El cuento de la vida y la obra

El cuento de la vida y la obra

Ha vuelto Luis Miguel (Netflix), con una tercera temporada que mejora la segunda sin llegar a la excelencia de la primera. Se cuentan años especialmente convulsos de la carrera musical, empresarial y sentimental del cantante Luis Miguel, estafado por un socio perverso, amenazado por los cambios en la industria discográfica, enamorado de Mariah Carey y, como en anteriores temporadas, víctima de una mezcla de paranoia, egocentrismo y alcoholismo. La prueba es que en casi todas las escenas aparece con una copa de vino o de whisky en la mano. Empieza temprano y acaba al amanecer. Si hiciéramos una competición entre las copas que toma en la serie y las que se toma Don Draper en Mad men , no sé quién ganaría (sin olvidar al J.R. Ewing de Dallas) . El productor de esta temporada es Diego Boneta, que mantiene su capacidad para transformarse en un Luis Miguel aún más verosímil –incluso cuándo canta– que el Luis Miguel auténtico. Boneta centraliza el interés intermitente –algo reiterativo– de una serie con grandes escenas de lealtad, venganza y traición. Y para añadir un nuevo ingrediente, Boneta incorpora la serie que el espectador está viendo al argumento. Es una pirueta de metaficción que funciona, sobre todo cuando a Luis Miguel (el de mentira, interpretado por Boneta) le presentan al actor que interpretará a Luis Miguel (el auténtico) en la serie.

LOLA. El primer capítulo de Lola (Movistar) es espléndido. Documental clásico para contar la vida de una artista única, con su­ficientes imágenes de archivo para que el ­espectador no tenga que esforzarse demasiado en entender la dimensión mediática y la aureola de un talento tan potente que ha continuado a través de sus hijas y sus nietas. La decisión de hablar sin ambages es in­teligente, y de entrada se explica como Lola Flores “vendió su honra” para poder ­sobrevivir e independizarse y qué relación violenta y tóxica mantuvo con Manolo ­Caracol, tan buen cantaor como abyecta personal. El lodazal de obviedades en el que se ha convertido el debate sobre la obra y la vida de los artistas no sirve para limitar la personalidad de Lola Flores, que gestionó su vida y su obra sin preocuparse de las ­interferencias –a veces grandiosas, a veces mezquinas, a menudo desesperadas– entre la una y la otra.

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