murcia, Almería, Granada y Málaga. De allí mismo emergió el objeto más útil de la Iberia seca: el botijo. El más antiguo de España es cilíndrico y tiene un único orificio de dos centímetros. Además, es oscuro, en lugar de blanco, para refrescar más. Se encontró en el yacimiento de Puntarrón Chico, en Murcia, y data de hace 3.500 años. Pero una versión más arcaica del botijo se usaba ya en Mesopotamia, según apunta Mendoza.

De Atapuerca a la Pequeña Edad del Hielo

Eudald Carbonell, codirector de las excavaciones de Atapuerca, confirma que quienes vivieron en la sierra burgalesa hace unos 900.000 años acabaron instalándose allí por la abundancia de agua. “Los sapiens se situaban desde el nacimiento hasta la desembocadura”, desvela. Ahora bien, lo ideal era encontrar fuentes permanentes. “Para pasar de un territorio a otro debían de ir de fuente en fuente”, sigue explicando Carbonell en un caluroso viernes del mes de julio, a las nueve de la mañana.

Estos lugares no solamente ofrecían agua, sino que permitían acceder a los animales que acudían a abrevar y refrescarse. En ocasiones, los pobladores de Atapuerca seguían rastros de hierba verde para saber dónde hallar el líquido elemento, que bebían directamente de los ríos y transportaban, en los desplazamientos que no seguían el curso del río, en la vejiga de animales.

Eudald Carbonell, arqueólogo, paleontólogo y geólogo.

Susana Santamaría. Fundación Atapuerca

Carbonell informa que los primeros pobladores tenían mapas mentales de los manantiales. “También los aborígenes australianos, cuando estaban a punto de morir, con cuarenta o cincuenta años, llevaban a sus descendientes hasta los pozos, para que los niños tuvieran ese conocimiento”, apunta.

Por lo que respecta a los romanos, cuando llegaron a Iberia para enfrentarse a los cartagineses durante la segunda guerra púnica, se dejaron engañar por el óptimo climático romano, una época de clima muy benigno que les animó a unir Gades (Cádiz) con Roma con una calzada que exigía caminar tres meses y medio. Pero en el siglo I a. C. llegó una sequía que agostó los cultivos, y, tres siglos y medio después, cuando se alcanzó el máximo de aridez, los romanos dejaron la península sin decir adiós. ¿Se fueron por la sed? Hay historiadores que creen que sí.

Tras disfrutar de un clima primaveral durante tres siglos, el frío presentó de nuevo sus credenciales en el año 1200. Desde el siglo XIII hasta mediados del XIX, la Pequeña Edad de Hielo trajo tormentas impensables, sequías jamás vistas y vientos enloquecidos. Este contexto dio lugar a un género literario: el terror. Algunos veranos nunca llegaron, “como sucedió en el año 1816”, recuerda Mendoza.

El hacedor de lluvia

Varios cientos de años atrás, la sed, unida al culto a san Isidro, tuvo un papel fundamental en el hecho de que Madrid se convirtiera en la capital de España. Por asentarse sobre un acuífero, a partir del siglo XIII empezaron a manar fuentes supuestamente milagrosas.

Sobre Isidro se contaba que era un labrador que solía ser el último en ir a trabajar y el primero en acabar. Pronto circuló el rumor de que sus bueyes araban solos. También se comentaba que un día que tuvo sed clavó su aguijada en una piedra y empezó a brotar agua. Y que cuando su hijo cayó a un pozo, Isidro se dirigió al agua y le pidió que subiera y se le acercara. Y el hijo se salvó.

Procesión de San Isidro a su paso por la plaza Mayor de Madrid.

Propias

Isidro murió en torno al año 1130, según una investigación de la Universidad Complutense de Madrid, cuando tenía entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años (y no noventa, como sostiene la tradición) y fue enterrado en un lugar tan húmedo que su tumba se inundó varias veces.

En 1212, cuando la sequía arreciaba en la meseta, el cuerpo del labrador y pocero fue exhumado, y, para sorpresa de todos, estaba incorrupto: su piel seguía pegada al cuerpo y el cuello tenía, incluso, cierta movilidad. Así que se decidió por unanimidad que era un santo, por lo que en 1231 los madrileños empezaron a recurrir al cadáver del labriego que, presuntamente, quitaba el sol y atraía la lluvia.

