La renuncia de Joe Biden cambia la mirada del mundo: de estar pendientes de si tropieza, chochea o le baja la tensión, ahora estaremos pendientes de si el nuevo candidato demócrata es capaz de revertir la sobrenatural ventaja de Donald Trump. Si la candidata acaba siendo Kamala Harris, tendrá que superar algunos prejuicios. En la Cope, Carlos Herrera la define como “insegura y faltona”. En la Ser, cuentan que no conecta con los insatisfechos de raza blanca, que los republicanos se están rearmando ideológicamente, mientras que los demócratas no son capaces de articular una propuesta de gobierno y la corresponsal, Sara Canals, recuerda que, según las encuestas, Harris es la vicepresidenta más impopular de la historia.
El proceso de renuncia de Biden ha reproducido las dimisiones diferidas de los entrenadores de fútbol. Primero les toca soportar la presión de un entorno adverso y las rotundas ratificaciones de sus presidentes. Pero, al final, si los resultados no acompañan y el público se impacienta, deben rendirse a la evidencia: son el fusible de un circuito de lealtades vulnerables. Todo eso hace pensar en la máxima del director Herbert von Karajan: “El arte de dirigir consiste en saber abandonar la batuta para no molestar a la orquesta”. Karajan, a quien no le perjudicó haber militado en el partido nazi, no renunció dócilmente a su cargo de director de la Filarmónica de Berlín. El periódico bávaro Süddeutsche Zeitung lo explicaba así: “La era Karajan solo podía acabar con un divorcio. En los últimos años, Karajan había innovado poco, se había repetido, había dado muestras de mucha obstinación y había impuesto demasiado su autoridad. A veces los viejos son así. Sobre todo los viejos geniales”. Biden, obstinado hasta el final, no ha querido ser genial ni molestar a su orquesta. En el momento de separarse de su cargo, ha elegido el argumento del “No eres tú; soy yo”.
En el momento de separarse de su cargo, Biden ha recurrido al “No eres tú, soy yo”
En Barcelona, la presentación del cartel de la Mercè provoca el tipo de controversias recreativas que, históricamente, solían propiciar la selección del pregonero o el anti-belén modernillo de la plaza Sant Jaume. El cartel, de la productora Canadá, busca una originalidad disonante que puede funcionar como guinda provocadora para un festival como Sónar, pero que no estamos acostumbrados a ver aplicado a una fiesta explícitamente popular como la de la Mercè. De hecho, los carteles de estas fiestas no despiertan grandes aspavientos polémicos (el del año pasado, obra de Chamo San, o el anterior, de David de las Heras, tuvieron una buena acogida). Son polémicas efervescentes. Por suerte o por desgracia, lo que suele suceder con estas discusiones es que se impone el olvido. O, como mucho, encuentran en los circuitos maldicientes y sarcásticos de los memes una remota forma de posteridad, que es la que acabará acogiendo las caídas y lapsus de Joe Biden.