Los ‘asesinos del páramo’, la pareja más odiada del Reino Unido
Las caras del mal
Aquella pareja de desconocidos estaba siendo de lo más amable con Lesley. Le habían comprado un algodón de azúcar ganándose su confianza. Tanto es así que la pequeña, de apenas diez años, aceptó que la llevasen a casa. Sin embargo, jamás llegó. Ian Brady y Myra Hindley condujeron hasta la pradera de Saddleworth y perpetraron un macabro ritual: al ritmo de una canción de The Beatles fotografiaron a la víctima en distintas posturas sexuales, para terminar violándola y asesinándola salvajemente. Además, aquel material lo utilizarían durante sus propias relaciones sexuales. Eran los llamados ‘asesinos del páramo’.
Hasta un total de seis niños sufrieron las consecuencias de dos mentes perversas y sádicas que se excitaban infligiendo dolor ajeno. La conmoción en el país fue abismal y tras su detención Ian y Myra se convirtieron en los criminales más odiados de todo Reino Unido. Su historia ha marcado la crónica negra británica hasta nuestros días.
En la cima
Ian Stewart, su verdadero nombre, nació el 2 de enero de 1938 en Glasgow (Escocia) hasta que su madre lo dio en adopción cuando apenas tenía cuatro meses. El padre falleció antes de nacer y Peggy no se sintió con fuerzas de criar sola al pequeño. La familia Sloane acogió a Ian, le puso su apellido y, con los años, presentó a la madre biológica como la “tía Peggy”. La mujer se implicó en su desarrollo, lo visitó cada semana, pero desapareció cuando cumplió los doce años.
Fue entonces cuando los padres adoptivos le confesaron la verdad sobre Peggy, lo que le impactó sobremanera y le hizo sentirse rechazado. Aquel fue el primer punto de inflexión en una personalidad que, con el tiempo, se tornó en violenta, sádica e iracunda.
A raíz de este episodio, Ian comenzó a tener grandes ataques de rabia que desembocaron, por ejemplo, en autolesiones: se golpeaba la cabeza contra las paredes. Su comportamiento agresivo fue en aumento hasta resultar incontrolable y causando el rechazo de sus propios vecinos, sobre todo cuando maltrataba a animales. El pequeño capturaba perros y gatos del vecindario para realizarles toda clase de tropelías sin ninguna clemencia y enterrarlos en pequeñas tumbas. Los más cercanos le tenían miedo.
También hubo otro momento en su infancia que lo marcó para siempre y que fue clave en los asesinatos: una excursión escolar a los páramos de Loch Lamond, a los nueve años.
Aprovechando que sus compañeros de clase descansaban sobre la hierba del lugar, Ian caminó varios metros a través del páramo hasta alcanzar la cima. No había manera de que bajase de allí. Cuando la profesora por fin logró que descendiera, el pequeño explicó que mientras estuvo en la cúspide se sintió fuerte y poderoso, como si fuese el dueño de todo aquello. Una sensación que le acompañó el resto de su vida y que fue esencial en la ejecución de los crímenes.
Aquí se unió su fascinación por todo lo relacionado con la ideología nazi (le apodaron ‘El Alemán’), las lecturas del marqués de Sade y de todo lo que tenía que ver con la dominación, el maltrato físico y psicológico, y la mutilación. Esta última se despertó a raíz de trabajar en una carnicería. No ayudó su afición al juego y sus problemas con el alcohol y la justicia. Estuvo dos años en la cárcel por diversos delitos y, tras quedar en libertad en 1959, empezó a trabajar en la empresa química Millward’s. Fue allí donde conoció a Myra Hindley, su cómplice criminal.
La niñera
Nacida el 23 de julio de 1942 en Manchester (Inglaterra), Myra se pasó la vida huyendo de su padre, un paracaidista maltratador que la golpeaba tanto a ella como a su hermana y a su madre. Pese a todo desarrolló un carácter afable, empático, vulnerable e influenciable. No soportaba el sufrimiento, le generaba un gran malestar, así que lo combatía con grandes dosis de dulzura y amabilidad.
