Un andar suave

Opinión

Cuando le pregunto a mi padre cómo aprendió a coger espárragos siempre me dice que uno se ilustra a base de andar. De pequeño, él salía con otros niños del pueblo al campo en busca de ellos. Antiguamente, también se veían en grandes cubos con agua. Las macetas de espárragos, como así las llamaban, crecían en las cunetas de las carreteras nacionales, se convertían en el sustento, entre otros alimentos, de muchas familias que esperaban a los futuros consumidores con lo recién cogido remojándose en agua. 

No dejo de pensar, mientras me salgo de la vereda guiñando un poco los ojos, prestando atención, que al fin y al cabo venimos de linajes que se han alimentado durante mucho tiempo a base de recolectar y hacer camino. Donde una mira puede que se abra un sendero, me digo, y voy hablando conmigo misma mientras busco atenta el manjar. Quizás tanteando, reparando en todo lo que dejo atrás y comienza, surgen nuevos parentescos, otra manera de pisar el suelo del que también somos. ¿Qué es si no, esta casa para vosotros? Susurro mientras aparto una jara con las manos, tarareo para mí lo que sé de estos espárragos: trigueros, los que crecen en mi tierra, en suelos más calizos o en aquellos que presentan algunas vetas calizas. Planta perenne, vivaz, con raíces fuertes. El alimento que después disfrutaré es la nueva esparraguera de la planta. 

Fue otro tiempo, aquel, donde aquellos que los ansiaban, cortaban la planta para que otros no dieran con ella. Pero este intento de hacer propio lo silvestre era en vano, en el sustrato siempre queda un rizoma vivo, que sin parte aérea se decide a crecer para poder continuar realizando la fotosíntesis. Así, aquellos que intentaban esconder su preciado hallazgo terminaban por hacer justo lo contrario, contribuían a que nuevas esparragueras aparecieran y se desperezaran en busca del aire y de la luz. Buscar también es ir al encuentro, y yo insisto: me da miedo pensar que este paisaje que amo se vuelva irreconocible, desaparezca, que solo quede vivo en la memoria, esa volátil y dúctil, que termina haciendo con lo verdadero lo que le da la gana.

Manojos de espárragos trigueros

Manojos de espárragos trigueros 

María Sánchez

Prosigo y mientras va creciendo el manojo, con la otra mano acaricio la navaja que uso cuando voy a por setas, vuelvo a musitar, me gusta creer que todo lo que aparece delante de mí está vivo, que hay una memoria colectiva que también atañe a lo silvestre, que se encarga de guardar todo, cada vida, cada instante, todas son preciadas para ella. Mira, mira con calma a tu alrededor, porque siempre habrá otro, habrá otra. Todo está siendo a la vez, mientras unos se descomponen, otras germinan. Recoger, recolectar, puede que esta acción requiera otra forma de estar en el mundo, otra especie de atención. Aquí y ahora, mientras no dejan de desentrañarse raíces y canciones a mi paso, divago sobre cómo surgen las historias, quizás nunca terminan, sino que se propagan y se engarzan entre ellas, florecen trigueras, palabras, destellos, generando otras nuevas que sobreviven y que están ahí, aunque no las veamos. 

Latentes, quizás yo estoy llena de palabras así, que se estiran hacia al cielo y se abren en flor, pero que nunca se escriben o se nombran, no son recogidas, escritas, habladas. Tal vez cada uno de nosotros somos rizoma y todos nuestros pasos y acciones hacen posible otras semillas, otros frutos. Siempre habrá veredas, simientes, raíces que comienzan y se abren para imaginar otros mañanas, otras casas posibles, otros vínculos, otros mundos. A lo lejos intuyo mi nombre, alguien me llama, pero quiero acurrucarme aquí, en esta solana, dejándome hacer por los árboles y las primeras flores. Y sonrío pensando en los espárragos que he dejado en la tierra, sin cortar, para los próximos que vengan. 

De regreso, paramos por el lugar donde mi abuelo tenía el huerto. Hace muchos años quiso probar con algunos silvestres y salieron varias esparragueras. Yo no recuerdo, pero lo sé porque mi padre siempre cuida el contarme. A pesar del tiempo y del abandono me esperaba una, con su fruto, sin camuflarse, como si saliera a mi encuentro, como si quisiera insistir que, a pesar de todo, la vida prosigue, alimenta, florece.

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