El pasado lunes, en un acto en Madrid sobre la tauromaquia, su relevancia social y trascendencia artística en los años 20 del anterior siglo, iniciados con la prematura muerte de Gallito y con la Generación del 27 como gran hito cultural, el maestro Luis Francisco Esplá reflexionó: “El amor sin rito es sexo; la comida sin rito es alimentación; la religión sin rito es sólo superstición, y el toreo, sin todo el rito que va unido a él, es un sinsentido salvaje”.
Ese es el quid, ahí está el detalle, en el rito. Tome nota el señor ministro y deje de tocar los costados.
Al reclamo del rito del toreo y de un cartel de figuras se volvió a llenar Las Ventas hasta el reloj, aún con el recuerdo de la convulsión provocada la tarde anterior por David Galván y su toreo arrebatado y luminoso. Y quien más quien menos barruntando que de la imprevisibilidad de Alejandro Talavante, el marchamo artístico de Juan Ortega o la sobriedad castellana de Tomás Rufo podían llegar motivos para la alegría y el recuerdo, con los toros de Puerto de San Lorenzo como cómplices necesarios.
Talavante no tuvo nada que rascar y se fue a por la espada; le esperan seis toros más en los próximos días
Nada menos que cuatro tardes tiene Alejandro Talavante en Las Ventas, la de hoy la primera, y 611 kg de peso el que abría plaza, que salió al paso y con pocas ganas de embestir cuando le presentó el capote y al que cuidaron en el caballo. El quite de Juan Ortega a la verónica tuvo una media de remate con el sello del trianero.
Muleta plegada en la izquierda y una vez abierta, tandas de naturales muy reunidos, ligados y de largo trazo, con un trincherazo de remate, colosal. Después de una única serie por el derecho, de regreso a la izquierda volvió a subir el nivel de la faena, aunque con el toro, que derrochó clase y nobleza, ya a menos.
Precioso el epílogo de toreo por bajo y a la hora de matar el toro se le vino andando, Talavante aguantó el envite y a mitad de camino de ambos enterró la espada en lo alto. Salieron los pañuelos, el usía asomó el suyo y el torero extremeño paseó la oreja entre ovaciones. La cosa empezaba bien.
Apenas dos atisbos de su tan cantado -y esperado- toreo a la verónica le permitió el segundo a Juan Ortega, que luego tomó dos largos puyazos, tal vez excesivos. Un trincherazo de inicio, un cambio de mano primoroso y algún que otro derechazo templado fue lo poco que pudo sacar en claro Ortega en la faena de muleta a un toro que pasaba por pasar y así, claro, la emoción es quimera.
Serio de toda seriedad el tercero y magnífico el saludo capotero a pies juntos de Tomás Rufo, antes de un tercio de varas que no pareció sentarle muy allá al del Puerto de San Lorenzo.
Pese a ello y las embestidas mortecinas Rufo se empeñó en alargar una faena imposible y algunos se lo recriminaron con olés de chufla. La espada, además, se le fue a los bajos.
Se protestó la flojedad del cuarto mientras los primeros tercios pasaron como un trámite y ya todo quedaba a expensas de lo que Talavante pudiera hacer con él. Y lo que intentó hacer vino condicionado por la motricidad del toro, que le hacía embestir con cierta descoordinación. No había nada que rascar y se fue a por la espada. Le esperan seis toros más en los próximos días.
Metida la tarde en protestas, le tocó el turno al quinto, ¡miaus! incluidos, y entre unas cosas y otras nos quedamos sin ver el capote de Juan Ortega. Gritos de “¡toro!, ¡toro!”, el tercio de varas un simulacro, marea de pañuelos verdes en el 7, el usía que decide no sacar el suyo del mismo color y bronca al canto.
Seguían los ¡miaus! cuando Juan Ortega tomó la muleta y le dibujó un trincherazo de clamor . Volvió a hacerlo después y el toro lo prendió de mala manera por el muslo izquierdo, aunque sin hacer presa. Ortega, dolorido, siguió a lo suyo, dibujó varios redondos que eran caricias y los olés se impusieron a las protestas. Media estocada efectiva y ovación final, no sin discrepancias, claro.
Mientras Juan Ortega pasaba entre aplausos por el callejón camino de la enfermería, para ser revisado por los médicos, salió el sexto, segundo de Tomás Rufo, que con su comportamiento huidizo tampoco daba motivos para la esperanza en los tercios previos al de muleta. Pese a ello, el diestro toledano, se fue a los medios para brindar al público. De rodillas el inicio con una larga y templada serie de redondos.
Ya de pie, el toro buscó terrenos de tablas y Rufo le plantó cara ahí y a base de dejar la muleta puesta en el hocico consiguió meritorias series por los dos pitones, mientras toro -que se quería ir- y torero- tras él- recorrían el ruedo de tendido en tendido hasta acabar encontrándose, a la hora de la suerte final, en el lugar donde mueren los mansos, la puerta del toril.
El público premió el esfuerzo con una ovación.