Myra era una chica encantadora que dedicaba su tiempo libre a trabajar como niñera. Los padres la adoraban y los niños también. Pero hubo una tragedia que la cambiaría para siempre: la muerte accidental de Michael, uno de los chicos a los que cuidaba. Él le propuso ir a nadar al lago, ella rehusó acompañarle y esa misma tarde el pequeño terminó ahogándose. El sentimiento de culpa fue tan grande que Myra se entregó al catolicismo y dejó los estudios. Sus padres no podían consolarla. Tuvo que llegar 1961 para que ella sonriese de nuevo.
A principios de año, la niñera empezó a trabajar como mecanógrafa en Millward’s donde conoció a Ian Brady. La primera vez que Myra lo vio se quedó petrificada: se había enamorado a primera vista. Pero lo que fue un auténtico flechazo para la joven, no supuso lo mismo para él. De hecho, tuvo que llegar la fiesta de Navidad de la empresa para que Ian se fijase en Myra. Él había encontrado en ella una apariencia virginal a la que transformar. Y así ocurrió.
Myra cayó fascinada por el influjo dominador de Ian, se tiñó el pelo de rubio platino, dejó atrás la indumentaria de mojigata católica y empezó a vestirse como una dominatrix : minifaldas y botas altas de cuero negro. Embebió las lecturas sadomasoquistas y nazis que le sugería su amante y comenzó a disfrutar de un sexo truculento. Ian l despertaba un lado perverso y completamente desconocido. Se había convertido en “Myra Hess”, en honor a Rudolf Hess, mano derecha de Hitler. Incluso, emulaban escenas pornográficas que luego registraban con la cámara de fotos.
Poco a poco, Brady fue persuadiendo a su novia para que viese la vida como él la veía: los niños eran seres despreciables a los que odiar y eliminar. Myra acabó cayendo en el discurso. Y más aún cuando la llevó a los páramos que tanto marcaron su infancia. Fue en ese lugar donde la exniñera se quedó completamente prendada del criminal y se vio capaz de hacer cualquier cosa que él la pidiese.
Primero le acompañó a robar bancos, pero Ian pronto perdió el interés. El joven necesitaba algo más arriesgado para motivarse y experimentar fuertes impulsos sexuales: se valía de la adrenalina que le proporcionaba delinquir para rendir mejor sexualmente. Sin embargo, el sexo con Myra era cada vez más aburrido. El siguiente paso: violar a niños. Ella, lejos de asustarse, aceptó sin pensarlo porque solo quería satisfacerlo.
Engañados
Pauline Reade fue la primera víctima. Era el 12 de julio de 1963 cuando la chica, de 16 años, caminaba sola rumbo a una fiesta. De pronto, Myra se la acercó y le pidió amablemente que la ayudase a buscar un guante perdido. La adolescente aceptó y acompañó a la desconocida hasta la pradera de Saddleworth. Myra actuó como el gancho.
Cuando arribaron, Ian estaba esperándolas. Sin escapatoria alguna, el asesino se abalanzó sobre Pauline, la golpeó y la desnudó, y comenzó a violarla. Entretanto, Myra observaba la escena impasible. Tras la agresión sexual, el escocés la estranguló con su cinturón y la enterraron. A partir de ahí, los ‘asesinos del páramo’ siguieron el mismo modus operandi con el resto de víctimas: captación, traslado a un paraje solitario, vejaciones sexuales y asesinato.
Fue la cuarta víctima, Lesley Ann Downey, de 10 años, la que más revuelo causó entre la opinión pública británica. Porque no solo obligaron a la niña a desnudarse y a realizar posturas sexuales explícitas, sino que todo lo ocurrido aquel día (incluidas las agresiones sexuales y el posterior crimen) fue grabado y fotografiado por los homicidas mientras de fondo sonaba la canción ‘I feel fine’, de The Beatles.
