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El año sin verano

En 1816 el estío fue un asco: hacía un frío que pelaba y llovía para dar y vender, cuando no nevaba o granizaba. Entonces no existía conciencia de que el clima estaba conectado planetariamente y de que algo que ocurría en el otro rincón del mundo tenía consecuencias en las antípodas. En el año 1816 llegaron a Europa los efectos de la erupción en una isla de Indonesia del volcán Tambora, y en el Viejo Continente el sol aparecía con cuentagotas y con anemia. Con un tiempo así, no es de extrañar que uno de los desafíos literarios más famosos de la historia alumbrara a dos de los personajes más lúgubres de la novela: Frankenstein y el vampiro. Ahora se cumplen doscientos años de su nacimiento, y de lo que ha pasado a los anales como el año sin verano.

El Tambora está en la isla de Sumbawa, en Indonesia; a 1.200 kilómetros de distancia de Java. En 1815 era el pico más alto de la región, más de 4.300 metros, pero después del 10 de abril se quedó en 2.850. La causa: la brutal erupción que protagonizó, la mayor de la historia de que se tiene constancia. La explosión se oyó hasta en Sumatra, a 2.000 kilómetros de distancia. Los ríos de lava se llevaron por delante toda la vegetación de la isla y la vida de la mayoría de habitantes; y causaron tsunamis que asolaron la zona. Los cálculos cifran las víctimas mortales en más de 60.000. Pero como todo cambia con el tiempo, hoy Sumbawa no es famosa por su volcán (por cierto, aún activo), sino por ser un paraíso para los surfistas y refugio de famosos
para su descanso, como lo fue en su día para la princesa Diana de Gales.

El azufre y las cenizas colonizaron la estratosfera, y acabaron llegando a Europa, que estaba cicatrizando de las guerras napoleónicas. Al año siguiente, 1816, el sol era tenue, las lluvias continuas y las temperaturas anormalmente bajas, tal como quedó recogido, por ejemplo, en los dietarios del Barón de Maldà. Un estudio científico del año 2009 señala que, ese verano, el termómetro no superó en España, uno de los países más cálidos del continente, los 15 grados. Lo que se derivó de estas condiciones fue que se arruinaron las cosechas y, por ello, devino la peor hambruna del siglo XIX y epidemias como el tifus.

Pero el Tambora tuvo otras consecuencias indirectas, hasta culturales. Su erupción es la responsable fortuita de una de las veladas literarias más famosas que se conocen, y en la que nacieron dos personajes eternos, si bien sombríos: Frankenstein y el vampiro, el origen de Drácula.

En aquel 1816, un grupo de aristócratas ingleses decidió pasar el estío en Suiza, que entonces servía para el veraneo de las personas y no del dinero. Se establecieron en Villa Deodati, en Ginebra, a orillas del lago Lemán; una casa levantada por un teólogo pero con reminiscencias culturales, pues en distintas épocas acogió a John Milton y a Honoré de Balzac. La peculiar expedición estaba encabezada por Lord Byron, y la completaban la amante del noble, Claire Clarement; su hermanastra Mary Wollstonecraft y su pareja, el poeta Percy Bysshe Shelley, que acabaría dando el apellido con el que trascendería Mary. El último integrante de esta peña era el médico personal de Byron, John Polidori.

El volcán Tambora, aún activo, en la isla indonesia de Sumbawa, hoy paraíso de los surfistas

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Con ese tiempo, y como no se había inventado la televisión donde seguir los avatares de Juego de tronos, la noche del 16 de junio Lord Byron se sacó de la manga una forma de divertir a sus contertulios. Les leyó historias de fantasmas alemanas traducidas al francés y luego les propuso un juego: escribir la narración más espeluznante que se les ocurriera. Dos de esos relatos han pasado a la historia de la literatura. Se titularon Frankenstein o el moderno Prometeo y El vampiro. Ambos tratan de la inmortalidad y de cómo esquivar la muerte. En uno, uniendo retales humanos y enchufándolos a la corriente; el otro mordiendo todos los cuellos que se ponían a tiro para chupar la sangre.

El primer cuento fue obra de Mary Shelley, y finalmente se publicó en 1818. Encuadrado en el género de la novela gótica, narra la peripecia del joven estudiante de medicina suizo Víctor Frankenstein, obsesionado con descubrir los secretos del cielo y la tierra. Para desentrañar la verdadera esencia del alma humana, el proyecto de galeno une trozos de cuerpos diseccionados, para completar un nuevo ser de 2,44 metros de altura, al que acaba insuflando vida con una chispa eléctrica. Al comprobar su obra se arrepiente, pero de nada le sirve, porque el monstruo escapa y provoca una cadena de muertes. El mito ha sido recreado hasta la saciedad en la literatura y en el cine, con más o menos fortuna o con más o menos humor, como
en el delirante filme de Mel Brooks, que además dota al humanoide de irrebatibles atributos sexuales.

Más curiosa es aún la intrahistoria de El vampiro, publicada en abril de 1819, y de su autor. John William Polidori vino al mundo en Londres en 1795. Era de ascendencia italiana (su padre Gaetano emigró a Inglaterra y adquirió esta nacionalidad) y con antecedentes literarios (su abuelo escribió un tratado de osteología en verso y su padre fue secretario del poeta Vittorio Alfieri). Fue un brillante estudiante que se licenció en medicina con sólo 19 años y que se doctoró con un tratado sobre el sonambulismo. Conoció a Byron, que le contrató como su médico personal y le invitó a viajar con él por Europa, llegando así a la villa ginebrina.

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Pero una cosa es que coincidieran y otra que se tragaran. En realidad, Byron dudada del talento literario del galeno, y tanto el aristócrata como Mary Shelley se mofaban de él, al que llamaban “el pobrecito Polidori”. Y se cuenta que creó El vampiro para retratar a su paciente, al que quizás admiraba, pero al que aguantaba a duras penas.

La cuestión es que Polidori escribió El vampiro, un relato sobre un caballero inglés que se cruza con un ser maléfico que perpetuaba su existencia bebiendo la sangre de jóvenes mujeres. Pero para cerrar el círculo de desdichas, John Polidori tuvo que soportar que se pusiera en entredicho la autoría de su obra emblemática, que algunos malin-tencionados atribuyeron a su ilustre paciente, Byron. Acabó tan mal como su protagonista: se suicidó ingiriendo ácido prúsico el 27 de agosto de 1821.

Polidori no fue ni el primero ni el único que escribió sobre vampiros, pero contribuyó a forjar el personaje, dibujado definitivamente por Bram Stoker en 1897 en su novela Drácula. Un mito que, al contrario que Frankenstein, tiene una base real, pues el bebedor de sangre tiene su fundamento en un personaje que existió, el príncipe Vlad Tepes, de Valaquia, que, paradójicamente, no se hizo famoso por chupar cuellos, sino por su afición a convertir a sus rivales en brochetas humanas; los ensartaba en palos de abajo a arriba, por lo cual se ganó su apodo: el Empalador.

Ese 1816 fue conocido como el año sin verano. El tiempo fue un desastre, y, aburridos en su villa suiza, un grupo de aristócratas ilustrados dieron vida a dos personajes emblemáticos de la literatura: Frankenstein y el vampiro. Cabría preguntarse qué hubiera ocurrido si el sol hubiera brillado y las historias de fantasmas se hubieran trocado por paseos bajo el sol. Tal vez ninguno hubiera salido de su tumba, pero las cenizas del Tambora alumbraron mitos lúgubres e inmarcesibles. Un año sin verano, pero con relatos para toda la vida.