Dolores, 82 años: “¿Y a mí quién me cuidará?”
Una clase peculiar
Una escuela de Barcelona enseña a que madres, esposas e hijas cuidadoras también se cuiden a sí mismas
En Barcelona hay una escuela muy especial. La escuela de cuidadores, aunque debería llamarse escuela de cuidadoras porque ellas son abrumadora mayoría. Se trata de mujeres que cuidan a familiares con enfermedades terminales o crónicas. Son esposas, madres, hijas… Aunque las hay de todas las edades y condición, muchas son mayores y con un delicado estado de salud. “¿Y a mí quién me cuidará?”, pregunta Dolores.
Dolores, a la que hemos cambiado el nombre de pila para preservar su intimidad, tiene 82 años y es una de las estudiantes de la escuela de cuidadoras, como la llamaremos a partir de ahora. Cuando salía de casa, su marido le ha dicho: “Espera, que cojo el coche y te llevo”. Y Dolores, que es un prodigio de ternura y de paciencia, le ha respondido: “No, cielo. Ya he comprado el billete de autobús.¿Lo ves? ¿Es este?”.
Todas la han aplaudido. Y la primera de todas, la profesora, Marta Argilés, psicóloga y logopeda, con una experiencia de más de 10 años en los servicios de paliativos, sobre todo, pediátricos. Marta ha visto de todo en su carrera. Lo mejor y lo peor. Padres que han afrontado la pérdida de un hijo con un dolor luminoso, pero también familias que querían prolongar la agonía del abuelo para seguir cobrando la pensión…
No es el caso, ni mucho menos, de Dolores y de las demás, que cuidan o han cuidado con abnegación a padres y maridos. El de Dolores, por cierto, tiene alzheimer y no puede conducir desde hace años. Una compañera de clase, Toñi, que cuida de una madre con un sarcoma y una grave discapacidad auditiva, elogia que rechazara el ofrecimiento de su marido con tanto tacto, “aunque no siempre se puede tener tanta paciencia”.
“¿Qué hago cuando flaquea la paciencia? ¡Pues me meto en el baño y me cuento los lunares y las pecas que tengo en la cara!”, dice Dolores. Es una clase interactiva. Marta Argilés no ha venido solo a hablar, también a escuchar. “Cada dolor es único: no podemos decir que perder a un hijo sea peor que perder a un padre”. Es el momento que parecía esperar Lídia, casada, sin hijos, y que ha cuidado toda la vida de sus padres.
“Estoy cansada de la expresión ‘es ley de vida’. O peor aún: ‘Ya era su hora’. Mi padre falleció con 94 años y mi madre, con 102. Pero su pérdida ha sido y es muy dolorosa para mí. Cuando en el funeral me decían, con la mejor intención, que eran ya muy mayores, yo me desgarraba por dentro. Eran mayores, sí. Y qué. Desde entonces, cuando voy a un entierro no digo nada. Doy un abrazo y ya está. Las palabras duelen”.
La Fundación La Caixa impulsa la medida, que ha beneficiado a más de 4.700 personas
Lídia, Dolores, Pepeta, Toñi, Margarita y Gal•la son algunas de las 1.400 personas (una vez más: la mayoría, mujeres) que han participado este año en algún taller, virtual o presencial, como al que acudió La Vanguardia. Los talleres presenciales son itinerantes, explica Jonathan Levit, psicólogo y director de la escuela, que depende de la Fundación La Caixa. Más de 4.700 mujeres se han beneficiado de la iniciativa desde el 2018.
Además de en el distrito de Sant Gervasi, donde tiene su sede la escuela, ha habido sesiones en l’Hospitalet de Llobregat, Mollet, Parets, Reus, Cabrils y Quart de Poblet, entre otros municipios. El objetivo es ofrecer a cuidadoras no profesionales y voluntarias conocimientos, técnicas y habilidades para acompañar con calidad a los enfermos. Uno de los lemas de la escuela lo dice todo: “Cuidarse para cuidar”.
Las alumnas aprenden, por ejemplo, que no deben sentirse mal por estar angustiadas o tristes. “Son emociones y no nos podemos castigar por estar tristes cuando hemos de estarlo”, subraya la profesora. Las emociones, añade, “tienen funciones adaptativas. Nos aportan informaciones íntimas e internas que nos orientan”. Toñi asiente: su madre la culpa de casi todo (“no estoy sorda: eres tú, que no me hablas suficientemente alto”).
Una frase del principio ha ganado fuerza durante la hora y media de la clase. Es de Virginia Woolf: “La enfermedad remueve la tierra donde está el árbol. Deja al descubierto las raíces y se ve lo profunda y fuertes que son”. Lídia ha descubierto también que la orfandad que siente por la marcha de sus padres es habitual y está justificada, al margen de la edad que tuvieran cuando fallecieron.
“Una vez, me tocó acompañar a una hija que había permanecido toda la vida junto a su madre. Las dos eran mayores. La hija tenía más de 70 años y asistía a los últimos momentos de su madre, que era centenaria. ‘Sé que otras personas pierden a los suyos mucho antes y que es injusto llorar, pero me duele mucho que mi madre se muera’. Marta repite lo que le contestó: “Cada dolor es único, diferente”.
Las raíces han quedado al descubierto, sí, como en la frase de Virginia Woolf. Pero también las fortalezas. Dolores, que ha sido el gran hallazgo de la sesión, pide permiso para irse un poco antes porque hoy tiene visita con el médico por alguno de sus múltiples achaques: diabetes, trombosis... No sabe quién la cuidará el día de mañana, pero sí sabe quién cuidará a su marido en cuanto regrese a casa. Ella.