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Con el tiempo, las exhibiciones fueron cada vez más tétricas, ya que se extendió la idea de que, además de propiciar milagros hidráulicos, san Isidro Labrador podía curar a los reyes, por lo que se instauró la tradición de llevárselo a la cama.

Cuenta Mendoza que cuando el cadáver de Isidro llegó por primera vez a un rey, le faltaban tres dedos de un pie. Al parecer, también había perdido un diente. Tal era el fervor que el muerto despertaba que el cerrajero de Carlos II se lo había arrancado y se lo había guardado quién sabe por qué. Por su parte, “la reina doña Juana, esposa de Enrique II, le descuajó un brazo, mientras una dama de Isabel la Católica fingió que le besaba los pies, pero lo que hizo, en realidad, fue pegarle un bocado tan fuerte que le arrancó el dedo gordo de un pie”, prosigue esta antropóloga nacida en Valdepeñas que creció en Terrinches (Ciudad Real).

Sepulcro de la reina Juana Manuel de Villena (1339-1381), esposa de Enrique II de Castilla, en la catedral de Toledo

Borjaanimal / CC BY-SA 4.0

Solo un monarca se negó en redondo a dormir con el santo. La respuesta de Felipe IV, cuando quisieron introducir a san Isidro en su cama, parece evidenciar que quizá el cadáver no olía tan a rosas como algunos difundieron. “El rey dijo que si el santo podía obrar el milagro, seguramente también podría hacerlo guardando cierta distancia”, cuenta Mendoza en La sed con humor manchego.

Rogativas y despechos

Convertido en protagonista de rituales propiciatorios en tiempos de sequía (algunos le arrancaban mechones de pelo para invocar la lluvia) y a menudo representado con bueyes, san Isidro pasó a ser el sucesor del toro celeste. Aunque al principio solamente los reyes y los terratenientes le rendían culto, a mediados del siglo XV el fervor se extendió al pueblo llano. De resultas, se intensificaron las rogativas ad pretendam pluviam, el equivalente cristiano a las danzas de la lluvia africanas y cheroquis.

Las plegarias pro pluviam diferían en función de lo acusada que fuera la sequía: leve (una oración simple), media (exposición del intercesor), grave (misas y procesiones con el intercesor en la iglesia) y crítica (peregrinación con el santo hasta otro santuario). Con esta guía, es fácil deducir que las sequías de 1709 y 1780 fueron devastadoras.

Detalle de ‘La pradera de San Isidro’, Goya, c. 1788

Colección Museo del Prado

Un día, continúa explicando Mendoza, el pequeño príncipe Felipe y su padre, Carlos V, sufrieron de calenturas. Pero hete aquí que ambos bebieron de una fuente milagrosa y la fiebre les bajó de golpe.

Felipe II creía que tanto él como su padre estaban en deuda con el santo, así que, siendo ya rey, en mayo de 1561 estableció que Madrid fuera la capital permanente de la corte. Asimismo, removió cielo y tierra para conseguir que fuera canonizado, “ya que con ello buscaba convertir la Real Corte y Villa de Madrid en el centro del mundo hispánico”, recuerda Mendoza.

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Ahora bien, cuando una rogativa no surtía efecto, los feligreses tomaban medidas acordes con el material del que estaban hechos los santos. A falta de sangre que derramar, para castigarlos por lo que no habían concedido, a algunos se les introducía la cabeza en un charco, a otros se les ponía sal o bacalao en la boca o se les lanzaba al río directamente.

Las sequías siguieron mortificando en años posteriores: entre 1912 y 1914, el Ebro se convirtió en un triste reguero y empujó a muchos aragoneses hasta Argentina; en 1948, la isla de El Hierro vivió momentos de desesperación y miles de canarios migraron a Venezuela empujados por la sed, y así hasta nuestros días, cuando han aparecido nuevas palabras como climigración para nombrar uno de los efectos secundarios de no saciar la sed de vivir.