A vuela pluma, mencionábamos la semana pasada desde este púlpito hogareño la monumental serie de Rian Johnson Poker face, homenaje tardío a la genial Colombo que ustedes pueden ver en MoviStar o en la plataforma SkyShowtime de Warner. La desfacedora de entuertos Charlie Cale (Nastasha Lyonne) no solo masculla los mismos puritos del detective Colombo (inolvidables Peter Falk y su andrajosa gabardina) sino que conduce como aquel, una tartana que parece ser su único patrimonio (en el caso de Colombo, un Peugeot 403 Grande Luxe Cabriolet, en el de Charlie, un Plymotuh Barracuda). Del detective harapiento, cuyo episodio piloto dirigiera un desconocido Steven Spielberg de 22 años, sabemos que tiene un chucho llamado “perro” y, en teoría, que tenía esposa y una casa, pero solo porque él lo dice. Por cierto, es genial el episodio en el que Colombo y su mujer comparten un crucero y la serie juega durante una hora con el ansia del público por descubrir el rostro de la esposa de ese policía que siempre parecía haber dormido bajo un puente de la autopista. Por supuesto, jamás aparece en plano y el misterio permanece.
Ocasionalmente Charlie también tiene un chucho sin nombre, al que llama simplemente, “puto perro fascista” porque solo deja de ladrar cuando escucha tertulias de radio trumpistas.
Colombo poseía una intuición que Charlie ha convertido en un don, saber cuándo alguien miente, y ambos comparten el gesto desconcertado, el dudoso aseo personal y la impertinente costumbre de preguntar una y otra vez hasta exasperar a los sospechosos.
Pero el verdadero homenaje de Johnson a Richard Levinson y William Link, creadores de Colombo, más allá de emplear exactamente el mismo grafismo para los títulos de crédito, es la estructura narrativa, insólita en el género y consistente en mostrar el crimen y a sus autores en los primeros minutos de cada episodio y dedicar el resto de la trama a desplegar las inopinadas maneras en que nuestro sagaz sabueso llega a desentrañar una verdad que ya todos los espectadores conocen. El reto circense, el más difícil todavía de aquella y de esta series, es mantener la atención del público durante una hora cuando el misterio se entrega resuelto desde el primero minuto.
Porque desde el detective es un canon narrativo, empezando por la creación inmortal de Arthur Conan Doyle, Sherlock Holmes, el esquema estándar del género es el mismo en Hercules Poirot y Miss Marple, de Agatha Christie, que en el inspector Maigret de George Simenon, o en los clásicos norteamericanos Sam Spade, de Dashiell Hammet, y Philip Marlowe, de Raymond Chandler, junto, claro, con maravillosa versión apócrifa de Miss Marple que no es otra que la giganta Jessica Fletcher: mantener al público tan a oscuras como están sus detectives y avanzar hacia el desvelamiento de la verdad al mismo tiempo que la investigación.
Es decir, los detectives más famosos del mundo operan narrativamente de acuerdo a lo que Paul Ricouer llamó “la escuela de la sospecha”, cuyos tres reyes magos son Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud. El hilván de tres personajes en apariencia tan distantes es su convencimiento de que la realidad es ilusoria, nuestra percepción es falsa y que la verdad de las cosas reposa en algún oscuro rincón más allá de lo aparente.
Paradójicamente todos estos maestros de la desconfianza contravienen dos de las columnas vertebrales del mundo: el principio de parsimonia, o navaja de Ockham, enunciado, en su fórmula más simple como “la explicación más sencilla tiende a ser la verdadera”, y el relato fundador de la investigación detectivesca retrospectiva, Edipo rey, de Sófocles, cuya trama consiste en una indagación sobre un homicidio que el detective ya conoce aunque no sea consciente, pues lo cometió él: Layo murió a manos de su hijo Edipo.
Por eso lo interesante de Colombo y Poker Face es que no alimentan en el espectador la desconfianza sino el atractivo de la reconstrucción del rompecabezas. La imagen final, como en los puzzles de 10.000 piezas, ya está en la tapa de la caja, es lo patente, no lo latente, y el apasionante juego es entender cómo opera cada pieza en ese cuadro final para llegar de nuevo a la imagen que ya conocemos. Bien, pues en contra de la impresión habitual, exactamente así opera el periodismo, cuya naturaleza general no radica en desvelar lo oculto, como dicta el romanticismo, tan inclinado a la superstición y el esoterismo, porque oculto hay muy poco, y menos en el transparente mundo de hoy, sino explicar los complejos mecanismos que construyen lo evidente.
La Operación Catalunya del Gobierno de Mariano Rajoy contra sus rivales políticos y las extraordinarias revelaciones que esta semana han publicado La Vanguardia y Eldiario.es son el mejor ejemplo. Porque, siendo sinceros y aunque no tuviéramos el pormenor del encaje de las piezas, ¿alguien dudaba de que los hechos eran exactamente como se ha probado que son? Por favor, que no contesten los cínicos.