“Freír huevos es un acto razonable”, dice James Boswell en Diario del viaje a Las Hébridas con Samuel Johnson (1773). Su icónica frase nace de un razonamiento imbatible: el hombre es el animal que cocina, y esa habilidad es lo que le diferencia del resto de animales. “(...) ninguna bestia cuece sus alimentos. Sólo el hombre puede sazonar un buen plato y hasta el último de los humanos es más o menos un cocinero desde el momento en que aliña lo que come”.
El argumento encabeza un libro clásico de antropología alimentaria, La cocina de los antropólogos (1977; ed. Tusquets, 2001), que a través de recetas de todo el mundo, en especial, de indígenas, logra poner de manifiesto que la comida es mucho más que simple alimento.
“Uno de los motivos del marcado interés de los antropólogos por la comida reside en su condición de herramienta apta para la pura simbología social desde los ritos de hospitalidad privada hasta los grandes dramas ceremoniales”, dice la antropóloga Mary Douglas en su introducción, donde recalca que el enfoque antropológico “permite una visión más flexible de la actividad mental”.

'La cocina de los antropólogos". Ed.Tusquets
En otras palabras: De gustibus non disputandum est, decían los Antiguos Romanos en una máxima que sigue vigente: “contra gustos no hay nada escrito”. A ella se acogía Marvin Harris en Bueno para comer (1989; ed. Alianza Editorial, 2020), uno de los textos clásicos de la antropología alimentaria para argumentar lo siguiente: “suscribo el relativismo cultural en materia de gustos culinarios: no se debe ridiculizar ni condenar los hábitos alimentarios por el mero hecho de ser diferentes”.
En ese sentido, Francesc Xavier Medina, catedrático de antropología de la Universitat Oberta de Catalunya, explica que la antropología de la alimentación sirve para comprender que no necesariamente tenemos la razón o existe una única verdad. “La antropología alimentaria muestra que hay distintas formas de aproximarse a la alimentación y que cada cultura elige qué come, con quién, cuándo y cómo lo come. Todo ello es una construcción que puede variar en el espacio y que evoluciona con el tiempo, y por ello sabemos que tenemos la posibilidad de actuar y cambiar las cosas”.
La antropología alimentaria, fundada por Margaret Mead y Audrey Richards, nos arranca de un plumazo la convicción de que somos los mejores y los demás nada: “nos quita de la cabeza cualquier atisbo de superioridad que podamos tener como sociedad pensando que comemos mejor que nadie porque todo el mundo ha creado aproximaciones a la alimentación que son diferentes y pueden ser tan buenas, sanas y con tan buenos resultados como la nuestra”.
Miedos gastronómicos
Medina ofrecía la semana pasada ante el auditorio del Basque Culinary Center, en el marco de Diálogos de Cocina 2025, una ponencia sobre la tradición en gastronomía y el miedo que nos infunde su posible pérdida.
“Las tradiciones se construyen y están en constante evolución a pesar de que no nos lo parezca, porque parecen inamovibles. Y, sin embargo, han ido evolucionando a lo largo de los años, de la misma forma que nuestra cultura”, decía Medina.
A pesar de que sean imperceptiblemente cambiantes, las tradiciones siguen teniendo una importancia vital en las sociedades. “Son fundadoras de vida en común porque son cosas que compartimos y hacemos en conjunto, y desde ellas se crea una relación social. un plato como la paella puede ser fundamental para muchas personas porque forma parte, en muchas capas, de la identidad propia y del grupo. En cierto modo, la tradición se relaciona con el patrimonio porque tiene elementos de fijación, como de intentar buscar la esencia”.

'Bueno para comer'. Alianza Editorial
Pero ese no es el único miedo que nos despierta la alimentación. De hecho, gracias al miedo hemos conocido muchos alimentos aptos. “Los miedos mantienen la supervivencia y las tradiciones alimentarias mantienen estas formas de supervivencia”, explica Medina a La Vanguardia. “Cuando un alimento suscita miedo, lo tratamos de forma cauta, y aprendemos a consumirlo a base de prueba–error, u observando los efectos que le causa a un animal”.
Medina, que define se dedica a estudiar las diferentes culturas alimentarias y sus diferentes concepciones de la alimentación, y qué papel juegan en la cosmovisión de una sociedad, afirma que “la alimentación es absolutamente básica para la antropología porque la necesitamos para sobrevivir en el día a día. A menudo se ha cometido el error de pensar que la alimentación solamente es nutrición, pero comemos alimentos y no nutrientes, y esos alimentos tienen una carga social, política y simbólica”.
Gracias al miedo hemos conocido muchos alimentos aptos.
El antropólogo recuerda que cada cultura establece lo que puede comerse y lo que no: que no seamos una cultura de comer insectos no quiere decir que no sean nutricionalmente buenos. “Estos patrones cambian con el tiempo y cosas que antes eran comestibles ahora se dejan de comer, como el conejo”, cuyo consumo ha caído en las últimas décadas de forma abismal, en un 55%, de 1,6 kg al año a solamente 0,75 kg al año per cápita.
¿Actualmente, tenemos más o menos miedo cuando comemos? “Tenemos menos miedo a la alimentación. Han cambiado los miedos: de padecer por la escasez de alimentos y la mala nutrición hemos pasado temer que nos siente mal algo, a las alergias e intolerancias, a engordar… Vivimos en la sobreabundancia y entre una alimentación industrializada, con una alta disponibilidad de alimentos producidos por extraños en cuyas manos hemos dejado muchas de nuestras decisiones alimentarias. La industria, de vez en cuando, genera monstruos como la epidemia de las vacas locas, el pollo con dioxinas o la gripe aviar y, a la vez, desde los organismos de salud pública se responsabiliza al ciudadano de lo que come. Esto genera dinámicas negativas porque al tener la posibilidad de escoger libremente lo que comes, eres el último responsable de lo que te ocurra al consumirlo”.