Los gritos desesperados de la pequeña se confundieron con la melodía. Nadie pudo escuchar su llanto de auxilio. Tras la larga agonía, la pareja la asesinó y la enterró en el mismo paraje que al resto de niños. Aún faltaban dos crímenes más. El último se produjo en la casa que compartían Ian y Myra.
El joven Edwards Evans, de 17 años, conocía a la pareja y accedió a participar en un trío sexual. Pero la realidad fue bien distinta: amordazaron al joven, lo ataron al sofá, para después torturarlo y violarlo brutalmente. En un momento dado, Myra se marchó a casa de su hermana pequeña y Ian continuó con los suplicios. Cuando regresó lo hizo con su cuñado David, que se habría ofrecido a llevarla de vuelta dadas las horas.
Ya en la puerta de la casa, David escuchó una especie de alarido y entró en el salón. Allí se encontró a un joven completamente ensangrentado que todavía respiraba. En cuanto Ian vio llegar a su cuñado no dudó en clavar un hacha en el cráneo de Edwards y asfixiarle con un cable. El joven contempló la escena aterrado. No sabía qué hacer, así que cuando Ian le propuso ayudarle a trasladar el cuerpo, no lo dudó: tenía que colaborar.
Las pruebas
Tras meterse en el papel de cómplice, David se excusó alegando que tenía que regresar a casa, que la hermana de Myra se preocuparía. La pareja se fió de él y le dejaron marchar: este fue su error. David acudió a la comisaría de la Policía de Manchester y denunció el asesinato. La detención fue inmediata. Era el 7 de octubre de 1965.
Durante el interrogatorio a los acusados, Ian aseguró no sentir remordimiento alguno por los asesinatos cometidos, no se arrepentía. Ni siquiera cuando la Policía encontró las pruebas más importantes: fotografías y grabaciones de las víctimas vejadas, torturadas y asesinadas, y algunas improntas más donde se podía ver a Ian y Myra sonriendo sobre sus tumbas. Esa actitud prepotente la mantuvieron también en el juicio.
La vista se celebró el 21 de abril de 1966 con una opinión pública sedienta de justicia. Ian y Myra se habían convertido en los peores criminales de la historia de Gran Bretaña. Sus actos, aberrantes e inhumanos, trastocaron a miles de ciudadanos en todo el país. Y más aún cuando Ian, por ejemplo, no paró de sonreír durante la reproducción de las grabaciones de los crímenes.
Nadie dudó de la autoría de los asesinatos, aún cuando la pareja trató de señalar a David, el cuñado, como otro de los responsables. De nada les sirvió porque el 6 de marzo de 1966, el tribunal les condenó a cadena perpetua. Se salvaron de la pena de muerte por dos meses, esta acababa de ser abolida en el Reino Unido.
Tras la sentencia, Myra y Ian se distanciaron. Fue ella quien puso punto y final a su relación al tomar conciencia de la supuesta manipulación ejercida por su novio. Pasó los siguientes años ansiando una libertad condicional que jamás se produjo y terminó muriendo de un infarto el 15 de noviembre de 2002. Sus restos fueron enterrados en una fosa común: hasta veinte enterradores se negaron a darle sepultura.
Por su parte, Ian siempre alardeó de los crímenes perpetrados y permaneció en un hospital psiquiátrico hasta su fallecimiento. Pese a permanecer en huelga de hambre durante diecisiete años, una orden judicial obligó a mantenerlo alimentado por una sonda gástrica. Fue a sus 79 años cuando finalmente una afección pulmonar acabó con su vida. Se llevó a la tumba un último secreto: el lugar donde enterró a Keith Bennet, se segunda víctima, de 12 años. Jamás lo encontraron.
Los ‘Bonnie Clyde británicos’, como algunos expertos les denominan, serán recordados por ser una de las parejas de asesinos más depravadas de la historia. Actualmente, el documental ‘Rose West y Myra Hindley: Their Untold Stories’ que forma parte de la serie ‘Crime and Punishment’ de la cadena ITV acaba de rescatar este truculento caso que, en su momento, sirvió de inspiración a bandas musicales como The Smiths o a montajes basados en Andy Warhol.