La Acadèmia Catalana de Gastronomia i Nutrició invistió el jueves a su primer Acadèmic d’Honor. Ocurrió en una de las flamantes salas de la Casa Llotja de Mar y no podía ser otro que Paul Freedman (Nueva York, 1949), el catedrático de Historia de la Universidad de Yale, experto en historia social medieval y un gran conocedor y apasionado de Catalunya, desde que preparó aquí su tesis doctoral.
Paco Solé Parellada, que lo presentó como “un personaje extraordinario que conoce íntimamente y ama nuestro país”, señaló con la ironía que lo caracteriza que el currículum de Freedman es “de esos documentos que sabes que acabarán con todo el papel de tu impresora”.
Freedman fue investido miembro de honor por un satisfecho Carles Vilarrubí, presidente de la Acadèmia a quien el ilustre historiador agradeció emocionado la invitación y el reconocimiento antes de iniciar su discurso en un catalán impecable, resultado de su estudio y de sus frecuentes visitas a Catalunya desde hace cincuenta años, cuando preparó en Vic su tesis doctoral, “justo el año en que murió Franco”. Allí pudo consultar innumerables archivos eclesiásticos y profundizar en el conocimiento de la payesía.
Paco Solé Parellada presentó a Freedman como “un personaje extraordinario que conoce íntimamente y ama nuestro país”
En su conferencia repasó las razones por las que, como sostiene en su último libro, “la comida es importante”. Habló desde salud al significado cultural y social de lo que se ha comido o rechazado a lo largo de la historia. Lo que se come, recordó, puede ser fuente de placer y de consuelo. Y destacó, como ejemplo, la historia de un grupo de mujeres que en el recuerdo de las recetas de sus casas encontró el salvavidas en un campo nazi. Freedman hizo referencias al respeto, “salvo algunas situaciones excepcionales”, entre la cocina de vanguardia y la tradicional, que en Catalunya conviven bien.

Paul Freedman,gran conocedor de la cultura catalana
También habló de la escasísima presencia de cocina catalana en Nueva York, donde apenas se encuentra algún establecimiento de arroces y alguno de tapas, en cuyas cartas en realidad ofrecen cocina española o ibérica, y puso en valor la importancia del Internacional, una iniciativa rompedora de Miralda y Montse Guillén que permitió que por primera vez en Nueva York se probase el pa amb tomàquet. También alarmó de la globalización culinaria y propuso abandonar el término de cocina de las abuelas, “porque hoy las abuelas quizás no tengan tiempo para cocinar, o estén de viaje o sus nietos vivan en diferentes lugares del mundo”.