Gastronomía simbólica

Opinión 

Gastronomía simbólica

Los símbolos importan mucho más de lo que pensamos, de ahí las pasiones que se encienden alrededor, por ejemplo, de banderas, escudos o himnos. Tampoco la gastronomía está exenta de esos contenidos y significados con los que tendemos a cargarlo todo y a través de los que leemos el mundo.

¿Comen jamón? La pregunta resume lo más zafio de un cierto sector de quienes escriben en redes sociales y no tienen problema en exhibir su racismo. Una pregunta, dos palabras, que resultan aterradoras por lo que tienen de pensamiento medievalizante, inquisitorial, pero que al mismo resultan particularmente significativas: ¿comen como nosotros, es decir, son como nosotros?

Más allá del trasfondo tétrico de la cuestión me interesa cómo, incluso para quien no tiene en mente lo gastronómico, la alimentación o, mejor dicho, nuestra relación con la alimentación, nos define como individuos, pero también como parte de un colectivo: si comemos parecido, somos parecidos; si comemos distinto, somos diferentes, al menos desde esa visión simplista de las cosas.

La comida, la cocina, los gustos gastronómicos, nos explican y nos representan, nos definen como parte de un colectivo y nos diferencian del resto. Pero también, al mismo tiempo, hablan de nuestras aspiraciones, de nuestras carencias y de nuestro entorno.

Alfonso Rodríguez Castelao fue uno de los grandes ideólogos del nacionalismo gallego, pero fue también escritor de ficción, pintor y un grandísimo ilustrador. Entre sus obras más conocidas está el Album Nós, una colección de dibujos y viñetas que realizó entre los años 1916 y 1918. En una de ellas, dos mujeres jóvenes, humildes y de ámbito rural por sus vestimentas, charlan sentadas en el suelo.

- Qué comerá el rey?

- Comerá… comerá… azúcar!

Siete palabras (en mi traducción, son también siete en el original en gallego) bastan para definir a las protagonistas y, de paso, sus aspiraciones, sus carencias, a una sociedad, a sus barreras de clase y a su concepción del lujo y de lo inalcanzable. De nuevo se logra a través de lo gastronómico, de aquello que un grupo social puede disfrutar y otro no; de lo que se desearía, pero no se puede consumir habitualmente. Siete palabras para hablar de un país aún subdesarrollado, de la pobreza extrema, pero también de determinados alimentos como símbolo de estatus.

Algo similar ocurre en la actualidad en redes sociales. Caviar, trufa, a veces foie, muchas veces carabineros se asoman a Instagram o a Tik Tok con una frecuencia sorprendente. O quizás no tanto.

Muchos de estos alimentos, convertidos en iconos visuales, comparten algunas características: no son cualquier producto, una materia prima elegida al azar que representa los gustos particulares de alguien. Se repiten por su carácter simbólico, que se debe a su tradicional escasez y a su elevado precio. Caviar, trufa y foie fueron la santísima trinidad de la alta cocina entendida como algo exclusivo y excluyente, alimentos raros y costosos a los que no todo el mundo podía acceder y con los que nos han bombardeado el cine, las novelas y la prensa durante más de un siglo.

Ya no lo son, o no lo son tanto. Por un lado, el poder adquisitivo medio ha crecido, afortunadamente; las clases medias se han expandido y hoy es mucha más la gente que puede acceder a ellos que hace décadas. Por otro lado, esos productos se han abaratado de un modo muy importante: las trufas se cultivan, el caviar llega en cantidades enormes de China y la industrialización le ha hecho un gran favor al precio del foie. No tanto, seguramente, a las aves empleadas en su producción.

Parte del caviar que se comercializa en los países europeos se obtiene mediante la pesca furtiva

Pan con caviar 

Getty Images/iStockphoto

La cuestión es que todo se suma para que esos tres productos, antiguamente una aspiración, sean hoy algo relativamente asequible. La prueba está en que en cualquier ciudad son docenas -cientos, si la población es grande- los restaurantes que los ofrecen en cualquier momento del año y en que no es raro ya encontrarlos en supermercados o tiendas online.

Los símbolos tardan mucho en afianzarse, pero aún más en perder su valor, por eso, aunque esos productos ya no sean por lo general lo que fueron, aunque lleguen a veces congelados desde el otro lado del mundo, aunque en la carta nos escatimen su procedencia contando con que queramos pensar, ingenuamente, que ese caviar llega del Caspio, siguen manteniendo su valor simbólico como marcadores de estatus.

¿Y los carabineros? Con ellos ocurre exactamente lo mismo. Siguen sin ser baratos, pero ya no son algo inaccesible. Y al mismo tiempo mantienen ese carácter simbólico ¿Qué comen los sindicalistas en el retrato de pincelada gruesa que se hace de ellos en el imaginario contemporáneo cuando se trata de menospreciarlos? Mariscadas.

En esa imagen estereotipada no comen salmón salvaje, por ejemplo, algo que que sería mucho más caro y mucho más difícil de conseguir. Y no lo hacen porque el salmón en nuestro imaginario mental, está devaluado por la presencia de su versión de piscifactoría en la dieta cotidiana. Salmón y langostinos no nos suenan igual al primer golpe, por mucho que luego podamos ponerles un montón de apellidos y de matices. En la caricatura comen algo que está ahí, en el mercado, donde lo vemos todos los días, algo que para muchos fue, con suerte, un lujo del día de fiesta.

En ese retrato satírico trazado a machetazo no comen gambas o carabineros: comen símbolos. Eso mismo es lo que explica la proliferación de esos productos-icono en redes sociales. No se suben fotos de berberechos, por mucho que su precio se haya disparado al ritmo que disminuyen sus poblaciones hasta superar al de las ostras, por ejemplo; no se publican imágenes de unos mejillones que han multiplicado por cuatro su precio en una década. Porque aún no tienen ese carácter icónico, porque hace poco eran baratos y todavía mantienen ese aura.

No pretendo hacer aquí un estudio sociológico de nuestra relación con la alimentación, pero como historiador del arte que soy no puedo evitar una cierta fascinación por las imágenes y por su uso, sea consciente o inconsciente. En mi gremio nos acostumbramos a leer en ellas entre líneas. Y aunque no ejerza desde hace años, eso es algo, me temo, que se queda con nosotros.

Lo que comemos importa. Cómo lo comemos, cuándo y con quién, nos define. Y lo que decidimos compartir de todo eso, para que los demás lo vean, es una selección en nuestra alimentación que nos representa o que, al menos, buscamos que nos represente de cara a los demás. Es cómo somos, pero sobre todo es cómo queremos que nos vean. Por eso, el día que las redes sociales se llenen de lentejas, de mejillones y de jureles tendremos la certeza de que algo ha cambiado de verdad en nuestra relación con nuestra cocina cotidiana, con los productores, con las materias primas y con el valor que les damos. 

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