El Bulli, la nostalgia ya no es lo que era

Opinión 

El Bulli, la nostalgia ya no es lo que era

En el siglo XIX, la nostalgia era considerada una enfermedad psicológica, una consideración que cambió con la psicología moderna del siglo XX, capaz de encontrar en la añoranza, la morriña, la melancolía hacia un pasado que nunca volverá, una herramienta positiva para encontrar elementos de superación existencial.

Mi padre me decía que entre nostalgia y memoria siempre prefería la última, porque la nostalgia era la censura de la memoria. Yo dejé de ser nostálgico cuando llegué a una edad en la que la nostalgia estaba plenamente justificada, y lo hice para sobrevivir a un presente que de haber sucumbido a lo que pudo ser y no fue, me hubiera sumido en una depresión de profundidades infinitas.

Guardo grandes recuerdos de El Bulli, pero no lo añoro. Y la razón es puramente vital. Ir a El Bulli era una puesta en escena en la que muchos de los personajes que formaban parte de la obra teatral han muerto. Mi padre, Georgina Regàs, Oriol Nicolau, son tantos los caídos en el campo de batalla contra la Parca, que me siento un abanderado sin ejército.

La primera vez que fui a El Bulli fue a finales de los ochenta y, lo primero que pensé, fue en la maravillosa locura de Ferran y de Juli por mantenerse al frente de un restaurante perdido en una cala y que, a diferencia de sus últimos años gloriosos en que tardabas 600 días en encontrar una mesa libre, los comensales se podían contar, siendo generosos, con los dedos de las manos. Para entender su supervivencia, deberíamos recuperar históricos del El Bulli como Miquel Horta, un mecenas y buen tipo cuya generosidad se añora en una sociedad que se está deshaciendo como un castillo de arena. Horta ya no está, pero hay que reivindicar su papel como dinamizador cultural, social y, en el caso de El Bulli, de un punto de inflexión gastronómico.

Ferran Adrià, director de El Bulli Foundation

Ferran Adrià, director de El Bulli Foundation 

E.B.F

Muerto El Bulli restaurante, nos queda otra cosa que Ferran ha tratado de explicar no siempre de manera clara. Yo, francamente, no entiendo la supervivencia de un restaurante sin una carta a disposición del comensal. Tuve la suerte de disfrutar la revolución gastronómica nacida en la maravillosa mente de un genio degustando sus menús y, cerrado el restaurante, no he vuelto a Cala Montjoi, dónde, por cierto, las cenizas de mi padre empezaron un largo viaje. Que visite o no visite el ElBulli1846, dependerá de si mi cerebro está dispuesto a enfrentarse a una nostalgia que ganará por goleada al presente.

Ferran Adrià volvió a aparecer en la prensa la semana pasada para presentar el Madrid Culinary Campus. No faltó, claro está, la excusa de que lo iban a hacer en Madrid porque en Catalunya no les habían hecho casito. Que presenten las pruebas y más ahora, que está de moda una excusa de este calado para justificar una decisión que no hace falta justificar. En Madrid, el comedero de España, es el lugar en el que a las empresas del IBEX 35 les gusta invertir para sustentar un estado cada vez más centralizado.

La memoria gastronómica, como otras memorias, no siempre es justa y suele desvanecerse con la lenta desaparición de sus coetáneos. ELBull1846 o elBullifoundation hubieran tenido garantizada su longevidad hace un siglo, cuando todo iba lo suficientemente despacio para quedar gravado en la memoria de la gente. Pero en un mundo en el que todo dura un instante, me viene a la mente la frase de Heráclito: “Todo fluye, todo cambia, nada permanece”. La memoria viva de El Bulli está en su legado vivo. En los centenares de cociner@s que pasaron por su cocina y se consideran hij@s de esa revolución culinaria.

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