Es tiempo de nostalgia.
Conviene celebrar lo nuevo, algo que hacemos con tediosa reiteración. Pero lo que nos ilumina como seres humanos es agradecer aquello que vivimos, que no volverá, y que nos constituye.
Algunos restaurantes, por ejemplo.
Me hace pensar a menudo en ello, como en tantas otras cosas, Sacha Hormaechea, conciencia y centro de gravedad de la cocina española. Hace tiempo que Sacha rescata y comparte “cosas que olvidé recordar” para luchar contra el peligroso deslumbramiento de lo último.
2023 ha sido el primer año sin Zuberoa. Es una ausencia inextinguible, una oquedad abisal. Sólo ahora que no está, soy consciente de la impagable fortuna de haber saboreado tanta verdad, tanta perfección, y también ese foie gras con caldo de garbanzos, berzas y pan frito. Hacemos ver que estamos muy ocupados, y que estas cosas no tienen importancia, para evitar el llanto.
Paulo Airaudo, que no sé si es el hombre más audaz, o el más demente e insensato de Occidente, reabre Ibai. Pero nunca volveremos a Ibai. Él sabe, nosotros también, que es una propuesta metafísicamente inviable, aunque ya estoy esperando que Guille Viglione me escriba para decirme que tenemos mesa en el templo de la calle Getaria. No se me ocurriría nunca volver a Ibai sin Guille, a quien debo, entre otras muchas cosas, no haber vivido en la ignorancia de la ciencia exactísima de Juantxo, Isabel y Alicio.
Ya escribí aquí, siento repetirme, sobre la epifanía gastronómica que representó para mí el Agut d’Avinyó. Hablo concretamente de unos canalones con foie cuya textura y sabor he sacralizado en esa máquina de olvidar que es la memoria. Más allá de los canalones recuerdo el abrazo con el que Ramón Cabau recibía a mi padre, haciéndole sentir el cliente más importante, quizá el único, del restaurante. Confieso que hoy persigo ese abrazo allá donde voy. La hospitalidad esencial y trascendente que nos restaura y nos devuelve nuevos y audaces a la batalla.
Mi padre murió la primavera de 1978 cuando yo tenía 15 años (“Abril es el mes más cruel”). Mientras escribo me doy cuenta de que muchos de los recuerdos que conservo de él tienen que ver con la comida. Por ejemplo, unas croquetas muy pequeñas de un sabor irresistible y distinto que servían en la cafetería de los edificios Trade, esa maravilla de modernidad inigualada de José Antonio Coderch, que mi padre tomó al asalto en cuanto abrieron. También fue creador de conceptos gastronómicos, mientras trabajaba para el hotel entonces llamado Princesa Sofía. Uno de sus restaurantes, el Snack 2002, era algo así como un diner ilustrado con vocación de atraer al público de la calle. La cercanía con el Camp Nou le dio a mi padre la idea de crear un plato combinado (cuándo regresaremos, por Dios, al plato combinado…) inspirado en el equipo que cada dos semanas visitaba el estadio culé. Allí descubrí algunos productos regionales que han marcado mis días: la chistorra, la sobrasada, la empanada, la morcilla de arroz, el cazón adobado…
En cambio, no recuerdo nada de lo que nos sirvieron, pero conservo fresco el asombro ante una comida extraordinaria en Villanueva de Gállego, cerca de Zaragoza, tras una visita a la fábrica de la papelera Sarrió, cuando trabajaba en la imprenta de mis padres. La sensación de estar en un lugar muy normal donde todo era riquísimo y refinado. El restaurante se llamaba, aún se llama, según creo, La Casa del Ventero. Entonces no lo sabía, pero llegaron a ostentar una estrella Michelin. Se notaba.
De Barcelona añoro intensamente la intimidad rutinaria de Can Massana, en la Plaza Camp. Era un local hermoso e intrincado, gobernado por veteranos de todas las guerras que dirigían nuestras vidas con una jerarquía natural e indudable. De allí no he conseguido olvidar un plato extraño que compartí con Sacha y que Sacha ha jurado remedar algún día: los huevos a la turca. Por lo que yo sé, sólo el genio invencible de Abraham García se ha acercado a esa locura de horno, tomate, huevos y riñones al jerez.
La Puñalada cerró en 1998, ahogado por las deudas, y el local lo ocupó la oficina de un banco, construyendo con ello una performance profundamente poética que Brossa hubiera envidiado.
Sin La Puñalada y sin Vinçon en el Paseo de Gràcia ¿qué queda de nosotros?
Mis primeros viajes a Madrid los hice con mis padres. Cruzábamos media España en el tren nocturno de Wagons-Lits y amanecíamos en el frío seco y peludo de Chamartín. Solíamos comer en un lugar que mis padres llamaban el Valentín Viejo, un lugar de impecable clasicismo, decorado con fotos de celebridades, donde descubrí las ancas de rana y el revuelto de trigueros, una de las formas misteriosas de la divinidad.
Años después, mi queridísimo amigo Fernando Rodrigo me descubrió el Handicap 2, de la calle General Oráa, un restaurante minúsculo y cálido, propiedad del bailarín Juan Contreras, que recitaba de memoria con una gracia casi lírica una carta extensa y estimulante. De allí recuerdo el Kung Fú de aguacate con bonito, vinagreta y mahonesa, o las patatas del Astronauta, una versión limpia y sabrosa de los huevos rotos. Pero sobre todo la revelación del morcillo, acompañado de unas patatitas fritas cortadas a dados que crujían entre la melosidad de la carne. Durante años viajar a Madrid fue para mí una excusa para cenar allí.
También fue Fernando, Nano, quien nos introdujo en la insondable erudición fantasiosa de Arturo Pardos, Duque de Gastronia, y la sabiduría de Stéphane Guerín, en La Gastroteca de la Plaza de Chueca. Allí descubrí, obviamente, la virginidad de la raya.
Más adelante, durante el largo viaje anual al Festival de Cannes, Merche y yo empezamos a descubrir la inmensa Francia. No estoy seguro de si fue en La Chèvre d’Or, en Èze, o en Le Cagnard, en Cagnes-sur-Mer donde nos iniciamos en la decisiva importancia del punto, al comer unas judías verdes al dente, llenas de una crocancia por completo desconocida para nosotros. Una parte de nuestro mundo, constituido por texturas pastosas e insípidas y colores desvaídos, desapareció en ese momento.
Hablo de Francia y casualmente, si es que la casualidad existe, me tropiezo con Proust, el de la magdalena. Nadie mejor para titular y para cerrar este artículo tan inagotable, tan tedioso, tan esquivo, como la memoria.
“Pero cuando ya nada subsiste de un pasado antiguo, cuando ha muerto la gente y se han estropeado las cosas dispersas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, como las almas, y recuerdan, y aguardan y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse, en la minúscula e impalpable gota de su esencia, la enorme estructura del recuerdo.”